El valle de los inmortales, nuevo díptico de Blake y Mortimer
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Las aventuras de Blake y Mortimer son una de las muchas cosas en las que nunca soy objetivo: a mi juicio siempre son arte mayor. Sean quienes sean sus responsables, abro cada nuevo álbum con una disposición del ánimo que no dispenso a ningún otro cómic. Ahora bien, cuando la entrega viene a celebrar el universo de su creador original, el gran Edgar P. Jacobs, el júbilo es aún mayor. Me gusta ver a los dos amigos en el Centaur Club o en su residencia de Park Lane. Una vez allí, reencontrarme con la señora Benson, la viuda del mayor Benson, quien encargó a Blake la misión de La vara de Plutarco (Yves Sente y André Juillard, 2015), salvando así el desembarco aliado en Normandía y librando a la vez al mundo de una nueva amenaza.
Me gusta volver a ver a Sharky, el secuaz estadounidense del coronel Olrik, y comprobar otra vez cómo este último, junto con el Rastapopoulos de Las aventuras de Tintín, es el villano más grande de toda la historia del Noveno Arte. Y, por supuesto, me gusta reencontrarme con el fiel Ahmed Nassir, el sargento hindú de los Makram Levy Corps en el tríptico del espadón (1947). Rencontrado como mayordomo de Mortimer en el díptico de El misterio de la gran pirámide (1950), Nassir desapareció de las viñetas posteriores de la colección como lo fue haciendo el imperio británico de la escena internacional. Volver a verle aquí, en El valle de los inmortales, primer tomo de la última aventura de Blake y Mortimer, ha sido toda una alegría. Bien es cierto que su aparición es fugaz (págs. 18 y 19), pero promete ser mayor en la segunda parte.
Sobre un guión de Yves Sente -uno de los libretistas más veteranos de la serie-, Teun Berserik y Peter van Dongen dibujan un álbum canónico, entendiendo por canónico esa celebración del universo original de Jacobs al que me refiero. Del que no participan ni El juramento de los cinco lores (Yves Sente y André Juillard, 2014) que nos remite al de Lawrence de Arabia y ni siquiera aparece el inefable Olrik, ni El testamento de William S. (Yves Sente y André Juillard, 2017), que nos traslada a una intriga en torno a Shakespeare y el Londres de los primeros teddy boys. Algún día habrá que escribir sobre cierta paradoja de la aportación a la serie del trabajo de Sente y Juillard: ellos han sido los que más apartaron estas aventuras del canon de Jacobs, pero también han contribuido a ampliarla convirtiendo a la señora Benson en la viuda del mayor. De esto puede seguirse que de una u otra manera, canónica o no, todo es gracia, todo es epifanía en esta colección.
Aunque localizado principalmente en la China que se debate en los últimos días de la guerra librada entre el Kuomintang de Chiang Kai-shek y el ejército rojo de Mao Zedon (1949), El valle de los inmortales arranca con el hundimiento del imperio amarillo de Basam Damdu. Vuelve a llamarme la atención que este terrible dictador -mitad Hitler, mitad Stalin- tuviese su capital en un lugar tan asociado a la paz, la espiritualidad y tantas otras bondades -incluso en la tradición de la Línea clara- como la capital del Tíbet. No hará falta recordar que fue en aquel país donde el queridísimo Tintín vivió una de sus aventuras más entrañables y de las que tocaron más de cerca su creador, el gran Hergé. Pero en esta ocasión, la Lhasa de Basam Damdu abarca poco más que unas viñetas.
El grueso de la acción sucede en otras partes de China. Los nacionalistas intentan sacar del puerto de Nankín los tesoros del museo del Palacio Imperial. El fuerte temporal, que asola la tarde en que todo empieza el mar de China, hace que uno de los barcos que se llevan del país las antigüedades naufrague. Su preciado cargamento cae en manos de uno de los señores de la guerra, surgidos tras la derrota del imperio amarillo al que se combatió en el tríptico del Espadón- que campan a sus anchas en Yunnan: el general Xi-Li. Más concretamente se trata de un guerrero -cuya similitud con los Guerreros de Terracota no deja lugar a dudas- en cuyas entrañas se guarda un pergamino de la corte de Qin Shi Huang, el primer emperador de China. Con todo, para completar la profecía que le acreditaría como el elegido por los cielos para gobernar el país, Xi-Li precisa de otro pergamino, complementario con el que obra en su poder, que sigue al cuidado de los responsables del Museo Imperial y se exhibe en una exposición temporal del Museo Británico. Olrik, prisionero de Xi-Li tras escapar del hundimiento de la Lhasa de Basam-Damdu, no duda en ofrecerse a su nuevo tirano para hacerse con el pergamino y volverse así a enfrentar a sus archienemigos: el profesor Mortimer y el capitán Blake.
Lo que viene después es una de esas tramas policiacas que suelen articular las entregas de los amigos del Centaur Club. En esta ocasión se nos lleva del Hong Kong colonial al Londres derruido de postguerra, de los aviones prodigiosos que pilota Blake a los disfraces de Olrik, arte -el de la caracterización- en el que el coronel no tiene más parangón que aquel Fantomas al que yo descubrí maravillado, hace la friolera de cincuenta y cuatro años, en las películas de André Hunebelle. Porque, aunque suele creerse que las aventuras de Blake y Mortimer canónicas siempre están ambientadas en los años 40 y 50 del amado siglo XX, lo cierto es que El caso del collar (1965) -la que más me recuerda a las aventuras de Fantomas- lo está en los 60 y Las tres fórmulas del profesor Sato (1970-1990), el díptico de Sato, en los 70.
Pero no divaguemos. Hay en este Hong Kong del nuevo díptico de Blake y Mortimer una clara referencia al Shanghái de El loto azul (1934), otra de las obras maestras del gran Hergé. Sí señor, no es otro que el mismo W. R. Gibbons, el colérico norteamericano al que Tintín rompe su bastón cuando se dispone a pegar con él a un culi chino. Aquí volvemos a encontrarle, recién llegado de Shanghái, entre la colonia anglosajona que le es presentada a Mortimer en el Península Hotel (pág. 37). En efecto, El valle de los inmortales no sólo comulga con el canon de Jacobs, lo hace también con el de Hergé, deidad y referencia de cuanto a la Línea clara se refiere. Tan es así que, si mira bien, en viñeta rectalgular de la página 40, en la escena del bar, el lector observaba sentado a una de sus mesas al capitán Haddock. Qué más se puede pedir.
Publicado el 26 de septiembre de 2019 a las 15:30.