Recordando a Jane Birkin
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No podría precisar cuándo supe por primera vez de Jane Birkin. Es de suponer que fuera al descubrir Je t'aime... moi non plus. Bien pudiera haber sido así porque, aunque este gran éxito de Serge Gainsbourg fue prohibido en España, como en el Reino Unido y en tantos otros países, aquí también se escuchaba más o menos clandestinamente. Una vez oída, la canción no era para tanto. Si acaso los jadeos de la maravillosa Jane. Por lo demás, la letra era en francés y, salvo lo del vaivén entre las caderas, predominaba en ella un lenguaje poético -"Tú eres la ola, yo la isla desnuda"- cuyo sentido último solía escapársele a una audiencia cuyo francés -empezando por el mío- acostumbraba a ser el de los Pirineos; de este lado de los Pirineos, claro está. De hecho, la última vez que escribí sobre Je t'aime... moi non plus, la persona que editó el artículo lo tituló con la supuesta traducción de entonces del título de la canción: Te amo, yo no más.
Tiempo después, ya menos verdes en la lengua de Baudelaire, aprendimos que el verdadero sentido de la frase es: Te amo, yo tampoco. Y también supimos que, al parecer, es una reinterpretación de la perla que dedicó Dalí a Picasso en la conferencia que el primero pronunció sobre el segundo el doce de noviembre de 1951 en el teatro María Guerrero de Madrid: "Picasso es comunista, yo tampoco".
En fin, ya en las postrimerías del franquismo, aquellos inquisidores que prohibían las cosas no podían perseguir a todos los particulares que volvían de Francia con el disco del gran Serge. Y no eran pocos si se considera que el deseo del fin de la censura que prohibía el softcore -aquellas cintas con desnudo de la chica, como Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974), que se iban a ver a Perpiñán- era mucho mayor que el habido por la legalización de los partidos políticos. De hecho, cuatro décadas después, el destape ha quedado como el aspecto más feliz de la Transición.
Pero no divaguemos. Recuerdo haber bailado Je t'aime... moi non plus en la España de Franco. Y el baile era "agarrado", que se llamaba al baile de canciones "lentas" abrazado a la chica. Aquella "gracia antigua, fugaz como un reflejo", que dice el sabio. Fue en aquellas fiestas con "tías" que se hacían en las casas con los padres del anfitrión temporalmente fuera.
Con todo, pese al lugar que la canción, esas reuniones y esas chicas ocupan en mi mitología personal, no puedo asegurar que fuera aquella mi primera noticia de Jane Birkin. Ésta bien pudiera haber sido cualquiera de esas comedias de Claude Zidi, que mi dilecta protagonizaba junto a Pierre Richard -La mostaza se me sube a la nariz (1974), Las carreras de un banquero (1975)-, y yo veía en el cine Rialto de la Gran Vía madrileña. La chica que resultó ser Jane Birkin en aquellas películas estaba mucho más cerca de la jovialidad de las chicas divertidas de mi adolescencia, de mi época, que de las procacidades de su dueto con Gainsbourg. Y no deja de ser curioso porque, aunque ella también se prodigaba sin problema alguno en el softcore de los 70 y su atractivo, sus piernas largas, su sonrisa luminosa siempre se me ha antojado un milagro de la biología, más que como un mito erótico ya entonces la admiraba como a una de las grandes chicas de los 70, una imagen prístina de aquellos días, un icono de la modernidad de entonces.
A diferencia de las grandes glorias del softcore -Corinne Cléry, Laura Antonelli, la queridísima Sylvia Kristel, por supuesto- cuya filmografía fue a menos en los 80, Jane Birkin comenzó a colaborar con algunos de los grandes autores del cine francés. Con Jacques Rivette lo hizo por primera vez en el 84, para quien protagonizó El amor por tierra. Cuatro años después ya era una mujer tan singular y notable que inspiró un documental a Agnès Vardá, referencia obligada del cine feminista: Jane B par Agnès V.
