Continúa mi lectura de Bertrand Russell (y III)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Historia de la filosofía occidental
(Viene del aseinto del 10 de septiembre)
Un filósofo literario
Otra de las cosas que me han llamado la atención es la distinción que hace el autor entre filósofos académicos -Kant, Hegel- y literarios. Nietzsche pertenece a estos últimos porque, aun siendo profesor, no "inventó nuevas teorías técnicas en ontología o epistemología; su importancia radica principalmente en la ética y, en segundo lugar, como crítico histórico agudo".
Lo que pasa es que la crítica de Nietzsche da miedo. Su teoría del superhombre es todo un precedente del biologicismo de los nazis. Si bien su machismo, aunque mayor que el de Schopenhauer, apenas se conoce -Nietzsche no trató a más mujeres que a su hermana, su colaboración con Lou Andreas-Salome fue meramente profesional-, su espeluznante inclinación supremacista era harto conocida. Lo que me sorprende es que, en su momento, durante la Transición española a la democracia, cuando yo me interesaba por estos temas, hubiese gente que afirmase que el autor de Más allá del bien y del mal (1886) también presenta una lectura ácrata. Algo así como el antimilitarismo de Céline en Viaje al fin de la noche empero sus posteriores panfletos antisemitas durante la ocupación alemana de Francia.
Ciertamente, Nietzsche murió cuarenta años antes de que las tropas de la Wehrmacht entrasen en París. Pero de haberlo visto, el filósofo las hubiese vitoreado sin ambages.
"La moral de Nietzsche no es de indulgencia consigo mismo en ningún sentido corriente; cree en la disciplina espartana y en la capacidad de soportar el dolor, lo mismo que la de causarlo para fines importantes". A decir de Russell, para el alemán, el budismo y el cristianismo son religiones nihilistas. No acabo de entenderlo. En lo que no hay duda es en esa coincidencia del cristianismo y el socialismo en su afán igualitario. No obstante, Russell nos advierte de la megalomanía del autor de Así habló Zaratustra (1883).
El relato vuelve a las postrimerías del siglo XVIII para hablarnos del utilitarismo inglés. En su introducción a ellos, respecto a la ética utilitaria, se afirma su necesidad porque los deseos de los hombres pugnan entre sí. "La causa principal del conflicto es el egoísmo" (pág. 402).
Avanzando en la lectura, reparo que ya hace mucho tiempo que el autor sólo atiende al pensamiento francés, alemán y británico. Es de suponer que también hubo filósofos en otras latitudes. Pero a Russell no le merecen interés. Prefiere referirse a un naturalista: Charles Darwin. Viene a demostrar con ello que la ciencia también es cultura -no sólo las humanidades- y nunca han faltado científicos entre los grandes pensadores que ha dado la historia. Huelga decir que los argumentos del autor de El origen de las especies (1859) fueron utilizados por Nietzche -que siempre desdeñó a Darwin- en sus teorías sobre el superhombre y los derechos de los fuertes. Más divulgativa que ninguna otra cosa, he buscado en esta Historia de la filosofía occidental una explicación del mundo accesible para quienes sabemos poco más que el nombre de la mayoría de los sistemas filosóficos. En ese aspecto, el texto cumple su función hablando de muchas sin llegar a profundizar en ninguna. Russell invita a sus lectores a que lo hagan por su propia cuenta. Para ello, no le hace falta más que dar el título y unos apuntes sobre la obra
Respecto a Marx -cuya obra, con la posteridad, habría de cobrar más trascendencia que la de ningún otro de los jóvenes hegelianos-, Russell estima que acomoda su filosofía de la Historia a un patrón de la dialéctica su maestro. Lo que para Hegel son las naciones, para aquél son las clases sociales. Pero a Marx "solo había un trío que le interesaba: el feudalismo, representado por el terrateniente; el capitalismo, representado por el propietario industrial, y el socialismo, representado por el asalariado. Esta observación me ha recordado la obsesión con la lucha de clases de los jóvenes que militaban en las organizaciones marxistas de mi juventud. Convertida la monomanía en una auténtica cosmovisión, a mí, aquello de que todo tuviera que estar en función de "los explotadores y explotados" y la redención del proletariado mediante la puesta en marcha de su propia dictadura, me daba tanto miedo como la represión franquista. De modo que me complace que Russell venga a acusar a Marx de ser "demasiado práctico, está atado en exceso a los problemas de su tiempo". Tiempo que ahora, que ya hay proletariado, se ha quedado tan lejano como la canción protesta.
