Una antología de Valdemar (II)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Felices pesadillas
Una tumba del cementerio Pere-Lachaisse (foto: Javier Memba).
(viene del asiento del 12 de octubre de 2017)
La muerta enamorada (1836), de Théophile Gautier, es un relato romántico canónico. Su propio título lo deja bien a las claras. Pero rezuma un anticlericalismo que ha venido a recordarme la eterna pendencia con el papismo de los góticos ingleses: Ann Radcliffe, Matthew G. Lewis... Clarimonda, su protagonista, además de una vampira singular -se vale de una aguja de oro para la extracción de la sangre de sus víctimas-, parece ser un súcubo que tienta a Romuald el día que va a ser ordenado sacerdote. Que sea un Romuald, ya viejo, quien cuenta la historia como un asunto de su juventud a un joven cura es un procedimiento que me seduce.
Ya en su nueva parroquia, Romuald es requerido para dar una extremaunción. Cuando acude al lugar donde se le llama, la dama, a la que debía bendecir con el último sacramento, no es otra que Clarimonda. Prendado de su belleza y creyéndola cadáver, la besa en los labios. Al punto, la muerta enamorada resucita. Es el comienzo de un apasionado amor que se desarrolla en las noches de Romuald, cuando mediante oscuros prodigios se convierte en el amante de Clarimonda en Venecia. La sombría experiencia del joven no se le pasa por alto al abad Serapione, uno de los superiores del Romuald, a quien advierte que está jugándose la salvación de su alma. Como el joven cura insiste en su nefasto amor -que sí parece cierto- a Serapione no le queda más remedio que mostrarle la tumba donde yacen desde hace mucho tiempo los restos de Clarimonda, quien -en efecto- resulta ser un súcubo de Belcebú.
Con todo, al cabo de los años, pese a que el Romuald ya anciano se muestra satisfecho de haberse podido librar de Clarimonda, añora ese amor que le unió a ella.
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El guardavías (sic), que quizás hubiera debido titularse El guardavía -es así como recoge la palabra que designa el empleo susodicho el diccionario de la RAE-, fue publicado por Charles Dickens en 1865. Dado que a su autor suele asociársele a sus huerfanitos, lo primero que me sugiere esta pieza es la evidencia incontestable de que uno de los mayores representantes de la novela realista inglesa es capaz de horadar con elementos sobrenaturales, y sumo acierto, sus retratos de la realidad. Tanto es así que estas páginas tratan de un espectro. Al menos eso es lo que he creído entender yo al llegar a la conclusión de la pieza. Ésta se abre con el narrador llamando la atención del guardavía aludido -distraído porque parece atender a algo que sucede en el túnel que tiene a su cargo-, para poder ir a encontrarse con él.
Con posterioridad, cuando el narrador -una de esas personas ávidas de conversación, que en pos de ella hablan con cualquiera- vuelve a ir al encuentro del guardavía, éste se refiere a un espectro que le ha advertido de cierto peligro. El narrador asegura que todos son figuraciones del guardavía. Pero en una tercera visita, cuando el narrador no le encuentra, le anuncian que ha sido arrollado por un tren cuyo conductor intentó prevenirle con la misma advertencia que le hizo el espectro. De ello se sigue que el espectro era el heraldo de la muerte del guardavía. Pero, considerando la coincidencia de sus visitas, también cabe la sugerencia de que el espectro sea el propio narrador.
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Schalken el pintor (1839), de Sheridan Le Fanu es uno de los numerosos relatos incluidos en Felices pesadillas que ya me eran conocidos. Releído una vez más con sumo gusto -y van cuatro- no cansaré al lector con nuevas notas sobre él. Baste pues con remitirle a los apuntes sobre esta pequeña obra maestra ya consignados en esta bitácora. También había leído con anterioridad La araña cangrejo (1860), de los alsacianos Emile Erckmann y Alexandre Chatrian. A decir de Lovecraft, "enriquecieron la literatura francesa con numerosas narraciones espectrales". A mí, humildemente, nunca me han interesado tanto como Sheridan Le Fanu. En cualquier caso, por si el lector estuviera interesado, también le remito a mis notas sobre La araña cangrejo ya publicadas en este blog.
