El cine en "streamig"
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La cartelera comercial me interesa en la misma medida que le pueda interesar a un arqueólogo el arte contemporáneo. Hay temporadas que mucho; otras, muy poco. Pero mi tarea es la arqueología cinematográfica y, en lo que va de año, no ha habido nada que me haya llamado la atención.
Desde enero, que asistí a las proyecciones de unos títulos de Alain Tanner que aún no había tenido oportunidad de visionar, he visto todo lo que programan en la Filmoteca, alabado sea su nombre.
En cuanto al cine televisado, puedo jactarme de que, prácticamente, del que se programa habitualmente en las cadenas que emiten en abierto, ya atesoro todo aquel que es de mi interés. Busco, por su textura de Technicolor de antaño -y cierta impronta, inequívoca, que las convierte en todo un precedente del steampunk-, las adaptaciones de Julio Verne rodadas entre mediados de los 50 y primeros 70. Cinco semanas en globo (Irwin Allen, 1962) ha sido la última con la que me he podido hacer. Pero eso fue el pasado mes de julio.
De modo que de un tiempo a esta parte veo más películas en streaming que por ningún otro procedimiento y no dejo de darle vueltas al asunto. La experiencia ha acabado por convencerme de algo de lo que, por mucho que me lo aseguraron, siempre dudé: estando todo lo cerca que el formato precisa, sea cual sea el tamaño de la pantalla, las imágenes que en ella se suceden pueden captar del mismo modo la atención de quien la mira.
Se tienen que dar, eso sí, dos condiciones: el entorno ha de estar a oscuras y la imagen ha de ir acompañada de sonido. Por eso, las proyecciones cinematográficas, desde la rudimentaria pantalla silente hasta la fabulosa alta definición de nuestros días, siempre son a oscuras. No hace falta ser Isaac Newton para comprender que, si el entorno está iluminado, la luz de la proyección tiende a confundirse con la luz de la sala. De ahí que yo nunca haya podido ver la televisión en familia, con la lámpara del techo reflejada en la pantalla del aparato. Como tampoco puedo con el streaming en un medio de transporte. A diferencia de los libros, en cuya lectura me concentro perfectamente mientras la vida pasa a mi alrededor -de hecho, donde mejor y más leo, es durante mis trayectos en el metro-, no puedo con el streaming en ningún otro sitio que no sea la estricta intimidad de mi casa y frente a la pantalla de mi ordenador. Excluyo por lo tanto a las miniaturas que proporcionan los teléfonos y las tabletas de lo afirmado anteriormente respecto a la capacidad de atraer la atención de los espectadores de cualquier pantalla.
En cuanto a lo de la "imagen silente", ese término al que siempre vuelvo porque me parece más cinéfilo que "cine mudo", además de un anglicismo -viene de "silence movies"-, es una mentira. El cine nunca fue silencioso. Las primeras proyecciones de los cortometrajes de los hermanos Lumière ya contaban con un pianista en la sala o cualquier otro acompañamiento musical.
Ya no me vale aquello de que me formé como espectador frente a los grandes formatos de pantalla de mi infancia: los scope, el Cinerama, e Todd-A... Ahora las pantallas de los ordenadores también son anamórficas y su definición es muy superior a la de cualquier imagen analógica.
Streaming frente a la pantalla de mi ordenador, que hoy por hoy, es donde más me gusta estar. Todo lo que me separa de ella me perturba. El procedimiento ha acabado con las servidumbres de las sesiones cinematográficas y de las programaciones televisivas. Aunque siempre que me interesa alguna cinta de la cartelera comercial, voy a verla a la primera fila de la sala correspondiente. Sólo salgo de mi casa para ir al cine y para esos paseos diarios que mi avanzada edad exige. El resto del mundo ya no es de mi incumbencia.
El streaming precisamente, como eso de que ahora hago muchas más fotos con el teléfono que con mis cámaras, o que empiece a quedarme dormido frente a la pantalla de mi ordenador como los ancianos frente al televisor. viene a demostrarme lo lejos que se ha quedado el mundo que me incumbía. Cuando las cabezadas me vencen, interrumpo el streamig y duermo. Hay veces que me despierto aún de madrugada. Enciendo el ordenador -siempre es mi primer gesto al levantarme-, y retomo la película.
Hasta hace poco, la interrupción me parecía una barbaridad, una falta de respeto para la obra del cineasta. Cuando veía videos -que aún veo con cierta frecuencia dado el gran número de películas que atesoro en VHS-, como era más joven y no me dormía, raramente recurría a estas pausas. Pero ahora, que ya voy teniendo trazas de anciano, el sueño me vence más fácilmente. Para convencerme de que estos cortes no suponen ningún sacrilegio con la obra de nadie, he recordado que también la lectura se interrumpe y se deja para otro día. Y he recordado, sobre todo, aquellas proyecciones en programa doble y en sesión continua desde las cuatro o las cinco de las tardes de mi infancia, el cine de los sábados por excelencia. También entonces las proyecciones se interrumpían. Lo más normal era llegar con una película ya empezada, ver la otra después y, tras los dos descansos correspondientes -uno entre cada título-, retomar la cinta que, ya empezada, nos recibió al entrar. "A esto llegamos", solía decir mi madre cuando, en efecto, se proyectaba la primera secuencia del titulo empezado que ya habíamos visto. Y entonces, con todo mi pesar, nos levantábamos y nos íbamos.
Sí señor, estimo mucho el cine en streamig por más que también venga a recordarme que estoy a un paso de ser un viejo.
Publicado el 8 de marzo de 2018 a las 22:45.