La nueva entrega de Blake y Mortimer (I)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Las aventuras de Blake y Mortimer, sobre "El testamento de William S."
Después de varios meses entregado a los álbumes de los Humanoides Asociados -El Incal de Alejandro Jodorowsky y Moebius, Antes del Incal, también de Jodorowsky como guionista y con Zoran Janjetoc como dibujante-, lecturas a las que también cabría añadir Los tecnopadres, igualmente de Jodorowsky y Janjetoc, mi regreso a la Línea Clara con la última entrega de las aventuras de Blake y Mortimer se me ha hecho tan grata como debió de serlo el regreso a casa del hijo pródigo. Y ha sido tan placentera la vuelta a los dibujos joviales y apacibles de la escuela belga, tras la deriva por el cómic alucinado de la francesa, que me lleva a concluir que mi baremo para medir el cómic es diferente al del resto de las manifestaciones artísticas y culturales, que prefiero malditas, heterodoxas y alucinadas.
Me explico, si las aventuras del detective John Difool -el protagonista de los Incales junto a Deepo, su extraño pájaro- hubiesen sido una película o una novela, me hubieran maravillado. Una novela o una película alucinada, como lo son todas las entregas de la saga de los Incales donde se cuentan las peripecias de Difool, por esa exaltación de la fantasía y la subjetividad, inherente a la alucinación per se, me hubieran cautivado desde las primeras viñetas. Pero hay algo que me disgusta en los tebeos alucinados, escépticos y metafísicos, tal son las obras de los Humanoides Asociados. No es otra cosa que mi arraigo a la Línea Clara que, amén de al grafismo de la historieta, también alude a la pureza de sus personajes. Como ya he escrito en numerosas ocasiones, Tintín, el paradigma de la Línea Clara, fue la primera referencia de mi mitología personal. Tintín llegó antes a mis altares que el cine, el rock y la literatura, el resto de los pilares que -por este orden- fueron conformando mi propio Olimpo. Adoraba al infatigable reportero de Le petit vingtiéme antes incluso de saber leer, cuando empecé a amar el resto del cómic.
Ya en mi adolescencia, cuando me di con profusión a la lectura del comix underground -escrito así, con "x" para subrayar su marginalidad- descubrí que había algo en la obra de Robert Crumb -las aventuras de El gato Fritz, Mr. Natural- que me desagradaba. Al igual que en los Freaks Brothers de Gilbert Shelton, también leídos en los 70 con asiduidad, esa desavenencia de mi yo más íntimo con el comix underground no era otra cosa que mi mediatización por el candor de la Línea Clara a todos los niveles. Tanto Crumb como Shelton me gustaron por lo que decían, no por cómo lo decían. O, si se prefiere, por el fondo, que no por la forma.
Pero ya no soy dogmático ni para mis propios gustos. Por otro lado, se han quedado muy lejanos ciertos placeres a los que me di antaño, que me predisponían a los dibujos alucinados. De modo que hay algo que me distancia de una historieta como El Incal, que empieza y acaba con el suicidio de Difool después de que todos sus compañeros de aventuras se hayan fundido con el mítico metal al que alude el título. Hablando en plata, hay algo que no me gusta por mucho que Yves Chaland -otro de los grandes de la Línea Clara- fuese uno de los coloristas de las primeras aventuras de Difool. No es sino el estigma de Tintín, feliz piedra angular de mi educación sentimental, de cuya influencia jamás he querido librarme como sí lo he hecho de tantas otras cosas que quisieron inculcarme en mi despertar a la vida. Dicho esto, vayamos sin más dilación a los apuntes sobre la nueva entrega de los discípulos más destacados del infatigable reportero: el profesor Philip Mortimer y el capitán Francis Blake.
Con la publicación de El testamento de William S., el título en cuestión cuya traducción española ha visto la luz este mismo año 17, la continuación de la serie iniciada por Jean Van Hamme y Ted Beonit en 1996 con El caso de Francis Blake ya llega a su décima aventura. No es éste, sin embargo, el cómputo de álbumes. Como es sabido La maldición de los treinta denarios (2009 y 2010) -también con libreto de Van Hamme y dibujos de René Sterne y Chantal de Spiegeleer- se prolonga en un par entregas. Como también es el caso de Los sarcófagos del sexto continente (2003 y 2004), con guion de Yves Sente y dibujos de André Juillard. Diez también fueron las aventuras concebidas por el gran Edgar P. Jacobs, tras Hergé segundo del triunvirato rector de la Línea Clara. De sus ya numerosos acólitos, Sente y Juillard precisamente han sido los responsables de un mayor número de álbumes. No es de extrañar por tanto que a ellos se deban las que, a mi juicio, son los mejores -La maquinación Voronov (2000), La vara de Plutarco (2014)-, pero también el que menos me ha satisfecho: El juramento de los cinco lores (2012). El testamento de William S., cuya traducción española ha aparecido este mismo año merece ser incluido entre los mejores.
(Continuará)
Publicado el 7 de septiembre de 2017 a las 15:15.