El "fantastique" británico ajeno a la Hammer (II. La Tigon)
Archivado en: Inéditos cine, el fantastique británico
(viene del asiento del 12 de noviembre de 2019)
La garra de Satán (Piers Haggard, 1971) no es una obra maestra. Ahora bien, sus imperfecciones no merman ni un ápice el agrado con el que se revisa casi medio siglo después. Más aún, su textura parece devolvernos a aquellas maravillas del cine de los sábados en programa doble y sesión continua desde las cuatro de la tarde, todo un mito en estos días del streaming. De hecho, he vuelto a verla recientemente buscando la textura de aquel cine, nada más decidir que jamás antepondré una serie a una película.
En fin, dejando a un lado la cartelera perdida, La garra de Satán es una cinta sumamente representativa de la actividad de la Tigon British Film Productions, firma señera en ese florecimiento que vivió el fantastique británico al socaire del éxito internacional de la Hammer Films.
Fundada en 1966 por Tony Tenser y Michael Kingler, productores del primer Polanski inglés -Repulsión (1965), Callejón sin salida (1966)- y de uno de los grandes noir protagonizados por Michael Caine en los 70 -Asesino implacable (Mike Hodges, 1971)-, la Tigon fue a distanciarse de la Hammer buscando asuntos ajenos a los vampiros, licántropos y modernos Prometeos. Muy en consonancia con el espíritu rebelde de los años 60, las monstruosidades solían ser los poderosos. Verbigracia, el inquisidor de Cuando las brujas arden (Michael Reeves, 1968). Matthew Hopkins, el tipo en cuestión -incorporado por Vincent Price en el que fue uno de sus personajes antológicos- recorre la Inglaterra del siglo XVII cazando brujas en compañía de su verdugo, John Stearne (Robert Russell). Cuando su lascivia le lleva a obsesionarse con Sara (Hilary Heath), la novia del soldado Richard Marshall (Ian Ogilvy), desatará un desquite por parte del militar que, lejos de lo sobrenatural, concita el miedo que inspire a cada espectador lo peor de la condición humana. Esa pulsión erótica, que late en el sadismo de las torturas a las supuestas hechiceras, no es más que una minucia si se compara con todo lo que viene después.
Sí señor, en Cuando las brujas arden -también conocida como El inquisidor entre los espectadores españoles- no es el alimento del vampiro lo que asusta; es la praxis de la Ley del Talión. También destaca por estar ambientada en Inglaterra, que no en España. Habrá que recordar una vez más que nuestro país, por ser como fue en otros tiempos más papista que el papa, también fue el escenario favorito de la novela gótica, que en gran medida fue un arma contra el papismo de la narrativa inglesa. Pero lo que convierte a Cuando las brujas arden en una película singular es su exaltación de la venganza. Aquí el agraviado no perdona en el último momento, como suele ser frecuente en aras de la paz, o como se tiende a proponer en las historias que, entonces, se llamaban "constructivas". Aquí se cae de bruces en esa violencia que engendra la violencia, uno de los mayores temores de la gente apacible y de buena voluntad desde la noche de los tiempos. Y Reeves se entrega al retrato de dicha brutalidad con tanta vehemencia que, en las últimas secuencias, incluso acaba por perder el pulso narrativo. A nuestro juicio, esa es la única apostilla que cabe hacer a Cuando las brujas arden.
Por lo demás, cuando al fin llegue el momento de escribir sobre cineastas malditos, heterodoxos y alucinados -como ya hice con los literatos-, Michael Reeves no faltará en la nómina. Muerto en extrañas circunstancias cuando sólo contaba veinticinco años -una sobredosis, según unos comentaristas; suicidio, según otros- su corta filmografía comprende otro título paradigmático del fantastique de la Tigon: Los brujos (1967).
Sobre El lago de Satán (1966), primera cinta de Reeves y ajena a la firma que nos ocupa, correremos un tupido velo. Bien es cierto que se trata de una coproducción anglo-italiana que hermana al gótico trasalpino con el fantastique británico. Lo hace además con la inquietante Barbara Steele -aunque inglesa de nacimiento, reina del espanto trasalpino- como protagonista. Pero hay en ella un tono humorístico que a mi juicio la desvirtúa. No es el caso de El ataúd (1969). Basada en La caja oblonga (1844), el célebre relato de Edgar Allan Poe, el primer tratamiento del guión fue obra del malogrado Reeves. Habiéndosele llevado ya La Parca cuando llegó el momento del rodaje, el filme acabó siendo dirigido por Gordon Hessler, otro de los realizadores más dotados para estas producciones.
