Una antología de Valdemar (y V)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Felices pesadillas
Debo confesar que Richard Middleton me era un desconocido antes de descubrirle aquí. Ya ganado por la contundencia de su relato -Un comerciante de ataúdes (1912)-, he leído con avidez sus noticias biográficas y he sabido que este autor fue uno de esos escritores suicidas que, sólo por ser asesinos de sí mismos, ya me interesaban en mi adolescencia, que es como decir en los comienzos de mi experiencia como lector de cuentos de miedo. Parece ser que Middleton puso fin a sus días aquejado de melancolía, que se llamaba entonces, a comienzos del amado siglo XX (1911), cuando se mató, a las depresiones que le venían agobiando desde que se le recuerda.
Ese mismo mal es el que abruma a Eustace Reynols, el protagonista de Middleton, cuando un tipo se acerca a él en Charing Cross e insiste en entregarle el folleto publicitario de una empresa de pompas fúnebres, Harding G. J., asegurándole que en breve requerirá sus servicios. Aunque en un primer momento da por sentado que el ataúd que le han ofrecido presagiaba una muerte que no era la suya, la idea de que en efecto es él quien va a morir en breve comienza a obsesionar a Eustace hasta el punto de comentárselo a un vecino médico. El facultativo, para tranquilizarle, le promete visitarle, la noche siguiente.
A la mañana siguiente, aguijoneado por la muerte que le ha sido anunciada, se acerca a la funeraria. Le recibe el mismo tipo que le dio el folleto, que es el propio Harding, aunque se conduce como si no hubiera sido él. Sostiene que su negocio goza de una información privilegiada, que hay algo que le hace saber quién se va a morir. Eustace se niega a creerle, pero, medio magnetizado por Harding, acaba por contratar su propio funeral. Al volver a casa la vida parece comenzar a alejarse de él.
A las diez de la noche, cuando el vecino médico visita a Hardy como le había prometido, se lo encuentra muerto.
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El hombre árbol de Henry S. Whitehead, incide en esa tradición del vudú que es todo un subgénero en la ficción de miedo, aunque más en el cine que en la literatura. Particularmente, soy más de vampiros y de licántropos que de muertos vivientes. En cualquier caso, aunque esta propuesta de Whitehead esté enmarcada en uno de esos cultos ancestrales que los africanos llevaron a América desde su tierra.
Situado por la crítica en la estela de William Hope Hodgson, Colaborador de la mítica revista Weir Tales desde 1934 -entre otros legendarios pulps fantásticos- y corresponsal de Lovecraft, quien le admiraba, Whitehead, no cabe duda, es otro de los autores fundamentales del cuento de miedo estadounidense que, a partir de los años 30 comenzó a capitalizar el cuento de miedo anglosajón en detrimento de los autores británicos. Como también es norteamericano Canevin, el narrador, que también es el heredero que va a hacerse cargo de su legado en una de las Islas Vírgenes de los Estados Unidos. La de Santa Cruz para ser exactos.
En esta ocasión, la tradición ancestral que se nos va a descubrir es la que ata de por vida a ciertos tipos a un árbol. Permanecen abrazados a su tronco en todo momento, salvo cuando van a comunicar a quien es menester lo que el árbol les ha anunciado. En la sublime unión que establecen, el árbol dice a su hombre si habrá lluvia, si será buena la cosecha y otras cuestiones de interés para la hacienda.
Silvio Fabricius es nuestro hombre árbol. Lleva unido a un cocotero diecisiete años de los treinta que aparenta tener. Pero Hans Grumbach, el capataz de la finca donde todo sucede no está para contemplaciones cuando la cosecha requiere que se tale el árbol que Fabricius guarda. Aprovechando que Fabricius ha ido al pueblo a dar un recado del cocotero, Grumbach le asesta el primer hachazo. Cuando Canevin lo ve desde lejos, le grita para que se detenga. Desde el lugar donde observa la escena, también puede ver cómo Silvio regresa en la lontananza y presiente lo que está ocurriendo. La distancia que hay entre él y el cocotero impide a Fabricius ver a Grumbach, ya dispuesto a darle un nuevo hachazo. Aun así, hace como si cortara algo con el mismo machete que poda su árbol. Al punto, cae una rama y aplasta el cráneo a Grumbach.
