Un encuentro con Barbet Schroeder
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Barbet Schroeder en la Filmoteca.
Hace ahora cuarenta años, en una de aquellas queridísimas sesiones dobles del cinestudio Griffith de la plaza de San Pol de Mar, descubrí una película que, transcendiendo mi itinerario cinéfilo, tocó de lleno mi experiencia personal. Se titulaba More, databa de 1969 y, en un principio, me llamó la atención porque su banda sonora era el tercer álbum de Pink Floyd, que ya entonces era mi preferido, como lo sigue siendo. "Fue en 1968, aún no se había muerto Franco y la rodé en mi casa de Ibiza en la clandestinidad", recordó el domingo su realizador, el gran Barbet Schroeder, en el encuentro que mantuvo con los espectadores en el Doré como preámbulo a la retrospectiva que le dedica este mes la Filmoteca -alabado sea su nombre-.
"Cuando la acabé, ya en 1969, llamé a Pink Floyd porque eran mi banda favorita de entonces", continuó Schroeder. "A ellos, que habían pasado el verano anterior en Formentera, el filme les gustó mucho y les pareció una buena idea componer la música, lo que hicieron en apenas una semana. Después les dio rabia que el disco en que la grabaron se vendiera mucho más que The Piper at the Gates of Dawn y A Saucerful of Secrets, sus dos primeros álbumes en los que habían estado trabajando un año".
Llegado a More por su música, en sus secuencias descubrí una historia de amor fatal: el que Stelle Miller (Mimsy Farmer) inspira a Stefan (Stefan Brückner) en la Ibiza de los hippies auténticos, mientras la toxicomanía -que aún se creía una experiencia liberadora- va apoderándose de sus vidas.
Muy por el contrario, el que Stelle me inspiró a mí mismo en aquellos planos fue un amor platónico, como acostumbran a serlo los de sus admiradores por las actrices. Pero también como aquel con el que me magnetizaban algunas chicas de finales de los años 70. Porque fue el caso de que en la vida real me gustaban las jóvenes como ella, que olían a pachulí -aquel aroma embriagador de puro dulzón- y fumaban hachís. Lo de llamar "costo" al cannabis vino después con las masas de fumadores y su correspondiente vulgarización. Fue un proceso muy semejante al ocurrido con la música de Pink Floyd.
Aunque cuando se hicieron populares negué a la banda londinense como se niega a un dios, aquella primera proyección en el Griffith de More -la cinta- me caló tan profundamente que Mimsy Farmer, Ibiza -o más concretamente Formentera- y el propio Schoreder ya ocupaban un lugar en el Olimpo de mi mitología personal. Aún recuerdo la voz en off de Charlie (Michel Chanderli) siguiendo al ataúd de Stefan cuando éste se convierte en la última víctima de Stelle tras ser encontrado muerto de una sobredosis en Dalt Vila: "Aquellos bastardos se creyeron que se suicidó y le negaron un entierro religioso. Era invierno, pero el sol brillaba como en verano".
El italiano Alberto Moravia, que como el comunista a carta cabal que fue abominaba del rock, de los hippies auténticos porque a su juicio no eran revolucionarios y de la deriva hedonista de la sociedad occidental a partir de los años 60, puso reparos a More. Aun así, en un volumen en el que criticaba "ciento cuarenta y ocho películas de autor" bajo el título de En el cine (Plaza & Janés, Barcelona 1979, pág. 191), estima: "En realidad, los dos amantes no se destruyen con la droga, sino con el amor, que es notoriamente un hecho destructivo si se lleva hasta determinados extremos (...).Vale [More] como descripción veraz de un tipo particular de pasión basada sobre una forma de vida extrema y decadente que precisamente en las Baleares tuvo, con la pareja Sand-Chopin, una primera manifestación ejemplar hace más de un siglo".