Henri Bergson es el último filósofo francés al que alude el autor para comentar la importancia que tiene la visión en sus teorías. Habrá que recordar que el texto sólo abraca desde los presocráticos hasta mediados del siglo XX y que dedica mucho más espacio al pensamiento antiguo y medieval que a la moderna. La contemporánea, directamente la obvia. Considerando que Russell murió en 1970, tiempo no le faltó para volver sobre una obra, que fue su gran éxito editorial, y ampliarla con capítulo con un capítulo dedicado a los existencialistas franceses. Es de suponer que para no entrar en polémicas con sus colegas. Pero lo cierto es que, con mucha delicadeza -parte de la base de que son amigos- sí que en las últimas páginas acaba refutando en algunos asuntos al psicólogo John Dewey, uno de los filósofos estadounidenses más sobresalientes de la primera mitad del siglo XX.
"La función de la filosofía", sostiene William James, "es hallar qué diferencia se produce en ti o en mí si ésta o la otra fórmula es verdadera. En este sentido, las teorías se convierten en instrumentos, no en respuestas a enigmas". (pág. 439). William James es otro de esos psicólogos filósofos norteamericanos a los que se refiere Russell en las últimas páginas de su libro. Más concretamente, James es un pragmático que, en buena lógica con esta última condición sostiene: "Una idea es verdadera mientras se crea que es provechosa para nuestras vidas".
Volviendo a Dewey, que en vida fue considerado el pensador más destacado del panorama estadounidense y aún ahora lo sigue siendo en lo que a la primera mitad del siglo XX se refiere, en capítulo que le dedica, Russell apunta que, para "los filósofos profesionales, es estática y final, perfecta y eterna" (pág. 443). De ahí que algunos la identifiquen con los pensamientos de Dios. El autor de esta historia, que osciló entre el agnosticismo y el ateísmo, pone como ejemplo de verdad la tabla de multiplicar, "precisa y cierta, libre de escoria temporal". En mi supina ignorancia, que esta lectura despeja tantos sentidos, recuerdo que las matemáticas son la ciencia exacta por excelencia.
A las matemáticas precisamente, a sus comienzos en los días de Pitágoras se remonta el texto en su último capítulo, La filosofía del análisis lógico para hablarnos de cómo ya entonces, los pensadores podían dividirse en los influidos por las matemáticas y los empíricos. Entre los primeros destaca a Platón, Santo Tomás de Aquino, Spinoza y Kant; entre los segundos, a Demócrito, Aristóteles y los empiristas modernos hasta John Locke.
Ya al final, no falta un comentario sobre la teoría de la relatividad (pág. 455). Pero entre las últimas conclusiones, me conmueve especialmente un párrafo posterior, que a la vez me demuestra la honestidad de Russell, tanto personal como en su afán divulgativo: "La filosofía, a lo largo de su historia, ha constado de dos partes mezcladas inarmónicamente: por un lado, una teoría sobre la naturaleza del mundo; por otro, una doctrina ética o política sobre el mejor modo de vida. El no haber logrado separar los dos con claridad ha sido el origen de mucho pensamiento confuso. Los filósofos, desde Platón hasta William James, han dejado que sus opiniones sobre la constitución del Universo fueran influidas por el deseo de edificación moral; sabiendo, según ellos suponían, qué creencias harían virtuosos a los hombres, han inventado argumentos, con frecuencia muy sofísticos, para probar que estas creencias eran verdaderas. Por mi parte, repruebo esta tendencia, tanto por razones morales como intelectuales. Moralmente, un filósofo que emplea su competencia profesional para algo que no sea la búsqueda desinteresada de la verdad, es reo de una especia de traición. Y, cuando da por supuestas, antes de haberlas indagado, que ciertas creencias, verdaderas o falsas, son capaces de fomentar la buena conducta, está limitando de ese modo el alcance de la especulación filosófica y haciendo filosofía trivial (pág. 458).
Publicado el 30 de septiembre de 2019 a las 09:45.