Una antología de Valdemar (IV)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Felices pesadillas
(viene del asiento del 21 de diciembre de 2017)
La novela del polvo blanco, de Arthur Machen, se incluye entre los relatos que suceden a El gran dios Pan (1894), traducidos y anotados por Juan Antonio Molina Foix para una edición de Valdemar de 1999. Tampoco falta en la selección de Los mitos de Cthulhu, que en 1969 estuvo al cuidado de Rafael Llopis para el Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. En fin, un título fundamental en las antologías clásicas del género, sobre el que ya he escrito bastante en esta bitácora. Remito al lector a las entradas referidas a dichos textos. Por lo demás, ahora tan solo anotaré que dicha pieza, que en realidad es la tercera de Los tres impostores (1895), es la traída a Felices pesadillas de Machen y yo la tengo entre las cumbres del género. Como es sabido, en ella se nos cuenta la experiencia de un abogado que, por un error del farmacéutico que se lo dispensa, en lugar del reconstituyente que le ha recetado el médico comienza a ingerir cierta substancia consumida en los aquelarres -el Vinun Sabbati aludido a veces en su título- hasta acabar convertido en una "masa oscura y putrefacta, rebosante de corrupción y horrenda podredumbre".
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Por el contrario, La extraña cabalgada de Morowbie Jukes (¿1888?) de Ruyard Kipling, me era totalmente desconocido. Su asunto es cautivador por el racionalismo de su miedo. Su protagonista es el tipo aludido en el título: un sahib, señor inglés en la India colonial. Desbocado su caballo, tras un galope sin control, Morowbie y su montura acaban cayendo a un "cráter con forma de herradura" en el que están confinados los enfermos infecciosos, desahuciados a la espera de la Parca: la Aldea de los muertos. Cuando alguien intenta salir del terrible lugar por un río, el único medio posible, unos tiradores apostados en la otra orilla lo abaten con sus disparos, por el otro lado, unas arenas movedizas impiden el paso. De modo que se ha formado en el cráter una pequeña sociedad de apestados en la que los ingleses son igual de desdichados que los nativos. Así se lo hace saber Gunga Dass, un antiguo jefe de telégrafos, a Morowbie.
Ante la imposibilidad de abandonar el lugar, el sahib, que naturalmente será humillado por los nativos, con Gunga Dass a la cabeza, buscará acomodo en el nicho dejado por un muerto. Después de comerse a su caballo junto a los nativos, su única dieta serán las cornejas que puede atrapar. Asimismo, las anotaciones dejadas por un soldado inglés en uno de los bolsillos de la casaca roja, que da fe de su condición de militar del imperio británico, le descubrirán un plan para huir de la Aldea de los muertos.
Gunga Dass mató al de la casaca cuando iban a escapar juntos e intentará hacer lo mismo con Morowbie. Pero la suerte está de parte del sahib quien, tras quedar inconsciente tras ser golpeado por Gunga Dass, podrá escapar del cráter gracias a la ayuda de un nativo "bueno". El relato en sí es impresionante, otro de los mejores del libro. Ello no quita para que venga a rectificar esa idea sobre la ligereza de la exaltación racista/imperialista de Kipling respecto a la de Joseph Conrad. La extraña cabalgada de Morowbie Jukes ha venido a confirmarme que estaba equivocado, Rudyard Kipling es tan imperialista como corresponde al poeta por excelencia del imperio británico.
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La maldición de los fuegos y las sombras, del poeta William Butler Yeats, transporta a sus lectores a una de las guerras de religión libradas en el Reino Unido en otra de las piezas que más me han interesado de toda la selección. Una tropa de puritanos ingleses irrumpe en una abadía del condado irlandés de Sligo -que tan caro le fue a Yeats- y fusila a todos los frailes. Antes de morir, el abad anatemiza a sus asesinos. Acto seguido, los puritanos inician la persecución de los mensajeros irlandeses que se disponen a levantar contra ellos a todo el país y en dicha empresa se adentran en un bosque que, naturalmente, no tardará en resultar tenebroso.
