Que la tierra sea leve a Marie Lafτret
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No exagero al afirmar que, si ya de niño supe que de mayor me iban a gustar las flacas tristes, fue por Marie Lafôret. Aún no tenía edad para ser consciente de que unos años después me iba a quedar maravillado con las chicas así, cuando la vi por primera vez en una cinta de Don Taylor: Jack de diamantes (1967). Si es que entonces lo llegué a saber, no fui capaz de aprenderme su nombre. Por el contrario, su imagen quedó grabada de un modo indeleble en mi memoria. La de Taylor era la historia de un ladrón de guante blanco que nunca he vuelto a ver. Sin embargo, recuerdo que, en base a su argumento, la sublime aflicción de Marie devenía en la ironía del cinismo. La que se estilaba entonces era la pantalla de las primeras aventuras cínicas: Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) ... Empero la belleza de Marie, aunque no triste en aquella ocasión, más bien etérea y elegante como imagino la de las damiselas que protagonizan la novela decimonónica rusa, me cautivó incluso antes -ya digo- de que, ya metido en los juegos galantes, las chicas flacas y tristes fuesen mi gran ilusión.
De modo que esta mujer maravillosa que hoy despido entristecido, con anterioridad a ese mito que las actrices que me atraen son para mí, fue una premonición. Y lo fue hasta el punto de que ahora, cuando de todo hace tanto tiempo -un tiempo que me ha llevado al umbral de la senectud-, la noticia de su fallecimiento me conmueve y aguijonea mi memoria. Pero a la vez me devuelve aquel candor primigenio, más de medio siglo después de aquella primera visión, cuando inconscientemente decidí que de mayor me iban a gustar las chicas como Marie Lafôret.
Supe su nombre a comienzos de los años 80, en los albores de mi cinefilia, cuando vi por primera vez A pleno sol (1960), la obra maestra de René Clément sobre la novela de Patricia Highsmith. Marge Duval, el papel de Marie en aquella ocasión supuso su debut en el cine. Al cabo, también ha quedado como su personaje por excelencia. Seducida por Tom Ripley (Alain Delon), el asesino de su novio, Phillipe Greenleaf (Maurice Ronet), Marge/Marie languidecía junto a Ripley en la isla de Isquia, en el archipiélago napolitano, cuando me di cuenta de que esa actriz también era la Olga Vodkine que me cautivó en Jack de diamantes.
Como ya dejaba adivinar con aquella guitarra que paseaba melancólica por las secuencias de A pleno sol, no mucho después la supe la más triste de las yeyés francesas y, volviendo sobre mis recuerdos -que siempre han sido toda mi fortuna- también la localicé en el hit parade y la televisión de mi niñez. Si bien compartió esta última grandeza -la de ser la más triste de las yeyés francesas- con la también maravillosa Françoise Hardy, a Marie Lafôret se deben piezas como Les Vendanges de l'Amour (1963), La plage (1965) y Manchester et Liverpool (1966). Canciones, todas ellas, que forman parte de la banda sonora de mi infancia y de los espacios musicales de la primera televisión en aquella España en que los niños venían de París y yo fui el niño más feliz del mundo. Me sorprendo al comprobar la forma en que Marie va y viene de mi parnaso cinéfilo a mi mitología personal.
Ocupó el destino de su hermana, a quien en 1959 sustituyó en un concurso radiofónico de promesas y ganó. Pero, allende las fronteras francesas, nunca fue una estrella rutilante. Diríase que lo suyo fue lo de esas chicas cuya tristeza y delgadez te cautivaban y dejabas de ver sin haber llegado a conocer su nombre. Mi amigo, el escritor Eduardo Chamorro, le dedicó unas líneas muy bonitas en un artículo sobre A pleno sol en el que se lamentaba de no recordar cómo se llamaba.
En la pantalla internacional, la gloria de Marie Lafôret pudo haber sido como la de la igualmente admirada Anouk Aimée; en la canción, como la de Françoise Hardy. En ambas actividades, su tiempo fueron los años 60. De entonces datan cintas como Marie Chantal contra el Dr. Kha (1965), un desvarío sobre el cine de agentes secretos de Claude Chabrol. Lo mejor de aquel despropósito era la siempre grata presencia de Marie Lafôret.
Recientemente he tenido oportunidad de volver a admirarla incorporando a la Gisèle de La caza del hombre (1964), una de esas deliciosas comedias de Édouard Molinaro que a veces, siempre con sumo agrado, descubro en mis búsquedas de cine antiguo por Internet.
Niego esas fotos que muestran a Marie Lafôret de anciana en las atropelladas noticias que hoy dan cuenta de su fallecimiento. Prefiero recordarla como era cuando decidí que de mayor me iban a gustar las chicas como ella. Que la tierra sea leve a la que tanto me inspiró.
Publicado el 4 de noviembre de 2019 a las 11:45.