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Tan revisitado hace veinte años como olvidado en nuestros días, Wilkie Collins se me antoja más cerca de la literatura de suspense o de intriga que de mis queridos cuentos de miedo. Desde luego, Una cama terriblemente extraña (1852), su feliz pesadilla, está mucho más cerca de la intriga que del escalofrío. Su protagonista y narrador es un estudiante inglés, e infundido por esa petulancia con que los ingleses contemplan algunas licencias y pintoresquismos franceses, celebra su licenciatura con un viaje a París. La suerte le acompaña en una casa de juego en la que todo le hace desconfiar.
Ya avanzada la noche, cuando se dispone a abandonar el antro, aconsejado por un viejo soldado con el que ha estado bebiendo -quien le hace ver los peligros que correría de adentrarse en las solitarias y oscuras calles con todo el dinero que ha ganado-, el inglés decide quedarse a pasar la noche en cuarto que tienen en la casa a tal efecto. Una vez acostado, acaba descubriendo que la cama está dotada con un mecanismo para aplastar a sus víctimas y hacer que desaparezcan sin dejar rastro alguno. Pero el inglés consigue escapar y volver al lugar con la policía. Naturalmente, el soldado está compinchado con los responsables del establecimiento, que resultan ser los culpables de varias desapariciones recientes.
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¿Qué es eso? (1859) de Fitz James O'Brien -o ¿Qué fue eso?, según la traducción literal y más frecuente del título original What was It?- está considerado uno de los mejores relatos de seres invisibles de todos los tiempos. Harry, el narrador, acaba de fumar opio con un vecino en el jardín del edificio de apartamentos de la Nueva York decimonónica del que ambos son inquilinos. La conversación gira en torno a Hoffman y otros grandes del cuento de miedo, hasta que Harry se despide de Hammond, el vecino, convencido de que "el opio y las pesadillas jamás deberían juntarse".
Apenas se mete en la cama, Harry siente cómo algo invisible se le cae del techo y unas manos huesudas comienzan a estrangularle. A duras penas consigue desasirse de su agresor. Cuando Hamond, atraído por el escandalo que ha producido la lucha se acerca al apartamento, entre los dos le reducen. Todos los inquilinos del inmueble acuden. No dan crédito cuando ven a los dos fumadores de opio debatirse con tantos esfuerzos con una entidad invisible.
El hecho de que el ser surja después de que nuestros protagonistas hayan estado charlando sobre cuentos numinosos lleva a muchos lectores a pensar que el ser invisible es un monstruo engendrado por la razón de Harry. Sin embargo, morirá por falta de alimento. Una vez lo tienen atado y cubierto, los dos vecinos intentan darle de comer con diversas viandas que pone delante. Pero la entidad las deja todas intactas. Finalmente, Hamond y Harry comienzan a escuchar como su respiración y el resto de sus signos de vida van decreciendo hasta su extinción.
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Claude Vignon, non de plume de la escultora Noemi Cadiot, como narradora se consideraba una discípula de Balzac. Pero debió de ser su primer marido, el ocultista Eliphas Lévi -uno de los magos más célebres de su tiempo, el París decimonónico-, quien la llevó a los relatos de ultratumba. Así rezaba el subtítulo de los reunidos a El convidado de los muertos en el número 43 de El Club Diógenes, la colección a la que rinde tributo Felices pesadillas.
Los muertos se vengan (1857), la pieza de Vignon seleccionada para la ocasión, puede enmarcarse en esa tradición literaria en torno al día de Todos los Santos que, en líneas generales, abarca tanto a El monte de las ánimas (1861), una de las más célebres leyendas de Bécquer, como al ya manido -y siempre ajeno a nuestra cultura- Halloween. Durante la reunión en el pabellón de caza de una dama cuyo nombre no se dice, el anciano doctor Maynaud asusta a toda la concurrencia tras sufrir un sobresalto. No tardará en explicar el motivo de su alarma. Su exégesis constituirá la narración.
Siendo estudiante en Montpellier, tras una juerga entre compañeros corrida un día de los difuntos, cuando el resto de los borrachos le dejan solo, Maynaud acaba en el anfiteatro anatómico y allí asiste a las quejas de los difuntos, que se entregan a una suerte de baile de sus ánimas, sobre las autopsias a las que han sido sometidos sus cadáveres. A partir de entonces, nuestro médico se negó a la autopsia de sus muertos. Estamos, a todas luces, ante un cuento fallido: no satisface las expectativas que él mismo despierta con su ambientación un Día de los difuntos en un gabinete anatómico. No me cabe duda: la leyenda de Bécquer es mucho mejor.