Avanzando en su persecución, ya bien entrada la noche, les sale al paso un río donde una extraña mujer lava a un muerto y pregunta a los soldados por un hijo que perdió. El soldado más veterano echa mano de su espada gritando que la mujer es un engendro de Satán. Cuando el militar le asesta la primera estocada, resulta ser una aparición. No menos extraño es el gaitero que pregunta a la tropa por su mujer muerta. Para entonces, los perseguidores ya están perdidos en el bosque y obligan al gaitero a guiarles por las espesuras en las que están perdidos. El tipo sube a un caballo tan inquietante como él y cabalga todo lo rápido que su penco puede hacerlo entre los árboles y las sombras. Las monturas de los soldados, sin que éstos puedan hacer nada, comienzan a seguir enloquecidos al guía. Y así hasta que llegan al Despeñadero de los Extranjeros. Pese a que se trata de un puesto inglés, los corceles se arrojan al vacío sin que los soldados lo puedan impedir.
Además del aplauso de una propuesta en verdad sugerente de la inquietud de sus protagonistas, lo que más me llama la atención en esta pieza, acostumbrado a que los villanos sean prelados de la iglesia católica, es que aquí la maldad esté encarnada por los luteranos. No hay duda: Yeats fue un irlandés militante y la religión -todas en bloque, con todos sus infiernos- es una fuente inagotable del cuento de miedo.
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Después de muchos años dándole vueltas al asunto he llegado a la conclusión de que mi admiración por H. G. Wells se reduce a sus cuatro grandes novelas -La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898)-, leídas todas ellas en la adolescencia, lo poco que desde entonces he vuelto a leer de este padre de la ciencia ficción han sido piezas breves y ninguna me ha satisfecho plenamente. El fantasma inexperto (1902), no es la excepción a la ya regla.
Clayton, el tipo que protagoniza la historia, cuenta a sus compañeros de club como, en ese mismo establecimiento, la noche anterior tuvo un encuentro con un fantasma. Abocado por su transparencia a contar la verdad, el espectro, lejos de asustar a Clayton, tras confesarle que se ha metido en el club porque el inmueble donde se encuentra le ha parecido lo suficientemente antiguo, le cuenta la historia de lo desdichado que fue en vida. Desgracias que, por otro lado, no difieren mucho de las de cualquier otro don nadie.
La gracia, el hallazgo, el quid de la cuestión del cuento parece estar en que el espectro, impelido por esa sinceridad a ultranza a la que le aboca su transparencia, confiesa a Clayton cómo son los gestos que hay que hacer para ir de la dimensión de los vivos a la de las almas en pena. Clayton reproduce esas mismas acciones para sus contertulios en el club cuando cae muerto en lo que el juez califica como un ataque de apoplejía. Mientras nosotros, el lector, sabemos que con los gestos Clayton ha obrado el conjuro que le ha llevado al mundo de los fantasmas.
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Edward Frederic Benson es otro de los grandes cultivadores del cuento de fantasmas que dio la Inglaterra victoriana. La habitación de la torre (1912), la pieza que le trae a Felices pesadillas, viene a dar prueba de ello. Su protagonista es un tipo agobiado por un sueño recurrente que siempre acaba en la misma estancia: "con diversas variaciones lo he sentido intermitentemente durante quince años. Casi siempre suele producirse exactamente así: la llegada, el té en el prado, el silencio mortal que sucede a esa única y terrible frase ["Jack le enseñará su habitación: le he asignado la de la torre"], el ascenso con Jack Stone hasta la habitación de la torre en la que habita el horror, y el final de la terrible pesadilla, en el que me encuentro en la habitación, aunque nunca llegué a ver lo que sucedía después" (pág. 699).