Canevin, que es testigo de cómo Fabricius ha obrado un prodigio en la distancia para matar al capataz, decide guardar silencio sobre ello.
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Bien pensado, pocas cosas pueden llegar a ser tan horrorosas como despertarse convertido en un insecto. Sin embargo, la experiencia de Gregorio Samsa, que Kafka nos refiere en La metamorfosis (1915), no se me antoja un cuento de terror. Al menos no en la línea del común de los incluidos en Felices pesadillas. A mi juicio, se trata de una fábula y, como tal, es aleccionadora a la par que simbólica. Una alegoría, nunca mejor dicho, kafkiana.
Esto mismo puede aplicarse a Ante la Ley, una parábola inequívoca, que como tal se anunciaba en el subtítulo de su primera edición, fechada en 1919, una de las pocas de sus cuentos que vio en vida Kafka. No hace falta ser el doctor Freud para descubrir el símbolo. No es otro que la imposibilidad de los ciudadanos de acceder a los códigos que rigen su vida. Terrible, bien es cierto. Pero nada que ver, he de insistir, con los vampiros y las almas en pena que son los verdaderos protagonistas de esta edición.
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Ahora debería escribir sobre El síncope blanco, de Horacio Quiroga, siguiente pieza de la selección. Pero el caso es que lo hice el pasado verano, cuando consigné en estas mismas páginas mis impresiones sobre la lectura del libro al que da título. A dichas notas remito al lector y paso sin más a La máscara de plata de Hugh Walpole, el cuento que le sucede en Felices pesadillas.
Autor de mucho éxito en la Inglaterra de su tiempo, pero muy poco traducido al español -habida cuenta de la preponderancia de los escritores anglosajones en la antología no hay duda de que el cuento de miedo es, básicamente, anglosajón-, entre los principales créditos que conceden a Walpole las noticias que hablan de él en nuestros días destacan un par de ellos: fue biógrafo de Jospeh Conrad y guionista de George Cukor en su adaptación de 1935 de David Copperfield. Ni este cineasta ni aquel novelista me merecen la estima que Walpole a raíz de todo lo que me ha gustado La máscara de plata, la pieza que me ha dado a conocer a su autor. Es, con diferencia, el texto que más me ha satisfecho de toda la selección. Eso sí, el desasosiego que propone es tan racional que, a mi entender, se escapa del clásico relato de terror al que rinde tributo la selección. De hecho, La máscara de plata, cuya primera edición se remonta a 1933, se me antoja mucho más cerca de La casa tomada, el célebre cuento de Julio Cortázar publicado por Borges en 1946.
La señorita Sonia Herries, la protagonista de Walpole, es una mujer, ya entrada en años, que se ha quedado soltera, aunque goza de una acomodada posición económica y social en el Londres de su tiempo. Una noche, al volver a su casa después de visitar a unos amigos, mientras abre la puerta, un joven especialmente apuesto la aborda para rogarle que le permita entrar, porque no puede volver con su esposa y su bebe sin tener nada que darles de comer. Al cabo, al tipo no le cuesta mucho trabajo convencer a miss Herries para que le deje entrar en su casa y le sirva un whisky y unos sándwiches.
Puesto a ello, el tipo, además de un cínico que se regodea en la inquietud que causa en su anfitriona, resulta ser un hombre de gustos refinados. De entre todos los objetos artísticos que la señorita atesora, le llama especialmente la atención la máscara de plata aludida en el título. Cuando, finalmente, le da una libra y consigue que se vaya de su casa, la señorita descubre que su invitado le ha robado una pitillera de jade. No es más que una disculpa para volver al cabo de unos días, devolvérsela, y venderle, a base de subterfugios, uno de los cuadros que él mismo pinta. Esa misma noche, mientras atiende a sus amigos en su domicilio, la señorita Sonia no deja de pensar en el presunto infeliz.
