miércoles, 4 de diciembre de 2024 18:24 www.gentedigital.es
Gente blogs

Gente Blogs

Blog de Javier Memba

El insolidario

Una antología de Valdemar (y V)

Archivado en: Cuaderno de lecturas, Felices pesadillas

imagen

(viene del asiento anterior)

Debo confesar que Richard Middleton me era un desconocido antes de descubrirle aquí. Ya ganado por la contundencia de su relato -Un comerciante de ataúdes (1912)-, he leído con avidez sus noticias biográficas y he sabido que este autor fue uno de esos escritores suicidas que, sólo por ser asesinos de sí mismos, ya me interesaban en mi adolescencia, que es como decir en los comienzos de mi experiencia como lector de cuentos de miedo. Parece ser que Middleton puso fin a sus días aquejado de melancolía, que se llamaba entonces, a comienzos del amado siglo XX (1911), cuando se mató, a las depresiones que le venían agobiando desde que se le recuerda.

Ese mismo mal es el que abruma a Eustace Reynols, el protagonista de Middleton, cuando un tipo se acerca a él en Charing Cross e insiste en entregarle el folleto publicitario de una empresa de pompas fúnebres, Harding G. J., asegurándole que en breve requerirá sus servicios. Aunque en un primer momento da por sentado que el ataúd que le han ofrecido presagiaba una muerte que no era la suya, la idea de que en efecto es él quien va a morir en breve comienza a obsesionar a Eustace hasta el punto de comentárselo a un vecino médico. El facultativo, para tranquilizarle, le promete visitarle, la noche siguiente.

 

A la mañana siguiente, aguijoneado por la muerte que le ha sido anunciada, se acerca a la funeraria. Le recibe el mismo tipo que le dio el folleto, que es el propio Harding, aunque se conduce como si no hubiera sido él. Sostiene que su negocio goza de una información privilegiada, que hay algo que le hace saber quién se va a morir. Eustace se niega a creerle, pero, medio magnetizado por Harding, acaba por contratar su propio funeral. Al volver a casa la vida parece comenzar a alejarse de él.

 

A las diez de la noche, cuando el vecino médico visita a Hardy como le había prometido, se lo encuentra muerto.

 

***

 

El hombre árbol de Henry S. Whitehead, incide en esa tradición del vudú que es todo un subgénero en la ficción de miedo, aunque más en el cine que en la literatura. Particularmente, soy más de vampiros y de licántropos que de muertos vivientes. En cualquier caso, aunque esta propuesta de Whitehead esté enmarcada en uno de esos cultos ancestrales que los africanos llevaron a América desde su tierra.

 

Situado por la crítica en la estela de William Hope Hodgson, Colaborador de la mítica revista Weir Tales desde 1934 -entre otros legendarios pulps fantásticos- y corresponsal de Lovecraft, quien le admiraba, Whitehead, no cabe duda, es otro de los autores fundamentales del cuento de miedo estadounidense que, a partir de los años 30 comenzó a capitalizar el cuento de miedo anglosajón en detrimento de los autores británicos. Como también es norteamericano Canevin, el narrador, que también es el heredero que va a hacerse cargo de su legado en una de las Islas Vírgenes de los Estados Unidos. La de Santa Cruz para ser exactos.

 

En esta ocasión, la tradición ancestral que se nos va a descubrir es la que ata de por vida a ciertos tipos a un árbol. Permanecen abrazados a su tronco en todo momento, salvo cuando van a comunicar a quien es menester lo que el árbol les ha anunciado. En la sublime unión que establecen, el árbol dice a su hombre si habrá lluvia, si será buena la cosecha y otras cuestiones de interés para la hacienda.