Aquelarres en la campiña inglesa
No acaba de estar claro si la Tigon debió su nombre a ese híbrido de un tigre y una leona criados ambos en cautiverio. Desde luego, la mixtura es tan escabrosa como para serlo. Y también está claro que supo anticiparse a aquellos endemoniados que se enseñorearían del cine de miedo merced a las grandes producciones del Hollywood de los 70. La garra de Satán, aludida al principio, gira en torno a la posesión por parte del Diablo de los jóvenes que acuden a uno de sus aquelarres en un pueblo de la Inglaterra del siglo XVII.
Hace apenas unos meses, revisando los westerns que Jack Arnold, Joseph M. Newman o Fred F. Sears, los grandes de la ciencia ficción estadounidense de los años 50 rodaron por aquellos mismos tiempos, me llamó la atención la inexorabilidad con la que el tramo final de sus carreras los abocó a la pequeña pantalla. Idéntico fue el destino que le aguardaba a Haggard. Es más, casi podría decirse que fue un realizador de televisión. Ya lo era cuando filmó esa corrupción de la inocencia que es, al cabo, La garra de Satán. De ahí que su única colaboración con la Tigon, por momentos, tenga cierta factura televisiva. Ese lastre catódico -y algunas evidencias del artificio utilizado en los trucajes- impiden calificarla como una obra maestra. Pero es una cinta entrañable, que los nuevos aficionados buscan en Internet con la misma avidez que los más veteranos asistían a sus proyecciones en aquellos programas dobles en sesión continua. Y es también un filme cuyo asunto podría simbolizar la corrupción que sufrió el cine de miedo cuando pasó, del tormento que agobiaba a la abominación creada por el barón Frankenstein al saberse un monstruo -tan candoroso desde el prisma de nuestro nefasto tiempo como la niña ciega que no le temía-, a la gratuidad de la violencia de todos los asesinos natos que protagonizan el slasher.
Atendiendo a ese afán de ambientar sus tramas en escenarios alejados de esa Europa imprecisa, central y decimonónica común a los Hammer's Horrors, que fue un marchamo en la Tigon, La maldición del altar rojo (Vernon Sewell, 1968), otra de las películas más destacadas de nuestra productora, parece uno de esos cuentos de Arthur Machen que entrañan un horror que nos remite al Gales romano. Con todo, acaso fuera Sewell el más próximo a la Hammer, y al modelo de ésta, la Universal, de cuantos realizadores colaboraron con la Tigon. Al menos esa es la idea que parece desprenderse del protagonismo que comparten en La maldición del altar rojo Christopher Lee y Boris Karloff, respectivamente dos actores icónicos de uno y otro estudio. La historia que se cuenta es la de Robert Maning (Mark Eden), una anticuario londinense -del Londres del London swing- que, siguiendo el rastro de su hermano -quien fue a visitar una mansión de la campiña en busca de una pieza y desapareció- acaba dando con una secta satánica. Secretamente enraizada con el folclore lugareño, la siniestra hermandad rinde culto a Lavinia (Barbara Steele), una hechicera quemada en el siglo XVII.
Y si Christopher Lee fue el mejor Drácula de la Hammer, Peter Cushing fue su mejor Van Helshing. No hay duda de que Sewell confió a Cushing el personaje del inspector Quennell, el encargado de desenmascarar al doctor Mallinger (Robert Flemyng), un pérfido científico loco que ha creado una mariposa vampiro que se alimenta de los humanos en El deseo y la bestia, otra realización de Sewell para la Tigon del año 68. En efecto, Mallinger fue el mad doctor del estudio y El deseo y la bestia su cinta más deudora de la Hammer.