Particularmente, también fue en los 80, siendo yo ya cinéfilo, cuando descubrí el encanto de Jane Birkin en su totalidad. Como es sabido, su filmografía arranca en su Londres natal y se remonta a El knack y cómo conseguirlo (1965), la obra maestra de Richard Lester que también debe entenderse como un filme que presagiaba el Swinging London.
Y cuando aquella edad dorada de la capital británica -y de la cultura juvenil del amado siglo XX- floreció, Jane Birkin fue una de sus musas más sobresalientes. Tan procaz como Marianne Faithfull y tan encantadora como Pattie Boyd, el primer escándalo que protagonizó Jane Birkin fue su desnudo en Blow Up (1966), el filme londinense del gran Michelangelo Antonioni y uno de los títulos canónicos del Swinging London.
Y hubo más, antes de instalarse en Francia y vivir su gran amor junto a Serge Gainsbourg, tuvo tiempo de protagonizar Wonderwall (1968), un filme psicodélico de Joe Massot sobre un guión de Guillermo Cabrera Infante producido y musicalizado por George Harrison. De modo que todo en ella ya era modernidad cuando protagonizó en Francia La piscina (Jacques Deray, 1969) junto a Romy Schneider, Alain Delon y Maurice Ronet. En una de sus secuencias, la maravillosa Jane fue la primera -antes que Sylvia Kristel- que convirtió en un objeto erótico un sillón de mimbre. Tres décadas después, cuando protagonizó junto a Dirk Bogarde Nuestros días felices (Bertrand Tavernier, 1990) ya era una de las mejores actrices europeas de la segunda mitad del amado siglo XX.
Dejó de ser todo modernidad, dejó de ser como las chicas más joviales de mi época en La bella mentirosa (1991), la cinta con la que el gran Rivette -"el más fanático de nuestro grupo de fanáticos", según el gran Truffaut-, acabó por destacar en la cartelera española. De hecho, Liz, el personaje que Jane incorpora en esta adaptación de La obra maestra desconocida, el célebre cuento de Balzac, es la esposa y antigua musa de Edouard Frenhofer (Michel Piccoli), un artista al que ha dejado de inspirar.
Y también fue en una colaboración con Rivette donde admiré a Jane por primera vez hecha una anciana, recreando a la Kate de El último verano (2009). Las procacidades de Je t'aime... moi non plus y el sillón de mimbre de la piscina en las proximidades de Saint-Tropez habían quedado en la distancia, cuarenta años atrás. La Jane Birkin de las piernas largas, la sonrisa luminosa y el softcore era toda una señora mayor. Eso sí, aún conservaba la suficiente gracia para pasearse por el alambre del circo en el que está ambientada la cinta como una funambulista de veinte años. Me conmovió. En Crónicas diplomáticas (2013), una de esas delicias con las que tan a menudo nos sorprende Tavernier, Jane Birkin se nos presenta aún más anciana. Pero fue en El último verano donde el invierno de los días de la actriz me tocó el corazón. Fue como ver de pronto a todas las chicas de mi época tan viejas como yo. Fue como si la película fuese verdad.
Buscando aquella chica icónica de los años 70, al punto revisé las comedias de Claude Zidi. Y ahora, que ir al cine comienza a ser un recuerdo, he comprobado cómo la imagen de Jane en ellas -disparatada tal la de las actrices de la comedia screwball- también me devuelve las sesiones en el Rialto. Lo que no he hecho ha sido volver a escuchar Je t'aime... moi non plus. Serge Gaisnbourg forma parte de mi banda sonora particular desde que descubrí sus éxitos para las yeyés francesas -France Gall (Les Sucettes), Françoise Hardy (Comment te dire adieu), Anna Karina (Sous le soleil exactement)...- pero desde que busco en Jane Birkin ese rastro de mi adolescencia, tiendo a escucharlo en las múltiples versiones que ella le dedica. Considerando que las últimas entregas de la discografía de mi dilecta han sido variaciones sobre distintos temas del hombre de su vida, hay dónde elegir. Me quedo con La Javanaise que también habla de un baile fugaz como un reflejo, pero también de un amor que dura el tiempo de la canción.
Publicado el 21 de enero de 2020 a las 19:45.