 

Silvio Fabricius es nuestro hombre árbol. Lleva unido a un cocotero diecisiete años de los treinta que aparenta tener. Pero Hans Grumbach, el capataz de la finca donde todo sucede no está para contemplaciones cuando la cosecha requiere que se tale el árbol que Fabricius guarda. Aprovechando que Fabricius ha ido al pueblo a dar un recado del cocotero, Grumbach le asesta el primer hachazo. Cuando Canevin lo ve desde lejos, le grita para que se detenga. Desde el lugar donde observa la escena, también puede ver cómo Silvio regresa en la lontananza y presiente lo que está ocurriendo. La distancia que hay entre él y el cocotero impide a Fabricius ver a Grumbach, ya dispuesto a darle un nuevo hachazo. Aun así, hace como si cortara algo con el mismo machete que poda su árbol. Al punto, cae una rama y aplasta el cráneo a Grumbach.

 

Canevin, que es testigo de cómo Fabricius ha obrado un prodigio en la distancia para matar al capataz, decide guardar silencio sobre ello.

 

***

 

Bien pensado, pocas cosas pueden llegar a ser tan horrorosas como despertarse convertido en un insecto. Sin embargo, la experiencia de Gregorio Samsa, que Kafka nos refiere en La metamorfosis (1915), no se me antoja un cuento de terror. Al menos no en la línea del común de los incluidos en Felices pesadillas. A mi juicio, se trata de una fábula y, como tal, es aleccionadora a la par que simbólica. Una alegoría, nunca mejor dicho, kafkiana.

 

Esto mismo puede aplicarse a Ante la Ley, una parábola inequívoca, que como tal se anunciaba en el subtítulo de su primera edición, fechada en 1919, una de las pocas de sus cuentos que vio en vida Kafka. No hace falta ser el doctor Freud para descubrir el símbolo. No es otro que la imposibilidad de los ciudadanos de acceder a los códigos que rigen su vida. Terrible, bien es cierto. Pero nada que ver, he de insistir, con los vampiros y las almas en pena que son los verdaderos protagonistas de esta edición.

 

***

 

Ahora debería escribir sobre El síncope blanco, de Horacio Quiroga, siguiente pieza de la selección. Pero el caso es que lo hice el pasado verano, cuando consigné en estas mismas páginas mis impresiones sobre la lectura del libro al que da título. A dichas notas remito al lector y paso sin más a La máscara de plata de Hugh Walpole, el cuento que le sucede en Felices pesadillas.

 

Autor de mucho éxito en la Inglaterra de su tiempo, pero muy poco traducido al español -habida cuenta de la preponderancia de los escritores anglosajones en la antología no hay duda de que el cuento de miedo es, básicamente, anglosajón-, entre los principales créditos que conceden a Walpole las noticias que hablan de él en nuestros días destacan un par de ellos: fue biógrafo de Jospeh Conrad y guionista de George Cukor en su adaptación de 1935 de David Copperfield. Ni este cineasta ni aquel novelista me merecen la estima que Walpole a raíz de todo lo que me ha gustado La máscara de plata, la pieza que me ha dado a conocer a su autor. Es, con diferencia, el texto que más me ha satisfecho de toda la selección. Eso sí, el desasosiego que propone es tan racional que, a mi entender, se escapa del clásico relato de terror al que rinde tributo la selección. De hecho, La máscara de plata, cuya primera edición se remonta a 1933, se me antoja mucho más cerca de La casa tomada, el célebre cuento de Julio Cortázar publicado por Borges en 1946.

 

La señorita Sonia Herries, la protagonista de Walpole, es una mujer, ya entrada en años, que se ha quedado soltera, aunque goza de una acomodada posición económica y social en el Londres de su tiempo. Una noche, al volver a su casa después de visitar a unos amigos, mientras abre la puerta, un joven especialmente apuesto la aborda para rogarle que le permita entrar, porque no puede volver con su esposa y su bebe sin tener nada que darles de comer. Al cabo, al tipo no le cuesta mucho trabajo convencer a miss Herries para que le deje entrar en su casa y le sirva un whisky y unos sándwiches.

