Elogio de Roger Dean
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El abismo del "Close to the Edge"
Los sesenta años que cumpliré en agosto -léase: la inminencia de la senectud- y unos cambios en las ilustraciones de mi cotidianeidad -la pantalla de bloqueo de Windows 10, los fondos de escritorio de la cuenta de Gmail, los dibujos que decoran mis estantes y cuelgan de las paredes de mi casa- me han llevado a plantearme el lugar que ocupa Roger Dean en mi universo desde comienzos de los años 70: al punto lo he elevado a los altares de mi mitología personal.
La primera noticia que tuve de este ilustrador, diseñador, arquitecto... de este polímata inglés, fue su acuarela -creo que ésa es la técnica- del abismo que ilustraba el interior de la carpeta del Close to the Edge (1972), el quinto álbum de Yes. Ya maravillado con sus paisajes, poblados por islas ingrávidas como pompas de jabón, mundos oníricos y construcciones fabulosas, seguí el rastro de Dean. Su impronta en el rock de los 70 es tan grande que incluso diseñó el logo de Virgin, la discográfica más representativa de la época. Ávido de admirar tan singular obra, me remonté a un álbum anterior al Close to the Edge, el Woyaya (1971) de Osibisa. De este último disco sólo me interesó ese híbrido -mitad insecto, mitad elefante- que el maestro diseñó para la ocasión. A qué engañarme, ni Osibisa ni Uriah Heep, para quienes Dean creó, entre otros, el dibujo del Demons and Wizards (1972), contaron nunca entre mis bandas favoritas. Es más, lo único que me interesó de su discografía fueron esas ilustraciones del maestro.
Muy distinto fue el caso de Bedside Manners Are Extra (1973), el segundo álbum de los efímeros Greenslade, para el que Dean alumbró una suerte de divinidad, dotada con cinco brazos, que parecía vigilar la entrada a una ciudad inquietante y majestuosa. De no haberse extendido entre las sombras y de haber leído ya a Lovecraft, hubiera imaginado esa villa de Greenslade a semejanza de la desconocida Kadath, la del castillo de ónice, la capital del País de los Sueños, construida bajo los hielos, de la que nos habla el Outsider de Providence en La onírica búsqueda de la desconocida Kadath (1948). Hace cuarenta y seis años, con mi bisoñez de entonces, el siniestro cancerbero verde de la ciudad de Greensalade, por aquella profusión de brazos, se me antojaba una suerte de Shiva terrible.
Time to Dream, el tercer corte de la cara "A" de Bedside Manners Are Extra, es una de esas canciones que, de un tiempo a esta parte, evoco con frecuencia. A diferencia de la práctica totalidad del rock sinfónico -incluso Yes me acabó por aburrir- sigo escuchando aquella grabación con el mismo agrado que cuando asistí a la presentación de Greensalde en Madrid. Fue en la legendaria discoteca M&M, en un concierto organizado por mi buen amigo el Mariskal Romero en la primavera de 1974. Tres años después leí finalmente a Lovecraft con la debida avidez. Entonces sí, al saber de los "gules", cuya ayuda ha de conseguir el viajero empeñado en visitar Kadath, imaginé a esos demonios de la montaña, que te llevan hasta los hielos donde se encuentra la ciudad desconocida, como el cancerbero de los cinco brazos de Greenslade.
Entre los procedimientos a los que me aboca la inminencia de la senectud destaca la búsqueda del origen de las imágenes que asocio a mis lecturas. Partiendo de la sugerencia del autor, las adjudico a una imagen previa, grabada de forma indeleble en mi imaginario personal. Me explico. Hace unos días leía un relato del ruso Boris L. Gorbatoff ambientado en el Ártico. Pues bien, la inclemencia de las nieves que yo veía al leer a Gorbatoff era la mostrada por Nicholas Ray en Los dientes del león (1960), su filme sobre los esquimales.
Esta búsqueda de la etimología de las imágenes sugeridas por mis lecturas -si se me permite la expresión- me ha llevado a concluir que la primera estampa de una fantasía épica que vi fue la mostrada en la portada del Relayer (1974) de Yes. Años después, al leer a Tolkien en aquellas más que notables ediciones de bolsillo de Minotauro de los años 80, imaginé a los miembros de la Comunidad del Anillo como a esos guerreros de Roger Dean en la ilustración del Relayer, que avanzan con su montura por un camino serpenteante, que discurre sobre un precipicio, en cuyo fondo aguardan serpientes.
Aquella fue otra de las reproducciones de Dean que me compré en una tienda del Soho en mi primera visita a Londres. Eso fue en el año 80. Desde entonces, esas estampas han decorado mis estantes. Roger Dean, al igual que H. R. Giger -el ilustrador de la portada del Brain Salad Surgery (1973), de Emerson, Lake & Palmer- sobrevivió airosamente al hundimiento del rock sinfónico que le encumbró. Si hasta ahora no le había elevado a los altares de mi mitología personal era debido al que al estar presidida ésta por un ilustrador -el gran Hergé- parecía no haber sitio en ella para más. Ese abismo, que me sirve de fondo en la cuenta de Gmail y esas islas ingrávidas, que ilustran mi pantalla de bloqueo de Windows 10, todo ello es obra del maestro, vienen a recordarme desde hace unos días, el lugar que desde hace más de cuarenta años ocupa Rogen Dean en mi mitología personal. Incluso el interés que desde los años 90 me despiertan los dragones de Ciruelo -a mi juicio un discípulo de Dean- me remite a mi admiración por los abismos del polímata inglés.
Publicado el 12 de abril de 2019 a las 15:15.