Adulación y esteticismo
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Eileen Dunne vista por Beaton.
Vista al cabo la retrospectiva de Cecil Beaton que hasta el próximo diecinueve de agosto permanecerá abierta en la Fundación Canal de Madrid, he de reconocer que, más allá del retrato de la maravillosa Audrey Hepburn, la muestra me ha causado cierta decepción. Las fotos, a excepción de algunas de las dedicadas a la aristocracia de la sangre, el dinero y el poder, me son tan conocidas como han de serlo a cualquier aficionado y sus copias de época están contadas. Son pocas y no destacan especialmente entre las positivadas para la ocasión o simplemente impresas. Impresas sí, porque, a buen seguro, los clichés de Beaton habrán sido debidamente digitalizados por los responsables de su archivo, Sotheby & Co., quienes lo adquirieron en 1977.
Fue en el número 4 de Los grandes fotógrafos, la colección de álbumes editada por Orbis hace ya la friolera de tres décadas y media, donde me dejó impresionado el retrato de Eileen Dunne, la niña de tres años herida en la cabeza durante uno de los bombardeos de Londres llevados a cabo por los alemanes, que se repone en un hospital. Aquella imagen, publicada en la portada de un número de la legendaria revista Life fechado en 1940, influyó de forma determinante en la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. A mi juicio, este retrato viene a dejar constancia de la fuerza de la mirada de Beaton. Máxime si se considera que, en modo alguno, hablamos de una imagen sensiblera. El gesto con que Eileen mira a cámara no es para nada compungido, como cabría esperar. En mi opinión denota curiosidad frente al objetivo. No hay duda de que la pequeña apenas es consciente de que la barbarie de la Luftwaffe de la Wehrmacht -la misma que bombardeo España bajo el nombre de Legión Cóndor, por cierto- ha hecho mella en su cabeza.
No creo que ninguna de las numerosas imágenes que Beaton tomó a las mujeres más admiradas, a los artistas más destacados y a los más poderosos, esos mitos del siglo XX a quienes hace referencia el lema de la muestra y el fotógrafo llevó a las páginas de Vogue, entre otras prestigiosas publicaciones dedicadas al gran mundo, tuvieran la transcendencia del retrato de esa niña. Todavía es ahora cuando dicha fotografía tiene mucha más vigencia que el resto de la muestra.
En sus últimos años, Federico Fellini afirmaba que el mundo tendía a su vulgarización de forma inexorable. ¡Vaya si estaba en lo cierto! Esa reivindicación de lo soez como autenticidad -sin entrar en otras consideraciones- hace que el universo de Beaton, que tuvo en la dirección artística de Mayfair Lady (George Cukor, 1964) una de sus más genuinas representaciones, al día de hoy resulte como poco cursi. Cukor es uno de los cineastas clásicos que menos me interesan. A excepción de Mayfair Lady porque Audrey es mi bella dama -título español del filme- y porque es uno de los últimos grandes musicales.
Pero a diferencia del musical -junto al western y el noir uno de los pilares de la pantalla clásica-, que pese al curso del tiempo sigue siendo uno de mis géneros favoritos, como lo ha sido desde que lo descubrí hace más de cincuenta años en una proyección en el cine Princesa de Un día en Nueva York (Stanley Donen y Gene Kelly, 1949), las fotos de Cecil Beaton me han dejado de interesar. A excepción del de la pequeña Eileen Dunne y el de la maravillosa Audrey, he comprendido en la visita -mucho menos entusiasta de lo que imaginé al escribir la entrada sobre Brassaï en esta misma bitácora- que sus retratos ya no me conmueven. Probablemente se me vinieron abajo cuando dejó de ser suficiente que fuera guapa la chica que nos muestra para que una imagen me conmueva.
Ahora también le pido a la instantánea que, amén de la belleza fotografiada, haya en ella algo de la mirada de su autor. Y la inspiración de Beaton es espuria. Tras su esteticismo sólo subyace un arribismo que acaba por enturbiar el tributo a la belleza. ¿Qué decir de los retratos de Churchill, Eisenhower, la reina de Inglaterra o la aristocracia española? Más que para Vogue, parecen tomados para las páginas de la crónica social de la época. Así como aplaudo la rosa -léase estética- de lo sórdido en Brassaï, critico el ansia de medro en Beaton. No sólo porque una de las cosas que más desprecio es la utilización de la creación artística o literaria para el ascenso social. También porque, además, en Beaton fue una escalada innecesaria. Como sus comentarios sobre el vestido roto con el que se presentó mi admirada Marianne Faithfull a la sesión de fotos con él. Cómo pedirle a un adulador de los poderosos que simpatizase con el torpe aliño indumentario de los jóvenes que empezaban a hacerse hippies.
En la cita de la Fundación Canal, destaca la mala traducción de los pies de fotos, los textos de introducción a los diferentes apartados, en fin, la literatura que acompaña a la muestra. Tanto es así que en el apunte biográfico se induce a error al afirmar que el fotógrafo fue un hijo de la clase media. En realidad, Cecil Beaton perteneció a la alta burguesía, como corresponde a los vecinos del Hampstead que le vio nacer, tanto a él como a Marianne Faithfull. Era y es aquella una de las zonas residenciales de mas alto standing -nunca mejor dicho- no ya de Londres, ni del Reino Unido, del mundo entero. De hecho, su afición a la fotografía, cuando ésta era un divertimento de los muy pudientes, viene a dejar constancia de lo privilegiada que era la cuna donde el futuro artista vino al mundo.
Su primera cámara fue un regalo paterno cuando tenía once años; su institutriz, su primera modelo. En el Londres de principios del amado siglo XX no era frecuente que tuvieran institutriz los hijos de la clase media. Sí lo era, por el contrario, en Hampstead. A Hampstead precisamente, al domicilio de los Banks, llegaba volando Mary Poppins. Y la infancia del pequeño Cecil debió de ser tan feliz como la de los niños Banks. De hecho, su afición a la puesta en escena -que ahora, en los tiempos del dinamismo del autorretrato y la instantánea, lastra sobremanera sus fotos- le vino de las pequeñas escenografías de su infancia. Afición en la que coincidió con Luchino Visconti y con algún otro privilegiado por la fortuna y las musas.
Hay algo innoble en que quienes ya tienen todo quieran aún más. Al menos a mí me lo parece. Lo rechazo tanto como me resulta cansino, a estas alturas de la historia, seguir oyendo hablar de la redención de los pobres. Y aún es más innoble que, quienes además de favorecidos por la fortuna han sido tocados por las musas, pongan al servicio del medro su arte. Las fotos de Cecil Beaton hubiesen debido ser como las de Jacques-Henri Lartigue: otro desahogado tocado por las musas del Octavo Arte, que encontró en la fotografía el instrumento ideal para dejar constancia de su hedonismo. Su obra hoy lo acredita como uno de los grandes fotógrafos del amado siglo XX.
Beaton es otro, no cabe duda. Pero a mí ya no me conmueve. O lo hace únicamente en los dos retratos aludidos. El de la niña porque obedece a la emoción por una causa justa -en aquel tiempo, el Reino Unido era la única nación que hacía frente a la barbarie nazi- y no al deseo de halagar a nadie. El de Audrey porque, como tantos espectadores, es una de las actrices que más he querido. Un símbolo de la belleza, la elegancia y la delicadeza pretéritas en un mundo tan vulgarizado como el nuestro.
Publicado el 11 de julio de 2018 a las 10:00.