Un Jacques Martin pleno
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Lefranc, Huracán de fuego, de Jacques Martin
Todo sigue siendo epifanía en mi relectura de las aventuras de Lefranc, pero también verificación. Precisamente ha sido en este regreso a las viñetas de Huracán de fuego, segunda entrega de la serie, cuando he comprendido esa revisión melancólica de la que nos habla la lírica de la experiencia. Publicada originalmente en 1961, la primera traducción española de Huracán de fuego, con el sello de Ediciones Junior, se puso a la venta en 1986. Y ése fue el año en que yo la leí por primera vez.
Pero ha sido ahora, que de cuanto concierne a la segunda aventura de Lefranc, como del resto de las cosas, hace tanto tiempo, cuando he comprendido que la melancolía, básicamente, es verificación. Comprobar en la vejez de nuestros contemporáneos, la gente de nuestra época, la senectud de nosotros mismos. Y así, por el mismo procedimiento, dejar constancia de lo viejo que se ha quedado todo nuestro universo, frente al actual. Verbigracia, los arreglos orquestales de las canciones. En mis primeras edades, primaban los instrumentos de cuerda -sobre todo violines y violoncelos- porque la música de entonces estaba marcada por la feliz impronta de un sonido tan de guitarras como el queridísimo rock & roll. Ahora, empero mi supina ignorancia en cuanto a producción musical se refiere, me da la impresión de que los arreglos de las piezas musicales más representativas de este tiempo -a las que no debemos llamar canciones porque no lo son- se deben a ingenios electrónicos sobre los que alguien como yo, que nunca llegó más lejos de los mellotrones de King Crimson en Epitaph y Starless, tiene muy poco que decir.
En cuanto al cómic se refiere, también verifico cuánto ha cambiado todo de mi época a esta parte. Con anterioridad a Huracán de fuego he tenido oportunidad de leer Héléna, una historieta reciente de Jim (guión) y Lounis Chabane (dibujo). Publicada en un par de entregas aparecidas en 2014 y 2015, se habla en sus viñetas de un amor que nunca existió. Y se hace con tanto acierto que incluso a mí, que como al niño lector de las Hazañas bélicas de Boixcar, que también fui, los tebeos de amor me parecían de niñas, ha conseguido conmoverme. Por la legibilidad a ultranza de su plástica, e incluso por la jovialidad de su dibujo, no obstante la tristeza del tema, Héléna puede adscribirse a la nueva Línea Clara, tan diferente a la Línea Clara clásica a la que pertenece Huracán de fuego, que a mi juicio se acaba con Yves Chaland.
Siempre recuerdo lo desconcertante que me resultaba buscar el reflejo de mi contemporaneidad en mis primeras lecturas de las aventuras de Tintín, feliz canon de la Línea clara, anteriores a Tintín en el Tíbet, aparecida en 1959, el año que yo nací. Tanto era así que ni siquiera sabía que era la contemporaneidad lo que buscaba. El reflejo de mi mundo, de mi época, me decía. Se dio el caso de que la primera que leí -es decir, descubrí maravillado sus viñetas puesto que aún no sabía leer- fue La estrella misteriosa (1942). Durante toda mi felicísima infancia; más aún, hasta que no tuve una imagen clara de las distintas épocas del amado siglo XX, no comprendí que la levita del profesor Hipólito Calys -uno de los sabios que parten en el M S Aurora hacia el océano Ártico, donde ha caído ese meteorito desprendido de la estrella misteriosa-, ya estaba pasada de moda en 1942, año en que está ambientada la entrega.
Contemporaneidad digo, que también encontraba en las aventuras de los igualmente queridos Spirou y Fantasio -también tengo a la Escuela de Marcinelle en la más alta estima- leídas en los años 60: La mina y el gorila (1956), El turista del mesozoico (1957)... Todo Franquin rezuma la contemporaneidad de mis primeros años. Cómo olvidar al inefable Gastón el Gafe, que con tanto deleite leía en Pulgarcito. E incluso modernidad. Sí señor. A mi juicio, Franquin, más allá de la contemporaneidad, alcanza la modernidad en Spirou y los hombres burbuja (1959), última entrega de la serie en los años 50. Una modernidad tan intensa que irradia a la década posterior, en que yo descubrí los álbumes de Spirou y Fantasio. Una modernidad tan genuina como la de Hergé en Tintín y los pícaros (1976), en la que el infatigable reportero de Le Petit Vingtième viste unos pantalones campana en lugar de sus bombachos y luce en el casco de su moto el signo de la paz.