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Más que un cuento de miedo, El clan de los parricidas de Ambrose Bierce es una sucesión de relatos independientes de humor. Bien es cierto que atrocidades no le faltan para contar entre las pesadillas más angustiosas del tomo, pero el desparpajo con el que el autor nos las refiere resulta más próximo al sarcasmo que al horror. Cada uno de los parricidas protagoniza una crónica independiente. Entre todas conjuntan el clan. El primero de los asesinos traídos a estas páginas es un tipo que mata a los perros de sus vecinos para hacer cierto aceite con los canes de gran valor medicinal. Está casado con una mujer que practica abortos. Cuando decide matarla, el hijo es testigo de cómo falla al intentar estrangularla. Ella se defiende acuchillándole a él. Al final, el parricida abraza a su esposa y se arroja con ella a la caldera donde hierve el aceite de perro.
De ahí para arriba, los parricidios, a cuál más descabellado, se van sucediendo. Una de las cosas que más detesto es la risa frente al escalofrío, el espanto que no se respeta a sí mismo. Me enerva tanto como esa gente que se ríe en las películas de miedo para convencerse de que no le inquieta lo que está viendo. Sin embargo, he de reconocer que estos parricidas de Bierce me magnetizaron durante un viaje en tren a Gijón este último verano.
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Tengo un problema con Bram Stoker: sus novelas me parecen demasiado largas. Como vengo diciendo en estas notas, el vehículo ideal para la inquietud es el cuento como los de Poe, Lovecraft, Machen... O, sencillamente, los que se contaban al caer las sombras, antes de ir a dormir, el momento propicio para el miedo. Muy por el contrario, tanto en Drácula (1897) como en La dama del sudario (1909), Stoker nos propone un par de tochos. Dos novelas cuya extensión -siempre a mi modesto juicio- acaba por desvirtuar esa inquietud queriéndola racionalizar. Inquietud que ha de ser breve e inexplicable, como un escalofrío. De ahí que mi Stoker favorito sea el de El entierro de las ratas (¿1887?), una pieza breve y de un terror racionalista apabullante.
Los dualistas (1887) está fechado el mismo año en que el autor de Drácula ingresó en la sociedad neopagana Golden Dawn in the Outer, un círculo esotérico al que también pertenecieron autores tan sobresalientes en la literatura fantástica, en su más amplio concepto, como Algernon Blakwood, Rider Haggard o el ya citado Machen. Los dualistas es un relato breve y versa con precisión sobre el misterioso vínculo que se establece entre los hermanos gemelos y el odio, que tan a menudo nos inspira quien nos recuerda a nosotros mismos. Los gemelos Bubb, son los reyes de su casa, una mansión de la alta burguesía de su tiempo. Tanto para sus padres como para el servicio, son unos niños muy buenos.
En su misma calle, los gemelos Stanton, ya casi adolescentes, han decidido "sacrificar al altar de su placer" cuanto les viene en gana. Empiezan rompiendo cuantos objetos les llaman la atención de la mansión donde habitan. Como siempre consiguen que nunca les juzguen -cuando rompen la vajilla se culpa al servicio- la cosa va en aumento. Más que travesuras son canalladas, en cuyo ascenso me han recordado el de Slaks, la protagonista de Los perros, el deseo y la muerte (1974), un relato póstumo de Boris Vian escrito, al parecer, entre 1945 y 1952.
Quedémonos por el momento con los gemelos Stanton y su último juego, arrojarse entre ellos a los gemelos Bubb, como si fueran dos pelotas, mientras se encuentran en el alero de un tejado. Cuando los Bubb, los padres, contemplan lo que los Stanton están haciendo a sus hijos, corren angustiados hacia ellos. Apenas los tienen a tiro, los Stanton les arrojan a los niños a sus progenitores. Con el impacto de los cuerpos mueren todos, padres e hijos. Pero los perversos Stanton hacen pasar su crimen por un suicidio con parricidio.
Ante este último planteamiento, también cabe situar Los dualistas en la estela del díptico de Sade integrado por Justine o los infortunios de la virtud (1791) y Juliette o las prosperidades del vicio (1801), títulos harto elocuentes al respecto.
(continúa en el asiento del 21 de diciembre de 2017)
Publicado el 28 de noviembre de 2017 a las 12:15.