Los relatos más bellos del mundo (III)
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Hoichi el desorejado, el primero de los textos reunidos bajo el epígrafe dedicado a la fantasía, me descubre a su autor, Lafcadio Hearn, un griego de padre irlandés que acabó nacionalizándose japonés, adoptando el nombre de Yakumo Koizumi. En Wikipedia se dice que fue quien dio a conocer la cultura japonesa en Occidente. Aunque quizás sea mucho decir, el orientalismo de Hearn está por encima de toda duda. Es más, como recuerda el anónimo compilador de estos relatos más bellos del mundo, Hoichi el desorejado es uno de los cuatro cuentos de este singular autor llevados a la pantalla en 1964 por Masaki Kobayashi en El más allá, una de las más celebradas cintas de fantasmas japonesas. Lo que es todo un elogio considerando que el cine de fantasmas japonés destaca entre el mejor cine de terror del mundo.
Estamos ante un cuento de miedo en verdad brillante. Tras referirnos la última batalla librada entre los heikés y los jenjís, un combate naval en el que perdieron la vida todos los heikés, sus almas han estado vagando durante siete siglos en la costa del lugar, Shimonoseki. Se dice que los cangrejos que allí moran, en su caparazón, dibujan los rostros de los finados. Para aplacarles, se levantó allí un templo budista.
Mucho tiempo atrás, también hace siglos, vivió en Shimonoseki un joven ciego y muy pobre que respondía al nombre de Hoichi. Destacado rapsoda y tañedor del biwa -el laúd local-, su arte le granjeó la simpatía de un monje budista, que le dio hospedaje en el templo. Una noche que Hoichi se encontraba solo, una voz imperiosa, de un samurái, le conminó a acompañarle. "Kaimon" -el título original de El más allá- es la palabra que utiliza el samurái para entrar en el misterioso señorío.
Una vez dentro, el ciego siente que es rodeado por una muchedumbre. La voz de una mujer le pide que cuente la historia de la última batalla de los heikés. La audiencia escucha muy complacida y con suma atención. Prometiéndole una fabulosa recompensa, le invita a volver durante seis noches seguidas.
A la mañana siguiente, cuando el monje sabe de la salida de su protegido, se preocupa. De modo que lo dispone todo para que esa noche sea vigilado por si las cosas se repiten. En efecto, Hoichi vuelve a abandonar el templo. Sin embargo, aunque él cree que lo hace acompañado del samurái, los criados que le vigilan dan fe de que se va solo. Son las almas en pena de los heikés las que se llevan al rapsoda para que les cante la crónica de su última batalla.
Para que el prodigio no vuelva a producirse, el sacerdote y un acólito escriben en todo el cuerpo de Hoichi un texto sagrado. A excepción de las orejas, todo el cuerpo del ciego queda cubierto por esa frase mágica que le salva de los espectros. Y las orejas son lo único del rapsoda que se encuentra el samurái fantasma cuando acude a buscarle por tercera vez. De modo que decide llevárselas a su señor para dejar constancia de que ha cumplido su recado y sólo ha encontrado eso de Hoichi. Al punto, en el mundo real, el rapsoda queda desorejado.
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Que recuerde, ya había leído Un artista del hambre, de Kafka, al menos una vez. Pero la memoria que guardo de esta pieza es tan vaga, que ha sido satisfactorio volverla a leer. Si clásico es aquello que perdura como ejemplo, este cuento lo es de la primera a la última palabra. Su asunto versa sobre un oficio que se extingue, y en él yo he querido ver un trasunto del periodismo, que ha sido mi profesión en los últimos treinta años.
El protagonista de Kafka es un ayunador en los tiempos en los que el interés por los ayunadores decae. Como su propio nombre indica, tan insólito empleo consiste en pasar hambre dentro de una jaula como una atracción más de la feria. El público observa con la misma fascinación que ve a los felinos devorar su carne. Se trata de no ingerir alimento alguno durante un máximo de cuarenta días. El empresario anota todos los días en la pizarra correspondiente el tiempo transcurrido mientras el artista tiene sus propios trucos para matar el hambre.
