Cinco décadas con Sundance y Butch
Archivado en: Inéditos cine, Dos hombres y un destino
Sigue haciendo de todo tanto tiempo que este año se cumple el medio siglo del estreno de Dos hombres y un destino, la película más celebrada de George Roy Hill. En efecto, el veintitrés de septiembre de 1969 tuvo lugar la premier mundial en una sala de New Haven (Connecticut).
A España llegó algunos meses después. Siendo una de las cintas de aquellas navidades, en Barcelona se estrenó el veintitrés de diciembre; el veintinueve, en Madrid. Yo la vi por primera vez la tarde de un sábado, en un programa doble del cine España, el cine de mi barrio, a comienzos del invierno del 73. Todavía no era cinéfilo, tan sólo un mero espectador. Muy aplicado, eso sí. Pero la obsesión fílmica aún no había hecho mella en mí.
Quiere esto decir que aún tenía cierto reparo en ver las películas más de una vez. Sin embargo, aquella primera proyección de Dos hombres y un destino me caló tan hondo que fue la primera cinta que deseé hacerlo. La indolencia con la que Butch Cassidy (Paul Newman) y Sundance Kid (Robert Redford) admiten que su tiempo ha pasado, que La Force nunca les dejará de perseguir, que su destino es la Parca; la belleza de Etta Place (Katherine Ross) al pasear en el manillar de la bicicleta de Butch; la gallardía con la que los dos forajidos muerden el polvo tan lejos de Wyoming, acribillados a balazos por el ejército boliviano... Todo era sublime en aquel filme. Ahora bien, si quise volver a verlo fue para extasiarme con su visionado, que no para ese estudio de su realización que constituye el primer afán cinéfilo. Al cabo, cuando me decidí a dar cuenta de Dos hombres y un destino por segunda vez, el España ya había cambiado la programación.
En los dos años siguientes escruté semanalmente la Cartelera -una publicación así llamada porque se limitaba a dar noticia de la programación de los distintos cines de Madrid y del asunto de las películas que proyectaban- con la esperanza de volver a dar con un programa que incluyese Dos hombres y un destino. Fue inútil. Entre medias se estrenó El golpe (George Roy Hill, 1973), una repetición de la fórmula de Dos hombres y un destino, que nunca -ni mero espectador ni cinéfilo- me ha llegado a interesar: sólo la he visto una vez. Muy por el contrario, cuando encontré anunciado el reestreno de la historia de Butch Cassidy y Sundance Kid comencé a visionarla sistemáticamente, como si ya fuera un cinéfilo. Incluso puede que aquella monomanía fuera la primera manifestación de mi cinefilia. Lo que tengo claro es que fue en el 75, en el entonces cine Apolo, de la plaza de Tirso de Molina.
Tiempo después, cuando la repusieron en el Juan de Austria, del final de la calle Príncipe de Vergara, igual. A la postre he debido de ver Dos hombres y un destino veintitantas veces. De hecho, me la sé de memoria. Desde el sarcasmo sobre lo bonito que es ese banco que "atracaban demasiado", al que se refiere Butch en la primera secuencia, en unos "tiempos en que lo bonito no cuenta"; y la siguiente -aún con la imagen virada al sepia-, con el jugador (Paul Bryar) desafiando a Sundance; y el encuentro con la Banda del desfiladero y la pelea sin reglas; y el atraco al Pacific Flyer a la ida y a la vuelta, con el inefable Woodcock (George Furth), aguantando la explosión de la dinamita al cuidado de la caja; y el vendedor de bicicletas que las anuncia como "el futuro medio de transporte" porque Wyoming ya no es aquel que viera cabalgar a Butch Cassidy y Sundance Kid; y el salto al precipicio del que no esperan salir con vida; y así, sucesivamente... Hasta ese plano último, que se congela antes de virar de nuevo al sepia -que era el tono de los recuerdos en las emulsiones fotográficas de antaño-, mientras suponemos, por las descargas en off de la fusilería, que el ejército boliviano está abatiendo a los "bandidos yanquis" y el score de Burt Bacharach retoma su pieza más evocadora: Not Goin' Home Anymore...
Sin embargo, una de las primeras manifestaciones de mi cinefilia fue negar Dos hombres y un destino como comencé a negar el rock sinfónico tras la catarsis punk del 77, de cuyas resultas acabé descubriendo la pureza del rock & roll seminal. Aquella secuencia, la que más me atrajo en los veintitantos visionados anteriores a la negación, fue la que empecé a condenar con mayor vehemencia. No era otra que la del paseo de Etta en el manillar de la bicicleta de Butch al ritmo del Raindrops Keep Fallin' on My Head cantado por B. J. Thomas. Lo que mientras el cine fue para mí un entretenimiento se me antojó muy bonito, cuando el cine empezó a ser una necesidad imperante me resultó una ñoñería más digna de un anuncio de perfume que de un western crepuscular. No sólo paraba la narración para incrustar una pincelada supuestamente poética, sentó además todo un precedente. A partir de entonces, menudearon las películas que enjaretaban una canción en la banda sonora y montaban todo un videoclip al servicio de sus compases, deteniendo para ello la historia a contar. Más aún, toda esa nostalgia que gravita en los lances postreros de Butch Cassidy y Sundance Kid me pareció superficial, como suele serlo todo en el cine comercial estadounidense concebido al servicio de sus estrellas.
Mis dos parámetros del crepúsculo del Oeste ya estaban situados entre El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), vista por primera vez en un hotel de Londres en el año 80, y Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969), descubierta al final de mis sesiones de mero espectador. Entre una y otra la cinta de Hill se me quedó descolocada, desdibujada... Ya digo, negada como se niega un dios.
Mas el curso del tiempo lo atempera todo, pros y contras, encuentros y desencuentros, afectos y desafectos. Y fue que un día, ya al final del amado siglo XX, escribiendo sobre Dos hombres y un destino para una colección de películas en video, llegué a la conclusión de que fue la respuesta de Hollywood al spaghetti western, el western más brioso -incluso en la cartelera estadounidense- de los años 60. Y fue, además, una aventura cínica canónica. Me explico: derogado en 1967 el infausto Código Hays, por el que se había regido Hollywood desde los albores del cine sonoro -que entre otras cosas prohibía mostrar a forajidos con el romanticismo que Hill retrata a su Butch Cassidy y a su Sundance Kid- pudieron rodarse películas en las que los malos tradicionales eran presentados como buenos.
De haber seguido vigente aquel ignominioso reglamento, buena parte del cine de Peckinpah hubiera sido inconcebible. A mi juicio, la primera aventura cínica fue Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), Dos hombres y un destino le sucede en el repertorio ideal de este subgénero. Y ésa es una de las tres gracias que, siempre a mi entender, tiene ahora, cincuenta años después, la cinta de Hill: aventura cínica, respuesta de Hollywood al spaghetti western y western crepuscular.
Publicado el 20 de noviembre de 2019 a las 06:45.