En la siguiente visita, el artista se presenta con su mujer. Y así, provocando la compasión de su anfitriona, los menesterosos comienzan a apoderarse de su casa. La sirvienta de la señorita acaba por despedirse ante la nueva situación y, ya sin nadie que la pueda ayudar, los ocupantes de la casa, cuando las pocas amistades que lo hacen llaman preguntando por ella, dicen que se ha vuelto loca. A la misma miss Sonia se lo hacen creer mientras la confinan en el trastero de su propia casa sin más objeto en su celda, de los muchos que atesoró, que esa máscara de plata a la que se hace alusión.
Las cuestiones que se sugieren, respecto a lo perniciosa que puede llegar a ser la compasión, y las concomitancias que registran con algunos problemas de nuestro tiempo, dan mucho que pensar. Acaso sean estos apuntes el verdadero horror que inspira la más sublime de todas las pesadillas de esta antología de Valdemar.
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Calor de agosto (1910) de William Harvey es toda una obra maestra. James Clarence Withencroft, su protagonista, es un dibujante a quien el 20 de agosto de 190..., un día especialmente caluroso, su inspiración le lleva a dibujar a un "criminal en el banquillo de los acusados inmediatamente después de que el juez hubiera dictado sentencia". Se trata de un hombre "inmensamente gordo".
Finalizada su viñeta, sin saber muy bien cómo, Withencroft dando un paseo llega hasta el taller de un tallador de mármol apellidado Atkinson. El interior del patio donde se encuentra le parece un lugar lo suficientemente fresco y Withencroft decide entrar allí sin tener motivo alguno. Atkinson no es otro que el mismo tipo al que acaba de dibujar. Resulta ser un hombre muy afable que invita cordialmente al visitante a refrescarse.
La sorpresa de Withencroft va en aumento cuando advierte que en la lápida que está puliendo el marmolista está grabado su nombre y su fecha de nacimiento.
Ya en el último capítulo -capítulo que apenas son dos párrafos pues su brevedad es otra de las genialidades de esta pieza-, Withencroft ha aceptado pasar unas horas en casa de Atkinson pues éste le ha convencido de los peligros que entraña regresar a la suya. Todo queda ahí. Harvey deja que sus lectores imaginen el final. Supongo que muchos habrán coincidido conmigo al suponer que el juez que acaba de dictar sentencia sobre el marmolista por haber asesinado al dibujante. De una u otra manera, Harvey nos demuestra que pocas cosas son más inquietantes que la sugerencia.
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Puede que La llamada de Cthulhu (1926) sea el relato más representativo de Lovecraft. Desde luego es el que impulsó los mitos en torno a él. En cuanto a mí, es el que más he leído y a mis apuntes anteriores sobre dicha pieza, publicados anteriormente en estas mismas páginas, remito al lector. Sin embargo, por más que lo relea, siempre hay algo que me llama por primera vez la atención. En esta ocasión ha sido eso de conducir la narración a través de dos hilos de Ariadna. Uno, el de los hechos contados mediante la investigación que estaba llevando a cabo el profesor Angell cuando murió -la secta y la abominación que veneran-; el otro, el de los consignados en el cuaderno de bitácora de Johansen, segundo piloto del Alert, el barco que surcaba las aguas en las que emergió R'Lyeh, la ciudad donde mora Cthulhu. De esta manera, relacionando las dos líneas argumentales como solo puede hacerlo el narrador -y con él el lector-, mientras el resto del mundo vive en la ignorancia de la monstruosidad, se nos hace saber del horror que entraña el primero de los primigenios: un dios tan impío al que los simples humanos le conmueven lo mismo que pueda conmover una hormiga a un elefante.
De El valle de lo perdido, una publicación póstuma del también suicida Robert E. Howard aparecida originalmente en 1963, ya di noticia en uno de los primeros asientos de este blog, el dedicado a Maestros del horror de Arkham House, donde tuve ocasión de leer por primera vez esta otra obra maestra. Si diré que la experiencia de John Reynolds con anterioridad a caer en la cueva, el valle de lo perdido donde se nos descubrirá un mundo claramente lovecraftiano, se me antoja el retrato más fidedigno de esas pendencias resueltas a tiros del western.
