Más cuentos de Horacio Quiroga (y II)
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(viene del asiento anterior)
Si a El síncope blanco le sumamos El llamado, puede hablarse de la hospitalaria como otra constante en la narrativa de Quiroga, quien precisamente puso fin a sus días en la cama del hospital donde se le había diagnosticado un cáncer. De momento, este segundo cuento clínico nos es contado por un tipo que acude a uno de estos establecimientos a visitar a un médico. El facultativo le invita a escuchar el relato de una mujer en compañía de unos "espiritistas" que se disponen a hacerlo.
Internada desde cuatro días antes, está aquejada de una obsesión que le hace perder el juicio. Se trata al cabo de una viuda que prometió en su lecho de muerte a su marido no escatimar esfuerzos para el porvenir de su hija. Su entrega a la pequeña era total, hasta que ésta quedó sumida en una extraña enfermedad. Entonces una voz -esa clásica voz que en una primera lectura se cree una de esas que dicen escuchar los dementes- le advierte de que la niña morirá en un accidente doméstico.
Empezando por sacar a la niña de la cocina[1], la viuda y madre tomó todas las precauciones al respecto. Sin embargo, todos los miramientos fueron inútiles: la niña se mató accidentalmente jugando con una pistola guardada en el fondo de un cajón.
Huelga detenerse en las analogías este accidente y el que protagonizó el propio Quiroga al quitar la vida de forma fortuita al también escritor Federico Ferrando, mientras revisaba las pistolas con las que el desdichado iba a batirse con un crítico que había despreciado su obra. Lo que cuenta es el final de El llamado, cuando la mujer confiesa que la voz que le advertía del peligro que corría la niña era la de su difunto marido.
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El procedimiento de El llamado es muy semejante al de Los guantes de goma. Pero en esta última pieza la historia que se nos cuenta es la de una hipocondríaca que, no en vano, responde al nombre de Desdémona. Si la mujer de Otelo halló la muerte por una infidelidad que no había sido, su tocaya de Quiroga fue víctima de unos microbios que no le hubieran atacado de no haber tomado tantas precauciones contra estos microrganismos. Apenas tiene noticia de su capacidad para causar infecciones, comienza a tomar medidas, a cuál más desmesurada, contra ellos. A los guantes de goma del título les suceden unas vendas. Hasta que nuestra Desdémona decide quitarse los vendajes para lavarse las manos frotándoselas con un cepillo. Pone tanta energía que llega a dejarse la piel en carne viva Y entonces sí, los microbios le producen una infección que le lleva a la muerte.
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Los perseguidos es un relato clásico de locura en el que además se hace hincapié en algo que no suele tenerse en cuenta: los locos son extremadamente inteligentes, que no idiotas como tan a menudo se les considera. Publicado en 1905, es todo un precedente de la novela psicológica venidera. Ambientado en julio de 1903, Leopoldo Lugones y Misiones aparecen con su propio nombre. Siendo su tema el del doble, suele hablarse de la influencia de Poe -del Poe de William Wilson (1839), supongo-, pero también cumple destacar la de Maupassant de El horla. Bajo este título -que alude a las palabras francesas "¡hors là!" (fuera)-, Maupassant -otro loco egregio, por cierto- trata sobre la triste experiencia de un hombre que comienza a ser poseído por el desquiciado que late en él. En este caso, el alienado es un tal Lucas Díaz Vélez. Quiroga lo conoce en casa de Lugones cuando Lucas se presenta inesperadamente mientras los dos escritores charlan sobre los perseguidos (los locos), cuya mirada cree distinguir Quiroga en el recién llegado.
Magnetizado por el perseguido, cuando días después lo ve de lejos en la calle, va su encuentro como si todo fuera un casual. Pero antes estudia su fisonomía obsesivamente. Cuando finalmente entabla conversación con Díaz Vélez, Quiroga empieza a perder el juicio: "Y mis ideas, en perfecta fila hasta ese momento, comenzaron a cambiar de posición" (pág. 118). Díaz Vélez se da cuenta, al igual que sabe que Lugones y Quiroga le creen "un perseguido". En efecto, el loco, con esa lucidez que brinda la enajenación entre dos crisis, reconoce su desequilibrio. Al igual que el de Quiroga, a quien, en un momento dado, con esa ironía que imprimen los lunáticos a sus verdades irrefutables, le anuncia que se cree que él mismo, Díaz Vélez le está persiguiendo. Al punto, como si la alienación también se contagiase por una bacteria, Díaz Vélez advierte sobre lo pernicioso que es que sigan charlando y se marcha.
En las semanas siguientes, el perseguido invitará a Quiroga a su casa en dos ocasiones. La segunda de ellas, Lucas Díaz Vélez está en plena crisis. Cuatro meses después, el perseguido se encuentra recluido en el Instituto (manicomio) cuando el autor vuelve a visitarle. Mientras el médico está presente, la conversación discurre con normalidad, a excepción de la ironía de algunas insinuaciones. Ahora bien, apenas el psiquiatra les deja solos, el loco reconoce en su visita a su perseguidor. Cuando el relato termina, ha levantado la mano para agredirle.