Lógicamente, el cuento nos refiere lo acontecido a cuando la experiencia onírica se convierte en la realidad. La casa será la alquilada en un bosque de Sussex por un amigo que responde al nombre de John Clinton. A medida que el narrador se acerca, reconocerá en ella el escenario de sus sueños. En la habitación que se le asigna hay un cuadro, un autorretrato de una dama inquietante, Julia Stone, quien resulta ser la madre del Jack de sus sueños. En torno a dicha pintura se producen varios hechos misteriosos.
El mayor de estos arcanos es que la obra vuelva a aparecer colgada en el mismo lugar de donde la descuelgan para que el visitante pueda dormir. Cuando se explica el misterio, resulta que Julia Stone fue una suicida enterrada en camposanto, cuyo cadáver no descansó hasta que se le dio sepultura en un terreno sin consagrar.
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Sredni Vashtar, la pieza de Saki incluida en Felices pesadillas, calculo que debió de ser publicada originalmente dentro de Beasts and Super-Beasts (1914). En cualquier caso, además de ser uno de los cuentos más conocidos de este otro inglés victoriano nacido en Oriente -Hector Hugh Munro, verdadero nombre del autor, vino al mundo en la Birmania de 1870- está considerado una de las más representativos de toda su obra. Ello se debe a que, en la mayor parte de sus ficciones, los animales, más o menos antropomorfizados, responden a las inquietudes y los comportamientos humanos. De ahí que Saki pueda ser considerado uno de los últimos fabuladores propiamente dichos.
En esta ocasión, Sredni Vashtar al que alude el título no es sino un hurón. Pese a que Conradin -el niño protagonista de la pieza- lo guarda en una conejera, lo ha elevado a sus altares: considera al animal una suerte de dios. Y a él confía su venganza de "La señora". Es así como nuestro protagonista llama a la prima que le tutela con la misma severidad que lo hicieron con el propio autor los parientes puritanos a quienes se les confió su educación cuando, tras la muerte de su progenitora, el futuro escritor fue enviado a Inglaterra siendo un niño.
He querido imaginar Sredni Vashtar en la estala de Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James. La Señora me ha recordado a la señorita Jessel de James y a Saki suele comparársele con su colega estadounidense. En cualquier caso, Conradin dispondrá las cosas para que el hurón mate a su tutora antes de escapar de la conejera donde está guardado.
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De William Hope Hodgson tuve noticia por primera vez en El horror en la literatura (1939), el ensayo póstumo de Lovecraft, copilado por August Derleth y Donald Wandrei. Lo leí en su traducción española, publicada por Alianza Editorial en 1984, en 1986. Allí, en la página 81, Lovecraft se refiere a la tremenda fuerza de Hodgson "en sus evocaciones de mundos y seres ocultos tras la superficie ordinaria de la vida". Sin embargo, no tuve oportunidad de leer a este otro victoriano inglés, autor de alguno de los cuentos de miedo más sobrecogedores de su tiempo hasta que los responsables de Valdemar me obsequiaron La nave abandonada y otros relatos de horror en el mar (1997).
De aquella selección procede Una voz en la noche. Publicada por primera vez en el número de noviembre de 1907 de la revista Blue Book Magazine. Su asunto versa sobre la experiencia de un matrimonio que, tras flotar a la deriva en una balsa, cree haber encontrado la salvación cuando arriban a una nave abandonada, tomada por un extraño hongo gris que se apodera de todo poco a poco. No sólo es imposible luchar contra el moho, sino que cuando arriban a una isla abandonada, el hongo también comienza a extenderse por ella.
La historia nos es referida por su protagonista, cuando ese se acerca a una goleta en busca de algo de alimento. Tras advertir a sus tripulantes que no se acerquen a él, les explica el motivo de su precaución. De ahí que para quienes escuchan al infeliz, éste sólo sea una voz en la noche. En un momento dado, un fugaz resplandor consigue que el narrador pueda ver al dueño de esa voz que le pide ayuda y el desdichado tiene el "aspecto de una esponja, una esponja desproporcionada, grisácea y tambaleante" (pág. 750).
(continuará)
Publicado el 19 de enero de 2018 a las 16:15.