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La presencia de Richard Matheson, uno de los maestros de la ciencia ficción del amado siglo XX, entre las grandes plumas del miedo reunidas en esta selección ha venido a ratificarme en mi teoría sobre lo difusa que es la linde que separa ambos géneros. Grillos -que vio la luz por primera vez en 1964, dentro de los relatos reunidos en la colección Shock II- es un ejemplo incontestable de una de las principales alabanzas que suele hacérsele a Matheson: su capacidad para crear ambientes. Y lo más encomiable es que lo consigue con un texto tan esponjado como lo son los construidos mediante una sucesión de diálogos.
El matrimonio Galloway admira la noche en el porche del hotel donde se aloja. Un sujeto, que observa los lagos y el bosque cercanos les llama la atención. El tipo, que dice llamarse John Morgan, no tarda en acercarse a ellos para preguntarles si escuchan a los grillos. Los Galloway se muestran complacidos con su canto, como cualquiera puesto a disfrutar de la quietud de la noche. Pero Morgan asegura que los grillos obedecen a un código, que a su vez se refiere a nombres de muertos. Tras siete años escuchándolo está obsesionado con ello. He querido imaginar en él esa aversión a los insectos que, desde las telas de araña de los castillos góticos, como poco, son instrumento de primerísimo orden del autor de ficciones de miedo. Los grillos, por más placentero que nos resulte su canto, no dejan de ser insectos.
La noche anterior, los insectos han pronunciado su nombre. Así que Morgan, convencido de que los grillos van a matarle, pide a los Galloway que no le pierdan de vista. Los Galloway acogen la petición con tan mala gana como lo haría cualquiera ante un loco dispuesto a estropearle sus vacaciones. Antes de que se vayan a su habitación, Morgan les pide que se lleven el libro donde ha anotado las claves que explican el canto de los grillos.
Ya entrada la madrugada, cuando un grito despierta a los Galloway y acuden sobresaltados al cuarto de Morgan, le encuentran muerto tras haber sido atacado por los grillos. Ante este panorama, el matrimonio descubre que sus nombres son los siguientes que figuran en la lista de los pronunciados por los grillos.
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También debo confesar que con anterioridad a Mater Tenebrarum (2000), la pieza de Pilar Pedraza que cierra Felices pesadillas, no había leído nada de la única autora incluida entre los grandes del cuento de miedo. Sin embargo, ya la tenía en muy alta estima. Cuando alguien despierta el elogio unánime de la crítica y el público, no hay duda de que lo merece.
Por mi parte, aplaudiría su capacidad para la creación de ambientes sombríos -su propuesta es un auténtico cuento de brujas desolador y moderno- y lleva a ellos temas tan del debate de nuestros días como el feminismo. Sin ir más lejos, Ángela, su protagonista, "una niña vieja como el mundo" aparece en una tumba y Bastián, el enterrador, la confunde con un cadáver.
A medida que la narración avanza, sabemos que la pequeña busca entre las tumbas restos de cadáveres para los hechizos de una ensalmadora, la tía Crisanta. Lupo, el perro del enterrador, decide unirse a ella.
Tras fabricarse un amuleto con la mano de un ahorcado -Madruga, que dicen fue el padre de Ángela-, una "mano de gloria" que la llaman, Ángela cree estar en condiciones de robar en casa de Catuja, una usurera "rica como una reina". Llegada la noche indicada, la pequeña ladrona y su fiel Lupo se adentran donde la avara. Los mastines que guardan su sueño les dejan pasar moviendo el rabo.
Ya metida en faena, recuerda que "es malo dejar pudrirse a una ensalmadora" y ella lo ha hecho al no enterrar el cadáver de Crisanta. Como la misma ensalmadora ya en trance de muerte anunció a Ángela, el ánima se le ha enconado y se dispone a traerla perjuicios.
Al ir a salir de casa de Catuja los mastines que la guardan se les echan encima y dejan a Lupo y a la niña para el arrastre. Así, arrastrándose literalmente, es como el perro y la muchacha llegan a la tumba donde Pedraza nos dio la primera noticia de ellos. Eso sí, esta vez mueren, tanto el animal como la muchacha, a consecuencia de las dentelladas de los mastines.
Publicado el 1 de febrero de 2018 a las 22:45.