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Otro texto que puede incluirse de forma inequívoca entre los cuentos de locura es Su ausencia. Su protagonista, es un tipo que sufre un desdoblamiento de personalidad. Pero el autor nos lo cuenta con tanta maestría que, en las primeras líneas, se antoja un viaje en el tiempo. El protagonista, un tal Roldán Berger tiene su último recuerdo fechado en el 24 de febrero de 1921. Cree estar en el día siguiente y caminar a su oficina cuando, al avanzar unos pasos, resulta estar viviendo el 2 de abril de 1927 y va a casarse.
Abrumado ante la nueva fecha, acude a ver a su alienista en Buenos Aires, el doctor Campillo. Es éste quien le aclara que en los "dos mil ciento noventa y tantos días" de su lapsus ha sido un intelectual brillante. Autor de un lúcido ensayo titulado El cielo abierto, las gentes cultivadas lo han celebrado como si en sus páginas, Roldán hubiera resumido la totalidad del ser. No sólo en Argentina, en toda América e incluso en Europa se le venera como sólo se hace con los escritores. No hay duda de que Quiroga conoce esa idolatría. Aunque me da la impresión de que, más que por haber gozado él de ella, por haber visto cómo se les dispensa a otros autores. De una u otra manera, el caso es que la ironía sobre la gloria intelectual -que aquí se le brinda a alguien que ha ejercido su magisterio sin saber lo que decía, ¡casi nada!- bien podría ser el verdadero argumento de este otro cuento de locura, que, en ese sentido, entroncaría con los relatos humorísticos de Poe
Quedémonos, de momento, con el autor de El cielo abierto. Entre sus más rendidos admiradores destaca una de las familias más notables y adineradas del país. Su hija, la bella Nora, es la que ha de casarse con Roldán. Como el verdadero Roldán es el oficinista, un tipo apocado y sin la más mínima inquietud intelectual, definido por su alienista en un momento dado como "hombre de acción" tiene miedo a no saber estar a la altura de las circunstancias ante semejante esposa. Sin embargo, son tantos sus encantos que a Campillo no le cuesta demasiado convencerle para que acuda a la cita en el altar.
Ya casado, cuando no llegan esas conferencias, artículos y nuevas publicaciones que cabría esperar en un intelectual de la talla del que nos ocupa, Roldán confiesa a Nora la verdad. Pero ella ya ha tenido tiempo para enamorarse de su marido por lo es, no porque el libro que escribió poseído por su otra personalidad.
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Los relatos que nos hablan de antiguos seductores, venidos a menos en el otoño de su edad, no distan mucho en la jerarquía de mis altares de los cuentos de miedo. Quiero recordar La máscara del gran Guy de Maupassant, sobre un galán envejecido que, para seguir asistiendo, sin que se note que es un anciano, a los bailes de Montmatre donde brilló en su juventud, se cubre el rostro tras una máscara.
El protagonista de El ocaso, otra de las piezas de Quiroga que acompañan a El síncope blanco, es un hombre de sesenta años que sedujo a innumerables mujeres en sus días de esplendor. Sin embargo, el recuerdo de la primera que se le entregó permanece incólume. "Tengo la impresión de no haber estado con un hombre", le reprochó ella al despedirse por su precipitación en la entrega. Y como nuestro seductor, en efecto, no era un hombre sino un "muchacho brioso", aún recuerda la queja cuando una mujer, exactamente igual a aquella de su primera vez, se acerca a él en balneario de moda donde el otrora galán asiste a su ocaso.
El parecido de la recién llegada con la mujer pretérita es tan asombro que el narrador lo cree obra de una transmigración de las alamas. Dice llamarse Lucila y, avanzando en la lectura, se nos dirá que es hija de aquella del reproche. Nuestro seductor le pone en antecedentes sobre su parecido y del recuerdo que guarda. Lucila se le entrega y al acabar, cuarenta años después, le hace el mismo reproche que su madre. Antaño por bisoño y ahora por marchito, nuestro hombre nunca ha podido satisfacer a las dos mujeres que han abierto y cerrado su experiencia sexual.
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El más allá del que nos habla la pieza homónima, última de la selección, es ese limbo donde -según las algunas películas[2] y ficciones como este texto- permanecen los recién fallecidos antes de perderse definitivamente en el reino de los muertos. En ese lugar -donde según el cine, como todo sigue siendo igual que en la última visión de la vida, el difunto no sabe que ya lo es hasta que ve su propio cadáver y comprende que ni se puede comunicar con ellos ni los demás le ven- se encuentra la pareja que protagoniza la pieza. Decidieron quitarse la vida cuando la familia de ella les impidió su amor y ahora, mientras nos lo cuentan, observan como lloran ante sus cadáveres.
El más allá sería un cuento romántico si no fuera porque al gran Quiroga se le suicido el padrastro, una esposa y algún otro allegado antes de convertirse él mismo en asesino de sí mismo.
[1] Esto me ha recordado que en mi más tierna infancia mi madre me impuso la prohibición de la entrada la cocina para evitar los peligros que esa estancia tiene para los niños. Como aún me daba miedo la oscuridad, me quedaba jugando en el quicio de la puerta. En el descansillo que delante de la puerta, que ella dejaba abierta para que la luz de la cocina lo iluminara. Es uno de mis primeros recuerdos.
[2] Quiero recordar El carnaval de las almas (Herk Harvey, 1962).
Publicado el 28 de julio de 2017 a las 09:15.