El Drácula de Netflix
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La decepción que me ha causado el Drácula de Mark Gatiss y Steven Moffat era de prever. Coproducida por la BBC y Netflix, esta miniserie es uno de los primeros estrenos del año de esta plataforma. El buen sabor de boca que me dejaron las dos primeras temporadas de Penny Dreadful (2014 y 2015) me hizo recuperar la confianza en las miradas contemporáneas a las criaturas de la noche clásicas. Debí de recordar que la tercera temporada de aquella serie de John Logan ya no me gustó, al igual que los dos primeros episodios de este nuevo Drácula. Concebidos, respectivamente, en torno a la experiencia de Jonathan Harker en el castillo del conde y la travesía que lleva a éste a Whitby en el Demeter, no aportan nada nuevo al mito acuñado por Murnau -Nosferatu (1922)-, Tod Browning -Drácula (1931)- y Terence Fisher -Drácula (1958)-, los tres pilares de la filmografía del no muerto. La tercera y última entrega de este nuevo Drácula, ya centrada en la experiencia londinense del conde, me ha interesado más, pero tampoco es tan novedosa como parece.
Aunque sea precisamente esa novedad relativa lo que la distancia del Nosferatu, vampiro de la noche (Werner Herzog, 1979), remake que fuera del título inaugural de Murnau, cuya fotografía y cuya puesta en escena -frías como han de ser los Cárpatos- me han recordado poderosamente. Aquí es Harker, que no Renfield, quien acaba comiendo moscas. Pero la zoofagia -las moscas son rodadas con un objetivo macro- capaz de repugnar a cualquiera que sufra de entomofobia -si es que la repulsión a los insectos es un a fobia y no un alivio-, como la ya manida carne putrefacta o quemada de los zombis, no es sino ese recurso para dar asco cuando no se puede dar miedo. El goteo de un grifo o el chirriar de una puerta, utilizados convenientemente, pueden llegar a ser mucho más aterradores que todas las porquerías que tengan a bien mostrarnos el cine y la televisión de nuestro nefasto -en esto también- tiempo.
Ciertamente esa apuesta por la nueva corrección política -que naturalmente aplaudo sin paliativos- es lo único novedoso en la propuesta. Merced a esta nueva sensibilidad se incluye en el reparto a gentes de todas las razas y orientaciones sexuales. Por el mismo procedimiento, se contemplan los nuevos roles de los sexos en nuestra sociedad: Van Helsing es una monja incorporada por Dolly Wells. Ahora bien, esa apuesta por la modernización del mito ya fue apuntada por la Hammer a comienzos de los años 70 en un par de títulos de Alan Gibson -Drácula 73 (1972) y Los ritos satánicos de Drácula (1973)-, que fueron a dejar constancia de que el estudio inglés, que para deleite de los aficionados al cine de miedo dio un nuevo brío al género reinterpretando el terror de la Universal desde mediados de los años 50, había comprendido que ya no había lugar para el vampiro, el licántropo o el moderno Prometeo. Los endemoniados, los asesinos en serie y la violencia gratuita del slasher se convirtieron en los nuevos amos del espanto.
Desde entonces, han sido pocos los títulos con fuerza y personalidad suficientes como para comulgar con los clásicos. Particularmente los reduciría a las aportaciones de Neil Jordan -En compañía de lobos (1984), Entrevista con el vampiro (1994), Byzantium (2012)- y las dos versiones de Déjame entrar: la original de 2008 de Tomas Alfredson y su, remake puesto en marcha por la Hammer en 2010 bajo la dirección de Matt Reeves. A mi entender, el Drácula que hoy nos ocupa no da la talla ante estas excelencias.
Publicado el 31 de enero de 2020 a las 01:00.