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12 monos, Chris Marker transciende a la nueva televisión

Archivado en: Inéditos cine, series de televisión

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Una imagen de La Jetée

La experiencia me ha enseñado que no se puede ser categórico al afirmar que una obra es la mejor en su género. Apuntaré por tanto que La Jetée (1962), la cinta del gran Chris Marker cuyo protagonista, siendo aún un niño, contempla el rostro de una muchacha (Hélène Chatelain) en el aeropuerto de Orly mientras un hombre cae asesinado a su lado, es uno de los mejores cortometrajes de toda la historia del cine.

 

Concebido en los días en que el miedo al holocausto nuclear alcanzó su punto más álgido e inspiró cintas como -Five (Arch Oboler, 1951), El mundo la carne y el diablo (Ranald MacDougall, 1959) o La hora final (Stanley Kramer, 1959-, los escasos veintinueve minutos que dura La Jetée bastaron para que Marker llevara a cabo una de las mejores pastorales poscatástrofe atómica de toda de toda la historia del cine de ciencia ficción. Pero también uno de los mejores viajes en el tiempo. Porque La Jetée -junto con Lemmy contra Alphaville (Jean-Luc Godard, 1962), Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966) y Te amo, te amo (Alain Resnais, 1968)- es el mejor ejemplo de la calidad alcanzada por el cine fantacientífico de la Nouvelle Vague, de cuya Rive Gauche -la otra escuela, la ajena a Cahiers du Cinéma-, Marker -junto con Resnais y Agnès Varda- fue uno de sus representantes más genuinos.

El recuerdo que el niño de La Jetée habría de guardar del rostro de la muchacha sería poderoso. Tanto que, años después, tras la hecatombe nuclear desatada con la Tercera Guerra Mundial, que como al resto del planeta se llevó por delante París, convertido en uno de los pocos supervivientes al Apocalipsis que encontraron refugio en los sótanos de Chaillot, llama la atención de un grupo de científicos que le hacen prisionero. Sus captores están en posesión de un ingenio que permite el viaje intertemporal. Y también están convencidos de que el magnetismo, que esa imagen de la mujer pretérita ejerce sobre el hombre (Davos Hanich) que fue el niño que la vio en Orly, le convierte en el crononauta ideal. De modo le facturan hacia el pasado para que lo enmiende. A tal fin lo narcotizan, pero no pueden evitar que el viajero se acostumbre a visitar a la chica y ella a recibirle.

 

Cuando en sus viajes hacia el futuro el crononauta da con una unidad de energía que permitirá que la humanidad desate su propio apocalipsis, sus captores se disponen a matarle. Ayudado por los hombres venideros consigue reunirse con la muchacha en Orly, allí donde empieza la película. Pero los científicos que le han estado utilizando disparan sobre él. El crononauta comprende entonces que aquel que cae asesinado en su recuerdo infantil no es otro que él mismo.

 

Para mayor gloria de tanta delicia y adecuación de los costos de producción a esos exiguos presupuestos comunes a los cortometrajes, toda la historia de La Jetée nos es contada a través de un fotomontaje en el que sólo hay una imagen dinámica en sí misma: aquélla que nos muestra un simpático gesto de la chica. Por lo demás, la narración está conformada por una sucesión de fotografías fijas sobre las que se mueve el tomavistas.

Marker coincidió con Resnais en su lúcida experimentación sobre las posibilidades que la memoria ofrece al cine de ciencia ficción. En los comienzos de mi cinefilia le admiré por eso. Hasta que en 1995 Terry Gilliam estrenó Doce monos, un largometraje basado en La Jetée que alarga el mismo asunto de los veintinueve minutos del original a los ciento veintinueve de una cinta estándar tirando a larga. Entonces Marker comenzó a figurárseme merecedor de un capítulo propio en la historia del cine de ciencia ficción, lugar que ya ocupa en la del cine documental.

 

Como la amenaza atómica ya había sido superada, el holocausto nuclear, en la propuesta de Gilliam, da paso al holocausto ecológico. En Doce monos, la humanidad, reducida a una mínima expresión por una pandemia fulminante, también sobrevive en las cloacas: los animales han vuelto a ser los reyes del planeta. Las imágenes de la Baltimore de 1996 -en la cronología de la película-, tomada por la fauna que se encuentra James Cole (Bruce Willis) en sus viajes al pasado, aún me desasosiegan. Aquí se trata de neutralizar al ejército de los Doce Monos, una organización animalista en apariencia dispuesta a acabar con la especie humana. Sin embargo, no fueron ellos los que soltaron el virus que provocó la pandemia. El asesino de la humanidad fue el doctor Peters (David Morse), un verdadero enemigo del mundo. El resto es ese regreso sublime a la chica, en esta ocasión la doctora Kathryn Railly, incorporada por Madeleine Stowe. Por lo demás, la muerte que contempla el futuro crononauta en el aeropuerto también es la que le aguarda a él mismo.