More, junto con Los amantes crucificados (Kenji Mizoguchi, 1954), es mi película de amor favorita. Ya desde los comienzos de mi itinerario cinéfilo, Schroeder se convirtió en uno de mis cineastas de cabecera. No había acabado de descubrirle como realizador en cintas tal que El Valle (1972) -también musicalizada por Pink Floyd, con el Oscured by Clouds ni más ni menos-, Maîtresse (1976) y otras maravillas de antaño cuando supe de él como el gran epígono de la Nouvelle Vague junto a Jean Eustache. Productor de Eric Rohmer, Jacques Rivette y el propio Eustache, es una lástima que a la cartelera comercial española -siempre al servicio del adocenado agotamiento del Hollywood de las últimas décadas-, haya llegado poco más que su derrotero estadounidense.
Sí señor, el gran Schroeder cruzó el Atlántico para emplazar su tomavistas por primera vez en Barfly (1987). A mi juicio, aquella adaptación de Bukowsky es lo mejor de su experiencia norteamericana. "La rodamos en tal sólo veinte días porque Menahem Golan puso mucho menos dinero del que prometió", recordó Schroeder en su visita a Madrid. "Tuve que reducir el guión a lo esencial. Afortunadamente, ya tenía cierta práctica en estos rodajes rápidos, adquirida durante unos trabajos previos para la televisión".
El resto del Schroeder americano -El misterio Von Bullow (1990), Mujer blanca, soltera, busca (1992), Asesinato 1, 2, 3 (2002) ...- ya me interesa menos. De nuevo en Europa, su carrera transcurrió por cintas próximas a sus primeras inquietudes. Así llegó el documental El abogado del terror (2007), un acercamiento a un personaje inquietante que, en cierto sentido, viene a ser lo que Général Idi Amin Dada: Autoportrait (1974), sobre el abominable dictador ugandés a los comienzos de la filmografía del gran Schroeder. Incluso he creído entender, sin haber tenido aún oportunidad de verla, que Inju, la bête dans l'ombre (2008), podría ser parangonable con Maîtresse.
Pero la más sorprendente de todas estas concomitancias, que se registran entre el final y el principio de la filmografía de Barbet Schroeder, es el regreso a su casa de Ibiza, donde rodó More, para la filmación de Amnesia (2015), su testamento fílmico. Hombre cosmopolita donde los haya, nació en Teherán en 1941 porque su padre, un geólogo francés, estaba empleado en Irán. Mas la infancia del cineasta transcurrió en Colombia. De ahí que una de sus cintas más celebradas sea La virgen de los sicarios (2000). De ahí también que hable español. Fue la madre de Schroeder una violonchelista alemana que abandonó la patria del Reich de los mil años antes de la guerra y se negó a volver a hablar la lengua de Goethe porque para ella era la lengua de los nazis. Instalada en Ibiza, junto al resto de la numerosa colonia alemana que siempre ha habido allí, llegó mucho antes que los primeros hippies. A finales de los años 40 he creído entender.
En cualquier caso, la madre de Schroeder no volvió a hablar alemán. Olvidó deliberadamente cuanto a su país se refería. Esa es la amnesia a la que alude el título de la última película de su hijo. Pero también a la famosa discoteca de la isla. Ya en las postrimerías del amado siglo XX, su sintonía con un joven compatriota, contratado para pinchar discos allí, hizo que la ya anciana antinazi se reconciliara con su idioma volviéndolo a hablar.
Aunque no podía ser de otra manera, pues el tiempo discurre inexorable para todos, era todo tan rabiosamente joven en More -"los jóvenes han cambiado el mundo rechazándolo", escribe Moravia al comienzo de su crítica- que no se me pasó por alto que el propio Schroeder ya sea un anciano. Como lo es Mimsy Famer y habrán de serlo los que aún quedan vivos de Pink Floyd. Como lo es todo lo que admiré en mi juventud, como empiezo a serlo yo. Pero fue todo un placer ir a su encuentro, oírle a hablar de su película y recomendar, como el cinéfilo que también es, La casa de bambú (1955): "La vi en su momento, en un cine perdido de París y me quedé impresionado por el uso que hace Samuel Fuller del cinemascope".
Sí señor, el encuentro con Schroeder el domingo en la Filmoteca fue un placer tan grato como el que me procuró, hace ya la friolera de treinta y ocho años, asistir a uno con Godard, en los legendarios cines Alphaville, con motivo del estreno de Sauve la vie (qui peut) (1981).
Publicado el 5 de febrero de 2019 a las 11:30.