Que la tierra sea leve a Stanley Donen
Archivado en: Inéditos cine, Que la tierra le sea leve, Stanley Donen
Entre los compañeros ocasionales de mis últimas borracheras hubo uno, no recuerdo su nombre, que, al percatarse de mi constante búsqueda de expresiones afortunadas, entre copa y copa me dio una: "jornalero de la gloria". Me dijo que era de uso frecuente entre los comentaristas de las competiciones ciclísticas. Para mí fue todo un hallazgo, otra forma de denominar, con todo el lirismo que se merecen, a los mercenarios de la puesta en escena del viejo Hollywood. La parca se ha llevado a uno de los últimos, el gran Stanley Donen, mientras el Hollywood agotado de nuestros días se disponía a celebrar su reparto de estatuillas.
El cine musical, junto con el western y el cine negro uno de los géneros más genuinos del Hollywood clásico -amén de uno de sus pilares más firmes-, alcanzó la perfección con los títulos que Vincente Minnelli rodó en los años 40 y 50 para la Metro: El pirata (1948), Un americano en París (1951), Melodías de Broadway 1955 (1953) y el largo etcétera. El camino que le llevó de ese estado de gracia que conoció con Minnelli a la decadencia representada por Bob Fosse en cintas como Noches en la ciudad (1969), Cabaret (1972) o Empieza el espectáculo (1979) fue trazado brillantemente por Donen. Huelga decir que no pongo en duda la maestría de las películas de Fosse. A lo que voy es que esa jovialidad que rezuma Minnelli, en Fosse no solo desaparece, sino que se convierte en desesperanza. Basta un somero apunte del asunto de cada una de ellas, para reconocer ese pesimismo al que me refiero. Noches de la ciudad, como el remake que es de Las noches de Cabiria (Federico Fellini, 1957), cuenta la historia de una ingenua robada y abandonada por su novio; Cabaret, el ascenso del nazismo, ¡casi nada!; Empieza el espectáculo, la catarsis que supone en la vida de un coreógrafo que el corazón le dé el primer aviso.
Antes de llegar a tanto drama musical, Donen, en su última colaboración con Gene Kelly, rodó uno tragicómico cuyo título, desde que leí sobre él por primera vez, es capaz de elevarme el ánimo con su mera mención. Me refiero a Siempre hace buen tiempo (1955), traducción al español, prácticamente literal, del It's Always Fair Weather original. Al margen de su argumento -el de Siempre hace buen tiempo no es especialmente optimista pues nos cuenta cómo han cambiado unos camaradas de la guerra que prometieron volver a encontrarse diez años después de la separación- el musical, incluso por encima de la comedia, es el único género capaz de levantarme el ánimo. Me basta con ver bailar claqué a Fred Astaire y Ginger Rogers para ser feliz. Al menos tanto como lo era cuando bebía hasta encontrarme "a gustito", que decía otro compadre de las últimas borracheras.
La comparación no es en balde. Bebí como uno de esos escritores que nos presenta Minnelli y esa buena disposición del ánimo que me procura el musical, alcanzó el paroxismo en el visionado de Siempre hace buen tiempo en uno de mis primeros años de abstinencia. Muy especialmente, en esa secuencia de Gene Kelly patinando por una acera mientras canta I like myself. Aquel número fue a dotarme de la indolencia necesaria para deslizarme, silbando yo también, por esa pesadumbre que me abrumaba tras todos los desastres y desdichas, acarreados en treinta años de borracheras.
Dicha dádiva, aun siendo inmensa, sólo es la última que tengo que agradecer al gran Stanley. El primer don que me procuró su gloria fue un éxtasis: el alcanzado al contemplar la imagen de la maravillosa Audrey Hepburn mostrada bajo la música de Henry Mancini. También huelga escribir que la elegancia de Audrey, al compás de los scores de Mancini, proporcionó a la gran pantalla momentos de la altura de la secuencia de los créditos de Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), donde la estrella más rutilante del Hollywood de su tiempo va a comerse su croissant al escaparate de Tiffany's. Qué lejos se ha quedado aquel encanto de la vulgaridad del Hollywood de nuestros días. Esa vulgaridad, sobre la que ya nos prevenía Fellini a comienzos de los 90, es uno de los signos de nuestro tiempo. Como el populismo, al que toca tan de cerca.
Con todo, yo me quedo con la Audrey que se mueve por el sur de Francia, arrullada por la música de Mancini, en Dos en la carretera (1967). Ahora que el gran Stanley duerme su sueño eterno, a mi juicio, éste último título es su obra maestra. Y lo es porque, allende el éxtasis que procura la contemplación de tanta belleza, entraña una de las reflexiones sobre el matrimonio más acertadas de toda la historia del cine. Por no hablar de los prodigios de su técnica narrativa, en la que los flashbacks y los flash-forwards se suceden, llevándonos así del pasado al futuro con un acierto que debería estudiarse -si es que no se hace ya- en las escuelas de cine.
Cuando vi Dos en la carretera por primera vez, el matrimonio se me quedaba tan lejano como mi juventud hoy en día. Ya en los últimos visionados, tras veintinueve años felizmente casado -empero las borracheras- he comprendido que la belleza de esta cinta va más allá de la de Audrey al compás de Mancini. Se trata, ni más ni menos, que de todo un retrato del envejecimiento junto a la compañera de tu vida.
"Duerme, no queda nada", escribe Federico García Lorca en su Oda a Walt Whitman. "Duerme viejo Stanley", concluiré yo con la venia del poeta, el lector y el respetable. "Duerme, viejo Stanley. No queda nada de tu impronta en ese Hollywood agotado y adocenado, vendido a la vulgaridad y el oportunismo, de nuestros días. Duerme tu sueño eterno y que la tierra te sea leve. Muchas gracias por tanta dicha".
Publicado el 26 de febrero de 2019 a las 11:15.