 

Aquel remake de Gilliam me reconcilió con el antiguo Monty Python, al que aborrecía tanto por el humor tosco de este grupo como por las dos cintas que a la sazón había visto de él: Brazil (1985) y El rey pescador (1991). Estimé tan acertada su adaptación de La Jetée como desafortunada esa versión de 1984 (1948), la distopía de Orwell, que es Brazil. Esa revisión, esa utilización de La Jetée como ejemplo, convirtió al mítico cortometraje un clásico treinta años después de que, según he creído leer en algún lugar, el filme de Marker formase un legendario programa doble con Lemmy contra Alphaville.

 

Clásico que, veinte años después, han venido a reverdecer Terry Matalas y Travis Fickett en 12 monos (2015-), una de esas series que pertenecen, sin ningún género de dudas, a esa nueva narrativa televisiva de la que vengo hablando en los últimos meses.

 

Guionistas con anterioridad de algunos capítulos de Terra Nova (Kelly Marcel, Claig Silverstein, 2011), los remakes de clásicos de la antena como Star Trek: Enterprise (Rick Berman, Brannon Braga, 2001-2005) o la última Nikita (Claig Silverstein 2012-2013), 12 monos ha supuesto el debut del tándem en la producción para el canal temático SyFy. A mí se me antoja algo muy parecido a esa comunión con el western clásico que, decía José Luis Borau, fue Brandy (1964), el eurowestern que inaugura su filmografía.

 

Apenas tuve noticia de 12 monos entre la propuesta de Netflix la agregué a "mis favoritos". En tres o cuatro sesiones, de varios capítulos cada una, he dado cuenta de la primera temporada con el entusiasmo que me produce que uno de los cortometrajes que más estimo haya trascendido a esta nueva televisión que me tiene cautivado.

 

El derrotero, la peripecia de James Cole -aquí recreado por Aaron Stanford- está basada en la de la cinta de Gilliam. Pero en esencia sigue siendo el mismo que el del cortometraje de Marker. Jeffrey Goines, el demente animalista que en la cinta del 95 estaba interpretado por Brad Pitt, aquí es una mujer, Jennifer Goines, a la que da vida Emily Hampshire. De ella parte una de las subtramas de la serie. Pero también del pasado de la doctora Katarina Jones. La científica responsable de la máquina del tiempo, que recreó por primera vez Carol Jones, ahora está interpretada por Barbara Sukowa, la antigua musa de Fassbinder en Berlin Alexanderplatz (1980) y Lola (1981). Pero, sobre todo, la actriz de referencia de Margarethe von Trotta. En definitiva, interprete por antonomasia -junto con Hanna Schygulla- de aquel nuevo cine alemán de los años 70 que tanto aplaudí en los comienzos de mi cinefilia, la presencia de Barbara Sukowa en 12 monos es un atractivo más para la serie.

No sé cuál será la peripecia de Cole antes de descubrir que fue su propia muerte aquella a la que asistió de niño, ya he dicho que hasta ahora sólo he podido ver la primera temporada y son tres. Seguro que en su deriva hay episodios en los que el ritmo decae. Vengo observando que esto es algo inevitable en narraciones tan dilatadas como las series. A excepción de Penny Dreaful (John Logan, 2014-2016) y American Horror Story (Ryan Murphy y Brad Falchuk, 2011). En cualquier caso -insisto-, ya se puede afirmar que esta nueva versión de La Jetée, revalida el carácter de clásico del cortometraje de Marker. "Clásico", en una de sus primeras acepciones, es aquello que perdura como ejemplo.

 

De todos los subgéneros de la ciencia ficción, el de los viajes en el tiempo es mi favorito. Guiado por ese entusiasmo, vengo a decir que, más allá de los formatos, el crononauta de Chris Marker ocupa por derecho propio un lugar al lado del de H. G. Wells.

Publicado el 20 de marzo de 2017 a las 18:45.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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