Continϊa mi lectura de Bertrand Russell (I)
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La historia, no de la filosofía occidental, sino la historia de Occidente en su concepción más amplia ocupa en estas páginas un papel mucho mayor del que cabe esperar. Era previsible que la crónica del tiempo en que vivieron los pensadores traídos a colación sirviese a Russell para contextualizar su obra. Pero ya desde el primer tomo vengo arrastrando la sensación de que se trata de algo de más envergadura que el mero marco cronológico. Al cabo, parece ser la exégesis de por qué surge en ese periodo dicho pensamiento.
Más aún, el propio Russell advierte en la introducción de ese primer tomo que la historia de la filosofía no hay que buscarla tanto en la dependencia de sus protagonistas de un sistema o de una doctrina, como en la historia social, cultural y política de la que proceden, es decir en la historia general de las civilizaciones, que también son aquellas en las que convergen las elaboraciones de los sistemas filosóficos. La teoría de las ideas de Platón, la lógica de Aristóteles o la moral del periodo helenístico hay que estudiarlas en la Grecia clásica, por mucho que su impronta o su esplendor sigan irradiando al Occidente de nuestros días. Una vez más hay que repetir que todas las cosas deben estudiarse en su contexto.
Aunque el segundo tomo de esta Historia de la filosofía occidental comprende la filosofía moderna, en mi edición -la dada a la estampa en el Madrid de 1971 por Espasa-Calpe- también incluye un primer capítulo dedicado a la Edad Media. Esto me lleva a pensar que mi querida edición, una traducción de Julio Gómez de la Serna y Antonio Dorta, no es todo lo buena que he estado imaginando durante esas cuatro décadas que he tardado en ponerme a leerla. Sin querer decir con ello que sea mala, también he de apuntar que, al capítulo dedicado a la Edad Media, incluido en el tomo de la filosofía moderna, hay que sumar la supresión de la última parte del título original. La historia de la filosofía occidental y su conexión con las relaciones políticas y sociales desde los orígenes hasta nuestros días, ése fue el título exacto con el que estos dos volúmenes de Russell fueron publicados en la Nueva York de 1945. Son dos minucias, pero esa apostilla final del título es harto significativa respecto a esa atención que el autor presta a la Historia en general y que a mí tanto me aguijonea.
Es importante señalar el año de la edición príncipe: 1945. Eso explica las dudas de Russell, en aquella sazón uno de los precursores del pacifismo venidero, en la supervivencia de la civilización occidental. No en vano, el pensador acaba de ser testigo de la eficacia de la dialéctica de las armas para la imposición de los argumentos en la mayor guerra que la Historia ha registrado hasta la fecha. La gran fuerza militar demostrada por Rusia, China y Japón en la Segunda Guerra Mundial le hace dudar de la supremacía de la civilización occidental. "Todos estos países reúnen la técnica de Occidente con la ideología de Oriente: bizantina, confuciana o sintoísta". Ahora bien, Russell, hombre de probada buena voluntad no se muestra nada apesadumbrado por ese fin de la supremacía de la civilización Occidental, que ha venido imponiéndose en el mundo desde el Renacimiento. "A nosotros nos parece que la civilización europea de Occidente es la civilización, pero esto es un punto de vista muy estrecho" (pág. 20).
La superioridad occidental, desde el Renacimiento hasta el amado siglo XX, se debe en buena medida a la ciencia y a la técnica científica. Pero también a las instituciones que se formaron paulatinamente durante la Edad Media. "Hay un imperialismo de la cultura que es más difícil de vencer que el del Poder (...). Toda la cultura europea conserva un tinte de imperialismo romano" (ibidem). Ya entonces, al publicar por primera vez estas brillantes páginas que tanto admiro, el británico propone que Asia sea admitida en un plano de igualdad respecto al pensamiento occidental, y también en el terreno cultural y político. Bien es cierto que en su momento fue todo un apunte para el fin del colonialismo. Pero, a mi entender, ha sido en épocas mucho más recientes cuando ese plano de igualdad respecto a Asia u Oriente -que aquí, a la postre es lo mismo- ha empezado a imponerse.
Al margen de estas últimas grandezas me conmueve la atemporalidad de la sabiduría. Puestos a introducirnos en el Medievo, uno de los periodos más oscuros de la historia de Occidente -no así de China, Japón o el Califato de los Omeyas-, Bertrand Russell nos habla del nuevo entendimiento que ha de suceder a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es ahora, en nuestro siglo XXI, cuando empieza a remitir ese imperialismo cultural, ese etnocentrismo que inspiró a Occidente desde el Renacimiento.
La iglesia y la Edad Media
El Papado, tras haber sido sometido a tremendas vicisitudes durante cuatro siglos, empezó a serlo propiamente cuando los pontífices se vieron liberados del poder de los emperadores bizantinos. He aquí un dato que bien podría definirse como una victoria en la derrota ya que acabó debiéndose a la conquista de Rávena, la capital de la Italia bizantina, por los lombardos. Corría, aproximadamente, el año 751. Hasta entonces, y desde el siglo V, en que el patriarcado de la Iglesia fue llevado a Constantinopla, el Papado siempre estuvo sometido a los distintos emperadores.
