Otra aventura de Jhen
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jacques Martin, Jhen, sobre "El ogro y la Flor de Lis", de Jacques Martin y Jean Pleyers
Los estudiosos de Mortadelo y Filemón -entre los que yo, aun siendo un rendido admirador de sus aventuras, no me cuento- se refieren a ciertas entregas del año 90 como "apócrifas con firma tampón". Son títulos como El rescate botarate, El Inspector General o El gran sarao, de tan escasa calidad que hicieron que la entonces editora de la serie, Julia Galán, cuestionase a Ibáñez sobre la calidad gráfica y argumental de lo que estaba presentando.
Los estudiosos más devotos del maestro barcelonés hablan de esa "firma tampón" porque son entregas tan malas que se atribuyen a ese equipo editorial, que prosiguió con las aventuras de los de la TIA, mientras el entrañable Ibáñez litigaba con Bruguera por sus derechos sobre sus personajes. Sólo tengo un álbum apócrifo con firma tampón; o, por mejor decir, firmado directamente por el "equipo editorial": El crecepelo infalible. Su pie de imprenta data de mayo de 1986, aunque los expertos consideran que fue dibujado en 1985. De lo que no hay duda es de que se trata de un apócrifo. Si aún lo guardo entre mi colección de Mortadelos, es debido a un procedimiento semejante al que me lleva a ver una película mala, sabiendo a ciencia cierta que lo es, si la actriz que la protagoniza me gusta lo bastante como para deleitarme solo con mirarla.
Diré más: amén de lo entrañable que es para mí la mera estampa de Mortadelo y Filemón, atesoro El crecepelo infalible con el mismo afán que el numismático conserva una moneda defectuosa precisamente por su error. Tengo además dicho álbum como el ejemplo meridiano de la degeneración que puede alcanzar un personaje cuando su autoría empieza a ser un cachondeo. Ya sea en el cine, -donde abundan los ejemplos, desde James Bond hasta Han Solo-, o en el cómic -donde tampoco faltan, entre Spirou y Fantasio y el teniente Blueberry-, cuando el equipo cae sobre el personaje original de un individuo, un solo autor, éste se desvirtúa inexorablemente por mucho que les duela a los apólogos de lo común, la grey, la colectividad o cualquier otra de estas grandezas.
Algo de esto he creído entrever en El ogro y la Flor de Lis (1986), la última aventura de Jhen que he tenido oportunidad de leer. Bien es cierto que, cuando me compré el primer álbum de este constructor de catedrales que es Jhen Roque en francés, en una visita a París, lo hice por la admiración que profeso a Jacques Martin desde que leí mi primera entrega de Alix y le supe el discípulo de inspiración más diversa del gran Hergé. Sin embargo, Martin no dibujó ninguna de las diez aventuras que conoció la serie mientras él aún vivía. Prácticamente, el historietista autor de Alix y de Lefranc -que siempre me olvido de este último, la otra gran creación de Martin, y eso que, como periodista, Lefranc es un heredero directo de Tintín- había abandonado el dibujo para dedicarse al guión.
De modo que ese guión deslavazado, que acuso en El ogro y la Flor de Lis, pese a que me cueste reconocerlo como el rendido admirador del gran Jacques Martin que soy, es únicamente responsabilidad suya. El ogro, naturalmente, es Gilles de Rais, el Mariscal de las tinieblas y coprotagonista con Jhen de la serie; la Flor de Lis, al ser ésta el símbolo de la realeza francesa, no podía ser otro que Carlos VII de Francia, el rey coronado en Reims merced a las victorias de Juana de Arco.
El señor de Rais, el abominable Barba Azul, ha decidido volver a Orleans para homenajear a su doncella con un fastuoso espectáculo teatral en el que, en diferentes escenarios, se reproduzcan otras tantas escenas que sinteticen el drama de Juana de Arco. Los lugareños, son empleados por el mariscal para la construcción de los andamiajes sobre los que se alzarán los escenarios. Otros son destinados a la elaboración de los decorados y las telas que los ornamentarán. A Jhen se le confía la redacción del texto y la dirección de su puesta en escena. Pero, cuando la ocasión se presenta, nuestro protagonista no ceja en su empeño de atajar los abominables apetitos de su amigo el mariscal. Y bien es cierto que el señor de Rais no le consentiría nadie que no fuera Jhen que le quitase a las víctimas de sus espantosas disipaciones, como en efecto hace el arquitecto y también dramaturgo en esta entrega.
Ya parece que el relato va a discurrir por ese derrotero cuando es el propio Carlos VII quien se presenta en Orleans para asistir al espectáculo. A partir de entonces, sin que lleguemos a saber a cuenta de qué, la aventura nos muestra la degeneración de Carlos VII, más atento a su amante de turno que a su reina María de Anjou. Sin el más mínimo interés en los asuntos del reino, fatuo y caprichoso incluso con su propio hijo: el Delfín y futuro Luis XI. Será este último quien maquine para que sus servidores asesinen a un muchacho haciendo que todas las pruebas culpen a Gilles de Rais quien, esta vez sí, es inocente.
La visión de Carlos VII que se nos ofrece, se me figura más cerca de ese pusilánime que nos presenta George Bernard Shaw en la pieza teatral que dedicase a la Pucelle, y por ende Otto Preminger en su adaptación cinematográfica -Saint Joan (1954)-, que a la idea que un francés como Martin debe de tener de la santa patrona de su país.
Prima el apunte histórico sobre la aventura de Jhen propiamente dicha. Eso es lo que pasa. De ahí que, sin querer menoscabar con ello en modo alguno la obra de Martin, esta entrega me haya deleitado por el grafismo de Jean Pleyers, a mi juicio el mejor intérprete de los escenarios -que dicen en francés a los guiones- de Martin. Su visión de la Edad Media es primorosa. Ése es el verdadero valor del álbum. La fuente de su dibujo de Carlos VII -como también lo fuera la de Preminger- no es otra que el retrato del monarca pintado por Jean Fouquet y conservado en el Louvre. La de los andamiajes y el resto del tinglado de la antigua farsa, supongo que habrán sido esas justas y torneos, uno de los escenarios del medievo más frecuentes que nos vienen a la imaginación cuando pensamos en la Europa medieval. De una u otra manera, la interpretación que hace Jean Pleyers de esa imagen colectiva -por así llamarla- hace de El ogro y la Flor de Lis un álbum donde el dibujo supera con creces al guión.
Publicado el 24 de junio de 2018 a las 14:45.