Cuando la feria para la que trabaja se cansa de su espectáculo, el ayunador consigue colocarse en un gran circo. Pero allí, tras algunas muestras iniciales de interés, la indiferencia del público será aún mayor. Lo que le gusta a la gente es ver a la pantera devorando su carne. Tanto es así que al encargado de anotar los días que nuestro protagonista lleva ayunando se le olvida hacerlo. La paja de la jaula se va estropeando y, hasta que no llega el momento de tirarla porque está podrida, no vuelven a acordarse de él. Antes de morir de inanición, en un tour de force de Kafka, el ayunador, con su último aliento, confiesa al inspector del circo que si se ha dedicado a pasar hambre ha sido porque nunca llegó a encontrar comidas que le gustaran. De este modo, se queda en nada toda esa parábola sobre el hambre, la indiferencia de la gente ante el dolor de los demás y otras cuestiones de altura, a las que parece apuntar el cuento.
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De cómo el ratón llegó a ser ratón, anónimo popular canadiense, es de una simpleza tan grande que no merece estar entre estos supuestos relatos más bellos del mundo. Lo que se cuenta es sencillo, en la América precolombina el ratón era el animal más grande. Pero, cuando tras un cónclave de los moradores del bosque que pretendían cazar el sol, el ratón puso tanto empeño en la empresa que el astro rey le chamuscó su antiguo pelo blanco y le redujo hasta convertirlo en un ser menudo e insignificante. Sus "dichosos dientes, que todo lo roen", es cuanto le resta de su antigua fuerza.
Lo que sí es verdaderamente insignificante es esta pieza, de la que sólo cabe destacar esos animales antropomorfizados, prototípicos de las fábulas clásicas, cuya altura no alcanza esta tontería ni de lejos.
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El guardagujas de Juan José Arreola, es, con mucho, la pieza que más me ha gustado de todas las reunidas en el tercer epígrafe, el dedicado a la Fantasía. Su asunto es una propuesta surreal sobre el desconcierto de un viajero. "El forastero", que el autor le llama, llega una estación ferroviaria desierta para coger un tren que lo saque del país con destino a un lugar llamado "T". Empieza a angustiarse a medida que comienza a preguntar a un anciano con trazas de guardagujas -"vago aspecto ferrocarrilero", escribe Arreola- y éste le responde con vaguedades: aunque hay raíles los trenes por allí no pasan, que los billetes adquiridos por los viajeros no guardan relación con los trayectos de los convoyes, y que hay una fonda -que parece una cárcel- para quienes languidecen desde tiempo inmemorial deseando subirse a uno de los trenes que nunca llegan.
Se dice que, por esa mecánica de los ferrocarriles que van a cualquier parte, han surgido poblaciones en los sitios donde se apearon los viajeros. También se dice que, cuando al cabo llega algún convoy, hay aplastamientos para subir a él. Con todo, cuando al final llega un tren a la extraña estación, es el propio forastero quien le dice que va a otro destino, un lugar llamado "X", que no a aquel "T" del principio.
Más que surreal, como acabo de apuntar, El guardagujas es una propuesta kafkiana. Su ambiente ferroviario ha venido a recordarme Nunca cometemos errores de Aleksandr Solzhenitsyn. Pero sólo ha sido en una primera apreciación. La verdadera influencia de Arreola es Juan Rulfo, con quien, mediados los años 40 del amado siglo XX, colaboró en la publicación de la revista Pan.
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Entre las alabanzas que como un mono de repetición dispensan a Hans Christian Andersen los comentaristas de sus cuentos, todos coinciden en ensalzar su simpleza. A mi juicio, en lo que a El ruiseñor se refiere, no es digna de tanto encomio. Aquí, ese hallazgo magistral que supone que el protagonista de El patito feo -el cuento más famoso del danés- resulte ser un cisne, se queda en nada. El ruiseñor en cuestión puede entenderse como la voz de la conciencia del emperador de China, o también podría creerse que el cuentista alude a ese "pajarito", al que antaño se referían algunos que decían saber una cosa sin querer revelar la identidad de quien se la había contado.
