Volver a Patricia Highsmith
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Patricia Highsmith
Un reciente visionado de Las dos caras de enero (Hossein Amini, 2014) me ha devuelto al universo de mi admirada Patricia Highsmith. Hay dos cuestiones a las que vengo dándole vueltas desde entonces.
El primero de esos asuntos es la superficialidad con la que, desde ciertos sectores de la nueva sensibilidad frente a la literatura policiaca, se incluye a Highsmith en el mismo paquete que a Agatha Christie, Ruth Rendell, P. D. James y el resto de las autoras del género que, según sus colegas más recientes, se vieron obligadas a escribir como hombres porque la literatura escrita por mujeres no era tenida en cuenta por los prejuicios seculares que obraron contra el sexo femenino. Hace poco tuve oportunidad de entrevistar a la italiana Antonella Lattanzi y eso precisamente fue lo que me dijo. Una de las autoras más celebradas de esta nueva edición de Getafe Negro se expresó en términos muy parecidos.
Sinceramente, no creo que exista ese supuesto punto de vista masculino en Highsmith. No hay duda de esa masculinidad de la mirada de Agatha Christie en los casos de Hércules Poirot -que no en los de Miss Marple-, de Ruth Rendell en los del inspector Wexford o de P. D. James en los de Adam Dalgliesh. Partiendo de la base de que Highsmith no retrata a policías ni a detectives, que buscan la verdad en el clásico mundo donde todo es mentira o podredumbre, el cantar es muy distinto en lo que a mi dilecta respecta. Bien es cierto, los delincuentes que protagonizan las novelas de la estadounidense son hombres. Pero, a mi entender, no obedecen a los roles clásicos masculinos, que a grandes rasgos pueden resumirse en dos: el héroe -o el antihéroe, que al cabo es igual- y el villano. Son villanos, en efecto, pero se deben a una ruindad que no tiene nada que ver con esa subjetivación masculina que critica esa nueva sensibilidad, que no es sino ese neofeminismo que tiene en la novela negra uno de sus frentes principales.
Vayan por delante los respetos que me merecen tanto el neofeminismo como el feminismo clásico. Pero a mi entender, la focalización masculina del suspense psicológico de Patricia Highsmith no tiene nada ver con el debate entre los sexos. Se debe únicamente a la misantropía de Highsmith. Si hay algo en lo que coincidimos todos los comentaristas de su obra es en que era una mujer prácticamente asocial. Y no es de extrañar tanto odio al mundo, en su conjunto, si se considera que su madre quiso abortarla ingiriendo aguarrás mientras la gestaba. Por lo demás, la vida de Patricia fue tan tortuosa como la del resto de las personas nacidas y crecidas en una sociedad que les persigue por su condición sexual. Nada que ver con las tres inglesas citadas anteriormente, cuya imagen última -al menos la que la historia de la literatura policiaca nos da de ellas- es la de tres plácidas viejecitas que imaginaban intrigas criminales bajo un punto de vista masculino. Es más, asociarla a ellas es olvidar que en El precio de la sal (1952), su segunda novela, la más destacada de las ajenas al policiaco, versa sobre el lesbianismo. En el epílogo de su edición postrera, la dada a la estampa en 1989 bajo el título de Carol y firmada por ella misma -la primera fue con el non de plume de Claire Morgan-, escribe: "Me alegra pensar que este libro les dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
El segundo de ese par de asuntos, a los que vengo dando vueltas tras mi regreso al universo de Highsmith, es la forma en que ha cambiado el final de sus adaptaciones cinematográficas desde que la censura ha dejado de operar en las pantallas occidentales. Una vez más hemos de repetir que, la inquisición contra el cine hasta mediados los años 70 del amado siglo XX no operó sólo en la cartelera española.
A diferencia de Agatha Christie, Ruth Rendell y P. D. James, que concebían sus ficciones en base a una intriga que atrapase a sus lectores, mi favorita lo hacía para regocijarse en la vileza de esa sociedad que la despreciaba, de la que se había marginado en su retiro europeo, del que no salió ni para dejarse admirar por sus lectores. La vileza, que no el enigma en torno al cual giraba la obra de las inglesas, era la materia literaria de la estadounidense.
Naturalmente, tanto afán de retratar el mal sin pamplina alguna no tardó en topar con la censura. Ya en su segunda película, la primera adaptación de El talento de Mr. Ripley -A pleno sol (René Clément, 1960)-, los inquisidores impusieron que el cadáver de Dickie Greenleaf fuese descubierto fortuitamente por la policía. Aunque esto no merma en modo alguno la calidad de la cinta, una auténtica obra maestra, no es así como acaba la novela, El talento de Mr. Ripley (1955), ni la también espléndida adaptación de Anthony Minghella, estrenada en 1999 con el mismo título que el texto original. Los de la versión de Clément, aún eran los días en que el crimen siempre pagaba en las películas.
"Ripley sólo mata cuando hay alguien que verdaderamente se interpone en sus planes", me decía un amigo de mis primeros años de cinefilia, que coincidieron con las primeras lecturas de Patricia Highsmith. Creo que estaba en lo cierto. La suerte de Dickie Greenleaf nos lo demuestra. ¡Ay de aquel que esté a punto de desbaratar un fraude del amigo americano!
Tom Ripley, como el Chester de Las dos caras de enero, es mas de fraude que de atraco a mano armada, más amoral que psicópata. Y lo más desconcertante -y singular en toda la historia del relato criminal- es que, en contra de lo sugerido en A pleno sol, consigue salir adelante con sus fraudes e ir medrando en la vida. En las últimas entregas del ciclo -Tras los pasos de Ripley (1980), Ripley en peligro (1991)- el veterano estafador y suplantador de identidades vive en su retiro francés de Villeperce-sur-Seine, a solo doce minutos de Fontainebleau, junto a su esposa Heloise, cuando el crimen vuelve a reclamarle.
Esa amoralidad que gravita en el discurso de Patricia Highsmith dificultó sobre manera sus primeras adaptaciones cinematográficas. Con todo fueron el origen de obras maestras como Extraños en un tren (Alfred Hitchcock, 1951), la primera adaptación fílmica de mi dilecta. Sin embargo, tuvo que desaparecer la censura de la pantalla para que las andanzas del infame señor Ripley y demás fulleros de la norteamericana se convirtiesen, de puro frecuentes, en un subgénero del noir actual.
Publicado el 18 de octubre de 2018 a las 15:30.