 

Puesto a ello, el tipo, además de un cínico que se regodea en la inquietud que causa en su anfitriona, resulta ser un hombre de gustos refinados. De entre todos los objetos artísticos que la señorita atesora, le llama especialmente la atención la máscara de plata aludida en el título. Cuando, finalmente, le da una libra y consigue que se vaya de su casa, la señorita descubre que su invitado le ha robado una pitillera de jade. No es más que una disculpa para volver al cabo de unos días, devolvérsela, y venderle, a base de subterfugios, uno de los cuadros que él mismo pinta. Esa misma noche, mientras atiende a sus amigos en su domicilio, la señorita Sonia no deja de pensar en el presunto infeliz.

 

En la siguiente visita, el artista se presenta con su mujer. Y así, provocando la compasión de su anfitriona, los menesterosos comienzan a apoderarse de su casa. La sirvienta de la señorita acaba por despedirse ante la nueva situación y, ya sin nadie que la pueda ayudar, los ocupantes de la casa, cuando las pocas amistades que lo hacen llaman preguntando por ella, dicen que se ha vuelto loca. A la misma miss Sonia se lo hacen creer mientras la confinan en el trastero de su propia casa sin más objeto en su celda, de los muchos que atesoró, que esa máscara de plata a la que se hace alusión.

 

Las cuestiones que se sugieren, respecto a lo perniciosa que puede llegar a ser la compasión, y las concomitancias que registran con algunos problemas de nuestro tiempo, dan mucho que pensar. Acaso sean estos apuntes el verdadero horror que inspira la más sublime de todas las pesadillas de esta antología de Valdemar.

 

***

 

Calor de agosto (1910) de William Harvey es toda una obra maestra. James Clarence Withencroft, su protagonista, es un dibujante a quien el 20 de agosto de 190..., un día especialmente caluroso, su inspiración le lleva a dibujar a un "criminal en el banquillo de los acusados inmediatamente después de que el juez hubiera dictado sentencia". Se trata de un hombre "inmensamente gordo".

 

Finalizada su viñeta, sin saber muy bien cómo, Withencroft dando un paseo llega hasta el taller de un tallador de mármol apellidado Atkinson. El interior del patio donde se encuentra le parece un lugar lo suficientemente fresco y Withencroft decide entrar allí sin tener motivo alguno. Atkinson no es otro que el mismo tipo al que acaba de dibujar. Resulta ser un hombre muy afable que invita cordialmente al visitante a refrescarse.

 

La sorpresa de Withencroft va en aumento cuando advierte que en la lápida que está puliendo el marmolista está grabado su nombre y su fecha de nacimiento.

 

Ya en el último capítulo -capítulo que apenas son dos párrafos pues su brevedad es otra de las genialidades de esta pieza-, Withencroft ha aceptado pasar unas horas en casa de Atkinson pues éste le ha convencido de los peligros que entraña regresar a la suya. Todo queda ahí. Harvey deja que sus lectores imaginen el final. Supongo que muchos habrán coincidido conmigo al suponer que el juez que acaba de dictar sentencia sobre el marmolista por haber asesinado al dibujante. De una u otra manera, Harvey nos demuestra que pocas cosas son más inquietantes que la sugerencia.

 

***

 

Puede que La llamada de Cthulhu (1926) sea el relato más representativo de Lovecraft. Desde luego es el que impulsó los mitos en torno a él. En cuanto a mí, es el que más he leído y a mis apuntes anteriores sobre dicha pieza, publicados anteriormente en estas mismas páginas, remito al lector. Sin embargo, por más que lo relea, siempre hay algo que me llama por primera vez la atención. En esta ocasión ha sido eso de conducir la narración a través de dos hilos de Ariadna. Uno, el de los hechos contados mediante la investigación que estaba llevando a cabo el profesor Angell cuando murió -la secta y la abominación que veneran-; el otro, el de los consignados en el cuaderno de bitácora de Johansen, segundo piloto del Alert, el barco que surcaba las aguas en las que emergió R'Lyeh, la ciudad donde mora Cthulhu. De esta manera, relacionando las dos líneas argumentales como solo puede hacerlo el narrador -y con él el lector-, mientras el resto del mundo vive en la ignorancia de la monstruosidad, se nos hace saber del horror que entraña el primero de los primigenios: un dios tan impío al que los simples humanos le conmueven lo mismo que pueda conmover una hormiga a un elefante.