En cualquier caso, Andersen comienza hablándonos de un ruiseñor de los jardines del castillo del emperador de China -es de suponer que hablar de la Ciudad Prohibida, el complejo palaciego donde moró la familia real de aquel país durante quinientos años es demasiado complicado para la simplicidad de Andersen- cuyo canto es la maravilla de cuantos van a escucharlo de todos los rincones del planeta. De hecho, el propio emperador sabe del ave por la noticia que se da de ella en un libro que le remite el emperador japonés. Cuando, al cabo, su majestad ordena que el pájaro cante en sus salones, queda tan impresionado que llora.
Todo Pekín está maravillado con el ruiseñor, hasta que alguien regala un ruiseñor mecánico al emperador. Cuando les ponen a cantar juntos, el ruiseñor verdadero se marcha. A partir de entonces no hay más canto que el del autómata, hasta que su mecanismo se gasta. Pasados cinco años, ya en trance de muerte, el emperador es agobiado por la visión de unas cabezas que simbolizan sus malas acciones. Implora música para mitigar su agonía, el verdadero ruiseñor se acerca a su ventana. La belleza de su canto cautiva a la misma Parca, que devuelve al emperador su sable, su pendón y el resto de los símbolos de su vida que ya se le llevaba.
Ya repuesto el soberano, el pájaro le asegura que volverá para cantarle y "obligarle a pensar" cuando lo crea conveniente. Porque va a cantarle "por los felices y también por los que sufren". A cambio le hace prometer que no comentará a nadie que tiene un pajarito que se lo cuenta todo.
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El milagro secreto de Borges es una pieza genuinamente representativa del universo y los procedimientos de su autor. Así pues, tras décadas de alabanzas constantes a la obra del argentino, resulta previsible. Jaromir Hladik, su protagonista, es un autor hebreo del que tiene puntual información la Gestapo. En marzo de 1939, mientras "las blindadas vanguardias del Tercer Reich entran en Praga" sueña que pertenece a una de las familias que disputan una partida de ajedrez que se extiende durante siglos. Algunos apócrifos y otros textos judaizantes, así como un manifiesto contra la Anschulss firmado en su momento, son bastante para que Hladik sea detenido y condenado a muerte.
A medida que se acerca el día de su fusilamiento, hace un balance de su obra y le infunde un "complejo arrepentimiento". Llegada su noche postrera, Hladik sueña que se ha escondido en el Clementium, el conjunto de edificios históricos -casi todos bibliotecas- de Praga. En ello está cuando se despierta consultando un mapa de la India y una voz ubicua le anuncia que el tiempo de su labor le ha sido otorgado. El universo físico se detiene cuando las balas de los alemanes van a abatirle y, en la mente de Hladik, transcurre un año entre que los soldados reciben la orden y las descargadas de sus fusiles le matan. La gracia le es concedida al reo para que enmiende su obra literaria.
Si no fuera por todo el biblioencandilamiento eso de querer dar trazas de verosimilitud a lo imposible convirtiéndolo en una experiencia onírica sería impresentable. Sin embargo, la erudición del argentino oculta lo rudimentario de su artificio.
En cualquier caso, a Borges sí que le han adulado como monos de repetición todos los comentaristas de su obra y poco más cabe añadir en ese sentido. Seguro que, entre los muchos estudiosos de su obra, no han faltado quienes hayan señalado la influencia de La verdad sobre el caso del señor Valdemar de Poe -esa muerte retrasada por el mesmerismo- en este texto. Particularmente, esa concomitancia me ha interesado mucho más que la inserción de la intriga en el consabido universo libresco del autor. También me ha llamado la atención un apunte de la breve noticia introductoria. En él se dice que Borges, junto a Pablo Neruda, era el escritor hispanoamericano más traducido mundialmente. Está escrito hace cincuenta años, cuando se empezaba a mitificar a estos dos autores.
(Continúa en el asiento del 23 de abril de 2019)
Publicado el 19 de enero de 2019 a las 16:00.