Pues bien, cincuenta y nueve años después de su aparición, verifico con lectura melancólica cómo se ha quedado vieja la modernidad que debió de tener cuando se editó por primera vez Huracán de fuego. Este segundo álbum de Lefranc fue moderno en los días en que la televisión empezaba a ser un referente en los boletines informativos diarios, cuando la rudimentaria antena de los años 60 era uno de los mayores exponentes de la nueva Europa que empezaba a despuntar. De ahí que el gran Jacques Martin dibuje los receptores en sus viñetas, puesto a dar noticia del cariz que van tomando los acontecimientos en Morgastel. Es este un pequeño pueblo -creo que imaginario- en la costa del Finisterre francés. Es allí, en un laboratorio escondido en un faro, donde el profesor Le Gall, un tío de Jeanjean, ha desarrollado un proceso capaz de convertir el plancton marino en petróleo. Una vieja quimera de la centuria pasada que de inmediato desata una alarma mundial ya alteraría el comercio de los "pueblos" recién emancipados del colonialismo, se queja en una viñeta el representante de un país árabe en un organismo internacional.
Semejante negocio ha llamado la atención de Arnold Fisher, un magnate del petróleo que ha llegado a una inteligencia con Axel Borg para dar al invento otros fines muy distintos a los imaginados por el profesor Le Gall. Estas páginas han sido las de mi redescubrimiento de Borg. Ya en las primeras lecturas de la serie, el antagonista de Lefranc se evidenció como un heredero del doctor Müller, el archienemigo de Tintín. Pero aquí también se me ha descubierto como la inspiración de Gilles de Rais, de Jhen. En el primer caso me sorprende porque Martin, el tercer discípulo del gran Hergé, también fue el más díscolo de los tres. Nada que ver con la amistad de Edgar P. Jacobs, quien corrió a casa de Hergé dispuesto a defenderle cuando se temió por la vida del maestro tras la liberación de Bruselas. Y menos aún con la abnegación de Bob de Mor, que acaso dejó lo mejor de sí al servicio de la obra de los demás, incluido en propio Martin.
Y si las concomitancias que registro entre Borg y el singular amigo de Jhen también me sorprenden es porque el dibujo en la serie de Jhen nunca estuvo a cargo de Martin. En las primeras entregas fue un trabajo de Jean Pleyers, quien fue dejando el puesto a otros grandes dibujantes hasta nuestros días. Se ve que los libretos del gran Jacques -sí, recuerda a esa canción de Jacques Brel- eran tan determinantes en la descripción de los personajes que imprimían la misma distinción al terrible mariscal de Francia que al archienemigo de Lefranc.
Sigo en la idea de que el gran problema de Martin fue la dispersión. Demasiadas series y demasiados personajes. A menudo estimo que, si al final de su carrera Jacques Martín se dedicó sólo a los guiones, fue por esa nefasta enfermedad que le fue privando de la vista. En cualquier caso, cuando escribió y dibujó Huracán de fuego estaba en la plenitud de sus facultades. Este es uno de los contados álbumes que se deben en exclusiva a él. Hasta cierto punto se imita en el secuestro de Jeanjean, que, al igual que en La amenaza, desata la acción. Antes de que llegué el huracán de fuego, provocado por el vertido al mar del invento, que acaba con el supuesto pueblo de la costa bretona donde se alzaba el faro que servía de laboratorio del profesor Le Gall, Martin ha tenido tiempo de ir asentando a los secundarios como el comisario Renard, que aquí se nos muestra tan dado a los disfraces como Fantomas. Edouard, el mayordomo del periodista, el Néstor de Lefranc, es otro de esos actores de reparto. La carrera de Edouard en las primeras viñetas en como la de Néstor en el puerto de Las siete bolas de cristal (1943).
En sus investigaciones para resolver este nuevo enigma, Lefranc recala en la isla del monte de Saint-Michel. A fe mía que los dibujos dedicados a dejar constancia del singular monasterio del lugar son una de las cotas más altas del arte de Jacques Martin.
Ya en el terreno particular, he de lamentarme de que, en algunas páginas de mi edición. la superposición de las tintas de color no haya sido todo lo satisfactoria que debería haber sido. Esto, aunque produce un efecto muy desagradable en los dibujos, que se antojan desenfocados, era algo muy frecuente en las impresiones de mis primeras edades. De hecho, tengo desde siempre mi ejemplar de Stock de coque (1958), de Tintín, con varias páginas así. Al igual que El príncipe del Nilo (1974) de Alix. Aun así, todo sigue siendo epifanía en cuanto a mi queridísima Línea clara concierne.
Publicado el 21 de marzo de 2020 a las 17:45.