 

De El valle de lo perdido, una publicación póstuma del también suicida Robert E. Howard aparecida originalmente en 1963, ya di noticia en uno de los primeros asientos de este blog, el dedicado a Maestros del horror de Arkham House, donde tuve ocasión de leer por primera vez esta otra obra maestra. Si diré que la experiencia de John Reynolds con anterioridad a caer en la cueva, el valle de lo perdido donde se nos descubrirá un mundo claramente lovecraftiano, se me antoja el retrato más fidedigno de esas pendencias resueltas a tiros del western.

 

***

 

La presencia de Richard Matheson, uno de los maestros de la ciencia ficción del amado siglo XX, entre las grandes plumas del miedo reunidas en esta selección ha venido a ratificarme en mi teoría sobre lo difusa que es la linde que separa ambos géneros. Grillos -que vio la luz por primera vez en 1964, dentro de los relatos reunidos en la colección Shock II- es un ejemplo incontestable de una de las principales alabanzas que suele hacérsele a Matheson: su capacidad para crear ambientes. Y lo más encomiable es que lo consigue con un texto tan esponjado como lo son los construidos mediante una sucesión de diálogos.

 

El matrimonio Galloway admira la noche en el porche del hotel donde se aloja. Un sujeto, que observa los lagos y el bosque cercanos les llama la atención. El tipo, que dice llamarse John Morgan, no tarda en acercarse a ellos para preguntarles si escuchan a los grillos. Los Galloway se muestran complacidos con su canto, como cualquiera puesto a disfrutar de la quietud de la noche. Pero Morgan asegura que los grillos obedecen a un código, que a su vez se refiere a nombres de muertos. Tras siete años escuchándolo está obsesionado con ello. He querido imaginar en él esa aversión a los insectos que, desde las telas de araña de los castillos góticos, como poco, son instrumento de primerísimo orden del autor de ficciones de miedo. Los grillos, por más placentero que nos resulte su canto, no dejan de ser insectos.

 

La noche anterior, los insectos han pronunciado su nombre. Así que Morgan, convencido de que los grillos van a matarle, pide a los Galloway que no le pierdan de vista. Los Galloway acogen la petición con tan mala gana como lo haría cualquiera ante un loco dispuesto a estropearle sus vacaciones. Antes de que se vayan a su habitación, Morgan les pide que se lleven el libro donde ha anotado las claves que explican el canto de los grillos.

 

Ya entrada la madrugada, cuando un grito despierta a los Galloway y acuden sobresaltados al cuarto de Morgan, le encuentran muerto tras haber sido atacado por los grillos. Ante este panorama, el matrimonio descubre que sus nombres son los siguientes que figuran en la lista de los pronunciados por los grillos.

 

***

 

También debo confesar que con anterioridad a Mater Tenebrarum (2000), la pieza de Pilar Pedraza que cierra Felices pesadillas, no había leído nada de la única autora incluida entre los grandes del cuento de miedo. Sin embargo, ya la tenía en muy alta estima. Cuando alguien despierta el elogio unánime de la crítica y el público, no hay duda de que lo merece.

 

Por mi parte, aplaudiría su capacidad para la creación de ambientes sombríos -su propuesta es un auténtico cuento de brujas desolador y moderno- y lleva a ellos temas tan del debate de nuestros días como el feminismo. Sin ir más lejos, Ángela, su protagonista, "una niña vieja como el mundo" aparece en una tumba y Bastián, el enterrador, la confunde con un cadáver.

 

A medida que la narración avanza, sabemos que la pequeña busca entre las tumbas restos de cadáveres para los hechizos de una ensalmadora, la tía Crisanta. Lupo, el perro del enterrador, decide unirse a ella.