Y hablando de la Hammer no podía faltar la referencia al gran Freddie Francis, uno de los realizadores fundamentales del estudio de James Carreras y de todo el fantastique británico. Su actividad como director de fotografía en varios títulos del free cinema -Un lugar en la cumbre (Jack Clayton, 1959), Sábado noche, domingo mañana (Karel Reisz, 1960)-, entre otras cintas de altura, nunca le restó tiempo para llevar a cabo como realizador una de las filmografías más entregadas e interesantes del fantastique. Colaboró, prácticamente, con todos los estudios que lo impulsaron. El esqueleto prehistórico (1973), su realización para la Tigon, versaba sobre un esqueleto encontrado en una isla de Papúa que, al contacto con el agua, recobra la carne que lo cubrió y se convierte en una entidad maligna. Localizada en el Londres victoriano y protagonizada por Christopher Lee (James Hildern) y Peter Cushing (Emmanuel Hildern), huelga decir que en esta ocasión la Tigon dio un cambio radical a su afán de distanciarse de la Hammer para comulgar plenamente con sus propuestas. Tanto fue así que, entre los actores de reparto de El esqueleto prehistórico nos encontramos al entrañable Michael Ripper (Carter), uno de los grandes secundarios del estudio de Carreras.
Erotismo macabro
Siendo el softcore una de las tendencias más acusadas del cine de los años 70 y, proviniendo Tenser y Kingler -con anterioridad a su trabajo con Polanski- de las nudies -cintas para adultos que se exhibían en su propia sala del Soho londinense, el Compton Cinema Club-, nada más lógico que la Tigon sobrepasara con creces a la Hammer en cuanto a los desnudos de las actrices. A este respecto hay que destacar Virgin Witch (Ray Austin, 1972). Esa bruja virgen aludida en el título, Betty -el personaje que descubrió a la actriz Vicki Michelle, aún ahora una presencia habitual en la antena británica- resulta ser mucho más perversa que la hechicera que la quiere presentar como el sacrificio de su aquelarre: Sybil Waite (Patricia Hines). Como en La maldición del altar rojo, el escenario volvía a ser una mansión de la campiña. Su propietario, el doctor Gerald Amberley (Neil Hallet), pese a ser el oficiante del rito, también acabará subyugado por Betty, quien, al igual que su hermana Christine (Ann Michelle), no tiene ningún problema en mostrar sus más íntimos encantos a lo largo de todo el metraje con largueza.
Pese a estar tan denostado por los puritanos que condenan el erotismo como por los pretendidos amantes del realismo -por así llamarlos- que condenan el cine fantástico por el mero hecho de serlo, las películas de vampiros alcanzaron unas de sus cotas más altas en el softcore de los 70. No hará falta recordar que el de Drácula también es un mito erótico, pero sí que Jean Rollin fue uno de los realizadores más destacados del cine independiente francés. Con unos presupuestos aún más reducidos de lo que era habitual en todo el fantastique, consiguió llevar a cabo una filmografía esteticista y sugerente que le convirtió en uno de los realizadores más sobresalientes y personales del cine de vampiros. Pionero en la superposición de imaginería erótica a la macabra, Rollin hizo un cine pródigo en imágenes que, en opinión de nuestro admirado crítico David Pirie le convirtieron en uno de los pioneros en acercar deliberadamente el surrealismo al cine de terror. La vampiresa desnuda (1970), coproducción de la Tigon con la francesa Les Films ABC -la marca de Sam Selsky, el productor de los primeros títulos de Rollin- es todo un filme de culto en lo que se refiere a la sicalipsis del miedo. En sus secuencias, los vampiros resultaban ser mutantes de otra dimensión. Estos, tras abducir a las mujeres y cubrirlas con fabulosos ornamentos, las empujaban a la perversión. Al cabo, esta coproducción franco-británica ha quedado como uno de los mejores títulos de la Tigon.
Prolongada su actividad hasta mediados de los años 70, del resto poco cabe decir. Las películas fantásticas de este estudio no fueron obras maestras. Probablemente ni siquiera tuvieron vocación de serlo. Nada que ver con ese terror sueco, prodigo en genialidades, que pasa por Victor Sjöström -La carretera fantasma (1921)-, Carl Theodor Dreyer -Vampyr (1932)- e Ingmar Bergman -La hora del lobo (1968)-. El fantastique... Mas aún, toda la producción de la Tigon fue concebida como el relleno para el programa doble. Pero se veía con el mismo agrado que se revisa la cartelera perdida en estos días del streaming en que ningún estreno consigue interesarme lo suficiente para apartarme de la pantalla del ordenador.
(continúa en el asiento del 23 de junio de 2020)
Publicado el 8 de febrero de 2020 a las 18:30.