Cine para el confinamiento (I)
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Un fotograma de "Doce monos".
Basta un dato para dejar constancia de lo estrechamente ligadas que están las cuarentenas a las narraciones: Giovanni Boccaccio concibió El Decamerón (1351) -huelga decir que la obra maestra de la prosa temprana en italiano- en torno a la huida de diez personas de la Florencia asolada por la peste bubónica de 1348. Epidemia que, por cierto, también tuvo su origen en Asia, entró en Europa por Italia y fue especialmente cruel en aquella península, en la nuestra y en Francia. Más concretamente, la población de Florencia quedó reducida a una quinta parte. Para salvarse de la que, aún ahora está considerada la pandemia más devastadora de la historia de la humanidad, los narradores de Boccaccio -quien hace una descripción de la peste en el proemio que consta en los anales no sólo de la literatura universal, también de la ciencia médica- cuentan sus cien historias -de amor, eróticas, de ingenio y agudeza- durante los diez días que permanecen recluidos en una villa de las afueras de la capital toscana.
Pero, una vez más, hoy vengo a hablar de películas. Aunque no de la adaptación de El Decamerón estrenada en 1971 por el execrable Pier Paolo Pasolini, un realizador al que aborrezco, entre otras cosas, por su tendenciosidad, su maniqueísmo y su propensión a la escatología.
Terry Gilliam imaginó en Doce monos (1995), su obra maestra, que el fin del dominio del planeta por parte de nuestra especie comenzaría con una plaga muy semejante a la que ahora nos castiga. Ambientada en el año 2035, un grupo animalista, El ejército de los doce monos precisamente, propaga deliberadamente un virus que acaba con la mayor parte de los seres humanos. Los que quedan se refugian en un nuevo mundo, perdido entre las cloacas, pero a salvo de contagios, mientras las fieras se adueñan de las ciudades. Con el objeto de evitar semejante final a la humanidad, un viajero intertemporal se traslada del presente del relato -que no es otro que nuestro tiempo mientras sigamos siendo los amos del mundo- al futuro apocalíptico.
Doce monos está basada en La Jetée (1962), el fotomontaje de Chris Marker que es una de las grandes pastorales postcatástrofe atómica de la historia de la ciencia ficción. Gilliam ampliaba la escasa media hora que duraba la obra maestra del francés a las dos horas largas de su versión, dotando de más recovecos al argumento y cambiando el holocausto nuclear que nos presenta Marker por esa epidemia devastadora aludida. Pero el paisaje resultante es el mismo. De hecho, el desolador aspecto de nuestras calles bajo el estado de alarma no dista mucho del que nos muestran decenas de pastorales postcatástrofe -todo un subgénero de la ciencia ficción de los años de la Guerra Fría- ya sean éstas atómicas, ecológicas o bacteriológicas.
En cuanto a las primeras, habrá que recordar Five (Arch Oboler, 1951), sobre la peripecia de una embarazada, un neonazi, un afroamericano, un anciano y un derrotista unidos en su huida al campo tras ser los únicos supervivientes a la tremenda radiación que, decían, habría de suceder a la bomba. En aquel tiempo se creía que el dichoso campo, siempre tan bueno para todo -el retorno a la naturaleza ni más ni menos- quedaría a salvo del holocausto atómico.
Más de lo mismo nos ofrecía El mundo, la carne y el diablo (Ranald MacDougall, 1959). Ninguna de estas dos últimas cintas era una obra maestra. Estamos hablando de cine de bajo presupuesto. Pero esta segunda era mejor película. Carecía de ese derrotero ruralista de la huida al campo. Acababa concentrándose en la rivalidad que se establecía por la bella superviviente, Sarah Crandall (Inger Stevens) entre los dos últimos hombres del planeta. Uno era negro, el minero Ralph Burton, incorporado por Harry Belafonte; el otro, Nelson Thacker (Mel Ferrer) era blanco como la chica. El argumento, además de ese escenario, desolador para los supervivientes que iba a suceder a la bomba atómica, también tocaba otro tema candente mediado el siglo XX, el de las uniones interraciales.
La hora final, también del 59, es la mejor película de Stanley Kramer. Su asunto gira en torno a la peripecia de un submarino estadounidense que navega rumbo a Australia, el último rincón del mundo donde aún no ha llegado la nube radioactiva posterior a la bomba. Cinta coral, en la que se nos muestran las últimas e inútiles inquietudes de un grupo de australianos que van a morir en breve, abundan en ella secuencias de calles desoladas. Quiero recordar las de un marinero del submarino, protegido con un traje NBQ, buscando algún signo de vida por el puerto de San Francisco. Y sobre todo los planos finales, con los exteriores y los interiores tal y como los dejaron los seres humanos cuando llegó el Apocalipsis, sin dejarles acabar lo último que estaban haciendo.
Mi relación con La hora final ha sido extraña. Tras un primer visionado la borré. Quise creer que fue debido a la poca estima en la que tengo el cine de Kramer en su conjunto. Pero fue por el desasosiego que me procuró la trama de ese filme en concreto, muy semejante al que me produjo El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), una obra maestra de la que sólo he aguantado un visionado. Es tan veraz en su retrato de los campos de exterminio nazis que resulta como pasarse una temporada en uno de ellos. Pero estábamos con La hora final. Comprendí hasta que punto me había magnetizado porque, nada más terminar de borrarla me arrepentí de haberlo hecho. Como sublime castigo a mi desdén a tan digna cinta, pasaron varios años hasta que, recientemente, he podido volver a hacerme con ella e incluirla, debidamente catalogada, en mi tesoro filmográfico.
Esa interdicción que obra sobre la calle en esta cuarentena se asemeja tanto a los escenarios, ficticios o verdaderos, que se auguraban posteriores a la catástrofe atómica, que se imaginaba iba a sobrevenir en los momentos de mayor exacerbación de la Guerra Fría, que el mismo Internet, al que tanto debemos todos en estos días, tuvo su origen -como es harto sabido- en la creación de una red que uniera a todos los ordenadores de los cuarteles generales de las fuerzas armadas estadounidenses en caso del temido ataque de los comunistas.
Era tan grande el miedo a esa hora final, al que habría de suceder un paisaje urbano tan parecido al de nuestra cuarentena que, con anterioridad a sus comedias, el español Mariano Ozores también le dedicó una película. La hora incógnita (1963) es su título. Versa sobre un proyectil con una cabeza nuclear que, por un error de cálculo, va a caer sobre una ciudad española sin especificar. Como sus vecinos lo saben, la abandonan dejándola vacía. Los que, por una razón u otra se quedan, son los protagonistas de la cinta. Eso sí, antes de reunirse todos en la iglesia, las calles están tan deshabitadas como ese Madrid que descubre César en Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997).
Publicado el 18 de marzo de 2020 a las 00:45.