 

Tras fabricarse un amuleto con la mano de un ahorcado -Madruga, que dicen fue el padre de Ángela-, una "mano de gloria" que la llaman, Ángela cree estar en condiciones de robar en casa de Catuja, una usurera "rica como una reina". Llegada la noche indicada, la pequeña ladrona y su fiel Lupo se adentran donde la avara. Los mastines que guardan su sueño les dejan pasar moviendo el rabo.

 

Ya metida en faena, recuerda que "es malo dejar pudrirse a una ensalmadora" y ella lo ha hecho al no enterrar el cadáver de Crisanta. Como la misma ensalmadora ya en trance de muerte anunció a Ángela, el ánima se le ha enconado y se dispone a traerla perjuicios.

 

Al ir a salir de casa de Catuja los mastines que la guardan se les echan encima y dejan a Lupo y a la niña para el arrastre. Así, arrastrándose literalmente, es como el perro y la muchacha llegan a la tumba donde Pedraza nos dio la primera noticia de ellos. Eso sí, esta vez mueren, tanto el animal como la muchacha, a consecuencia de las dentelladas de los mastines.

Publicado el 1 de febrero de 2018 a las 22:45.

añadir a meneame  añadir a freski  añadir a delicious  añadir a digg  añadir a technorati  añadir a yahoo  compartir en facebook  twittear  votar

Comentarios - 0

No hay comentarios



Tu comentario

NORMAS

  • - Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.
  • - Toda alusión personal injuriosa será automáticamente borrada.
  • - No está permitido hacer comentarios contrarios a las leyes españolas o injuriantes.
  • - Gente Digital no se hace responsable de las opiniones publicadas.
  • - No está permito incluir código HTML.

* Campos obligatorios

Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

Miniatura no disponible

 

Javier Memba en 2009

 

Javier Memba en 1988

 

Javier Memba en 1987

 

1996

 

 

Javier Memba en la librería Shakespeare & Co. de París

 

 

 

 

Imagen

 

 

COMPRAR EN KINDLE:

 

 

 

contador de visitas en mi web



 

 

Enlaces

-La linterna mágica

-Unas palabras sobre Vida en sombras

-Unas palabras sobre La torre de los siete jorobados

-50 años de la Nouvelle Vague en Días de cine

-David Lynch, el onirismo de la modernidad en Radio 3

-Unas palabras sobre Casablanca en Telemadrid

-Unas palabras sobre Tintín en Cuatro TV

 

 

ALGUNOS ARTÍCULOS:

Malditos, heterodoxos y alucinados de la gran pantalla

Nuevos momentos estelares de la humanidad

Chicas yeyés

Chicas de ayer

Prólogo al nº 4 de la revista "Flamme" de la Universidad de Limoges

Destinos literarios

Sobre La naranja mecánica

Mi tributo al gran Chris Marker

El otro Borau

Bohemia del 89

Unos apuntes sobre las distopías

Elogio de Richard Matheson

En memoria de Bernadette Lafont

Homenaje al gran Jean-Pierre Melville

Los amores de Édith

Unos apuntes sobre La reina Margot

Tributo a Yasujiro Ozu con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento

Muere Henry Miller

Unos apuntes sobre dos cintas actuales

Las legendarias chicas de los Stones

Unos apuntes sobre el "peplum"

El cine soviético del deshielo

El operador que nos devolvió el blanco y negro

Más real que Homeland

El cine de la Gran Guerra

Del porno a la pantalla comercial

Formentera cinema

Edward Hopper en estado puro

El cine de terror de los años 70

Mi tributo a Lauren Bacall

Mi tributo a Jean Renoir

Una entrevista a Lee Child

Una entrevista a William McLivanney 

Novelistas japonesas

Treinta años de Malevaje

Las grandes rediciones del cómic franco-belga

El estigma de La campana del infierno

Una reedición de Dalton Trumbo

75 años de un canto a la esperanza

Un siglo de El nacimiento de una nación

60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

EN TU MAIL

Recibe los blogs de Gente en tu email

Introduce tu correo electrónico:

FeedBurner

Archivo

Grupo de información GENTE · el líder nacional en prensa semanal gratuita según PGD-OJD