Que la tierra sea leve a una musa del gran Michelangelo Antonioni
Archivado en: Inéditos cine, Que la tierra le sea leve, Lucía Bosé
Si la filmografía de Lucía Bosé es mucho más extensa de lo que parece, es debido a que en su tramo final llamó más la atención de los cronistas de sociedad, siempre atentos a su matriarcado, que de los críticos de cine. Sin embargo, llegado el momento del último recuento tras la noticia de su óbito a consecuencia del Covid-19, su carrera arroja un montante de cincuenta y nueve títulos. Entre ellos abundan colaboraciones con algunos de los realizadores más sobresalientes de la edad de oro del cine italiano, del nuevo cine español de los años 60, del experimentalismo más radical de la Escuela de Barcelona y del fantaterror, también patrio, de los 70. En Francia trabajó poco. Eso sí, fue bastante para que, también allí, se hiciera notar la densidad que siempre supo conferir a todos sus personajes.
Particularmente, recuerdo a Lucía Bosé como la primera musa del gran Michelangelo Antonioni. El Antonioni previo a la incomunicabilitá de La aventura (1960), El eclipse (1962) o El desierto rojo (1964), quien, como todo amante del buen cine sabe, tuvo en Mónica Vitti su inspiración meridiana. Pero el Antonioni anterior, que al despuntar en la ficción después de haberse dado a conocer como documentalista, pone uno de los puntales más sólidos para alejar la pantalla trasalpina del neorrealismo imperante, retratando, ni más ni menos que a gentiles burguesas -es decir, la antítesis prístina de los parias prototípicos del neorrealismo-, tuvo en Lucía Bosé a su actriz más representativa. Bien es cierto que la finada cobró notoriedad por un procedimiento que se diría extraído del argumento de Bellísima (Luchino Visconti, 1951), uno de los filmes canónicos del neorrealismo, ganando el título de Miss Italia. Más aún, Lucía Bosé debutó en el cine con uno de los máximos representantes de aquella estética, Giuseppe de Santis, para quien fue la Lucia Silvestri de Non c'è pace tra gli ulivi (1950). Pero el caso es que fueron otras -Anna Magnani, Silvana Mangano, incluso la Ingrid Bergman compañera de Rossellini- las musas de aquel humanismo exaltado que fue el cine neorrealista. A la finada, su natural elegancia, su delicadeza, la alejaron definitivamente del neorrealismo apenas se puso delante del tomavistas del gran Michelangelo Antonioni. La primera vez fue para incorporar a la Paola Molon de Fontana de Crónica de un amor (1950) -sobre un sentimiento perdido y encontrado-; la segunda, en La señora sin camelias (1953).
Entre una y otra la actriz colaboró con un cineasta discreto, pero no tanto como para merecer el absoluto ostracismo que hoy pesa sobre él: Luciano Emmer. París, siempre París (1951), una agradable comedia turística acerca del viaje a la capital francesa de unos aficionados al fútbol italianos y sus esposas para asistir a un partido de la selección de su país, fue el primero de aquellos títulos. El año siguiente llegó Tres enamoradas (1952), una comedia sentimental sobre las ambiciones, sentimentales y profesionales, de tres amigas que siempre se citan en las escalinatas de la famosa Plaza de España romana. Aquel fue el segundo trabajo de la actriz para Emmer. Y, a fe mía, que es todo un precedente de Creemos en el amor (1954), la deliciosa comedia romántico-turística de Jean Negulesco. Demasiado ingenuo todo ello para nuestros días.
Antes de que su destino quedase ligado a España por su matrimonio con Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé también tuvo tiempo de ponerse a las órdenes de don Luis Buñuel en Así es la aurora (1955). Poco hay que decir que no se haya dicho ya de Muerte de un ciclista, el drama criminal que Juan Antonio Bardem estrenó ese mismo año 55.
Como tantas grandes actrices de entonces, aunque apareció fugazmente -y junto a su marido y Picasso- en El testamento de Orfeo (1960), de Jean Cocteau, tras la boda se retiró. Ya separada volvió al trabajo. De entonces es su colaboración con Pere Portabella en Nocturno 29 (1968), con Basilio Martín Patino lo hizo en Del amor y otras soledades (1969). Antes de que acabara el año erótico, que lo llamaron Sege Gainsbourg y Jane Birkin en una de sus canciones, Lucía Bosé volvió a Italia para colaborar con Fellini en su Satiricón.
Estaba escrito que el 69 habría de ser uno de los años más laboriosos de su carrera. De nuevo en España dio vida a la escritora George Sand en Un invierno en Mallorca, un acercamiento del barcelonés Jaime Camino a la experiencia en la isla de Chopin, interpretado por Christopher Standford. Para el malogrado Claudio Guerín Hill protagonizó La casa de las palomas (1972), una de las películas más "escabrosas" de un tiempo en que la escabrosidad debía entenderse como una suerte de elogio. En aquel caso se refería a un ménage à trois entre Alexandra, incorporada por la actriz, su hija Sandra -Ornella Mutti en su primera película española- y un tipo con mucha suerte que respondía al nombre de Fernando (Glen Lee).
Unos años antes, en su Italia natal -en la que estuvo trabajando hasta el 2013-, Lucía Bosé había iniciado su colaboración con el siempre interesante Mauro Bolognini en Metello (1970). Se prolongaría en títulos como Por las antiguas escaleras (1975) y La cartuja de Parma (1982), una adaptación televisiva de la novela homónima de Stendhal.
Volvió a Francia, la patria de Stendhal, para protagonizar Nathalie Granger (1972), de Margerite Duras una de sus novelistas-cineastas más sugerentes.
Por mi parte, del tramo final de su filmografía española, me quedo con su creación de la condesa Erzsébet Báthory, la alimaña de Csejthe, en Ceremonia sangrienta (1972), la obra maestra de Jorge Grau. Fue aquel un acercamiento a la terrible mujer que alumbró la quimera de recuperar la lozanía bañándose en la sangre de las doncellas. El magnífico guión era de mi amigo Juan Tébar.
Publicado el 24 de marzo de 2020 a las 12:45.