Lo que en un principio fue una invasión bárbara libró a la Iglesia de sus últimos sometimientos. Cuando empezó a ejercer su autoridad, en la mayoría de los casos, ésta no tardó en alzarse sobre la de los reyes nacionales, que empezaron a serlo por la gracia de Dios. Fueron varios los asuntos que confluyeron para que la iglesia medieval adquiriese una fuerza como ninguna otra organización social había conocido hasta entonces: "El Viejo Testamento, las religiones de misterios, la filosofía griega, los métodos administrativos romanos" (pág. 99).
La Iglesia vende la salvación y el cielo. Las simonías, el nepotismo y demás corrupciones enriquecen al clero. En contra de esas riquezas surgen las ordenes mendicantes: trinitarios, dominicos, franciscanos... Contra esa Iglesia, corrompida desde Roma hasta el último reino cristiano, se alzará la Reforma luterana que sacudirá a la cristiandad, ya en el Renacimiento.
De momento, en el medievo, la Iglesia, nos recuerda Russell, juega un papel determinante en la creación de los reinos en los que pueden distinguirse los primeros atisbos de estados europeos. Siempre he tenido el convencimiento de que la primera institución que unió a Europa entera fue la Iglesia en las Cruzadas, que a su vez también pueden entenderse como todo un precedente de la OTAN. La lectura de Russell me reafirma en mi certeza y me descubre hasta qué punto una Iglesia, que incluso estigmatiza la belleza pretendiendo que todo lo bello es obra del Diablo, es la culpable de todo el oscurantismo y las atrocidades en la que está sumida Europa en la Edad Media. No obstante la elasticidad que nos permiten las subjetividades, mucho habría que hablar sobre las analogías que se detectan entre esa pretensión de la Iglesia medieval de que todo lo bello era obra del Maligno y esa idea de la belleza real de nuestros días, que desde ciertos sectores se pretende imponer frente a la belleza canónica, si se me permite la expresión.
En la Edad Media, la filosofía y la teología se separan. Pero los pensadores ya no son libres, como lo fueron los de la escuela de Mileto, que discurrían sin obedecer a ortodoxia alguna. Muy por el contrario, los escolásticos obedecen a una de las ortodoxias más férreas que se han conocido: la de la Iglesia. Su trabajo consistía en adaptar a los pensadores de la antigüedad -Aristóteles principalmente, al que estudian merced a sus traducciones al árabe- a la revelación cristiana. En su mundo todo era pecado, que sólo se redimía pagando o con el fuego. Entre los primeros escolásticos destaca mi dilecto Abelardo (pág. 56). Castrado a consecuencia de su amor por Eloísa, perseguido y estigmatizado por San Bernardo, particularmente le tengo como uno de los primeros malditos de la historia de la literatura.
El apogeo de la escolástica se remonta al siglo XIII, que es cuando surgen los dominicos y los franciscanos. Sus mejores exponentes son el obispo alemán Alberto Magno, y los franciscanos, que además de los primeros escolásticos serán los primeros inquisidores. El Santo Oficio no nace en España, como se tiende a pensar habida cuenta del ahínco con el que se aplicaron aquí los tribunales eclesiásticos. Nace en el sur de Francia (Languedoc) para reprimir la herejía de los albigenses.
Juan Escoto fue un franciscano escocés. Guillermo de Ockham, inglés, perteneció a esta misma orden. Son los dos escolásticos a los que dedica todo un capítulo Russell. Y naturalmente, a santo Tomás de Aquino, el más destacado de todos ellos. La primera de sus vías para demostrar la existencia de Dios -que aún recuerdo de esa asignatura de Filosofía que suspendía inexorablemente en 6º de bachillerato- es la de presentarnos al Hacedor como el motor inmóvil que está en el origen del movimiento del resto de las cosas. Russell sostiene que esa idea del motor inmóvil ya se ve en Aristóteles (pág. 75). Por otro lado, mucho menos dogmático que el santo, hace notar que la ética sexual de Santo Tomás obedece a "consideraciones puramente racionales" (pág. 79).
Es curioso, el catolicismo en el que me educaron me lleva a seguir anteponiendo la santidad al nombre de este último sabio. Cosa que no hago con Alberto Magno, también elevado a los altares, como corresponde al primero en adaptar al canon eclesiástico los textos aristotélicos. Hombre prodigioso en múltiples saberes, fue todo un Leonardo del Medievo.
Pero no hay que engañarse, la escolástica no alienta un pensamiento libre. Muy por el contrario, obedece a una ortodoxia tan férrea como la de la Iglesia.
(continúa en el asiento siguiente)
Publicado el 5 de septiembre de 2019 a las 07:45.