Autoría en las nuevas series de televisión
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Rod Serling
Mucho antes de que Alexandre Astruc publicase su Caméra-stylo (1948), el célebre artículo donde pergeñaba la teoría del cine de autor -el cineasta ha de escribir con su cámara como el escritor con su pluma-, que darían a conocer universalmente los miembros más destacados de la Nouvelle Vague a finales de los años 50, cuando aún ejercían la crítica en Cahiers du Cinéma... Mucho antes de todo aquello, las estrellas más rutilantes de la pantalla silente, endiosadas y adoradas como ningún otro interprete lo ha vuelto a estar desde entonces, sabían a ciencia cierta que el cineasta es como el escritor: el responsable omnisciente de la cinta.
Si su realizador no fuese el autor de la película, como pretenden los consabidos apologetas de la grey, la colectividad y el trabajo en equipo, en 1929, Gloria Swanson hubiese sustituido al gran Erich von Stroheim por un espejo durante el rodaje de La reina Kelly en la idea de que ella misma se bastaba y se sobraba para la creación de Kitty Kelly. Aquella princesa del pueblo, que del orfanato de la Alemania imperial donde se había criado pasaba a ser la reina de un burdel en Dar-es-Salam, obedecía a una inspiración singular, que no a un trabajo en común. Sólo un maestro como el gran von Stroheim podía narrar con la destreza precisa la peripecia de Kelly, que con el curso del tiempo la llevaba de regreso al palacio alemán, del que fue expulsada en su primera visita. Allí compartía el trono junto al príncipe -ya rey- que enamoró cuando, siendo aún la gentil huérfana, se le cayeron los pantalones al ver a su futuro pasar al trote al frente de su regimiento.
La fotografía, la dirección artística... En fin, todos y cada uno de los detalles de la puesta en escena -y los esfuerzos de quienes los llevan a cabo-, están supeditados a la narración, cuyas claves sólo las tiene -porque él mismo las crea- el realizador. Gloria Swanson lo sabía. De hecho, pese a que su soberbia no tardó en topar con el genio de von Stroheim, se cuidó mucho de echarlo antes de que La reina Kelly estuviese acabada. Ya con la cinta terminada, despidió al maestro, se permitió alterar su montaje e incluso rodar algunas escenas adicionales para su lucimiento personal, que vienen a ser moco de pavo, pues no hacen sino redundar en lo ya contado por el gran Erich.
Desde los comienzos de mi experiencia cinéfila -al margen de mi fobia a lo gregario, a lo común por el simple hecho de serlo-, siempre he defendido que el cine es de autor. Y es ahora cuando, transcurridos casi cuarenta años desde que la visión monomaniaca de filmes se convirtiera en la gran pasión de mi vida, que mi cinefilia ha cobrado una nueva dimensión con esa nueva narrativa televisiva que en los últimos meses me tiene fascinado.
Desde entonces vengo preguntándome quién es el autor de una serie de televisión. Cualquiera de las que protagonizan esa revolución del medio a la que estamos asistiendo, a las que me refiero, exigen un visionado disciplinado por parte de los telespectadores. Es decir, si no se han visto los capítulos anteriores, hay muchas cosas incomprensibles de la entrega que se está presenciado. Ahora bien, cada uno de los episodios, habida cuenta de la rapidez que demanda su producción ante la avidez de los espectadores de esta nueva narrativa televisiva, suele estar dirigido por un director diferente. ¿Quién es por lo tanto el autor del conjunto? ¿Quién ha creado la narración la narración al completo, el montante total de sus entregas y está, por ello, en posesión de todas las claves para su realización?
La histórica huelga de guionistas, convocada por el Writers Guild of América el siete de marzo de 1988 y prolongada durante los ciento cincuenta y cinco días siguientes, paró las emisiones de la práctica totalidad de los late night shows de la programación estadounidense. Entre las reivindicaciones de entonces de los escritores destacó un mayor control creativo de su trabajo. Los estudios y las cadenas de televisión no tuvieron más remedio que aceptar.
Fue entonces cuando nació la figura del creador (autor) de la serie. Aunque será más propio apuntar que comenzó a ser reconocido puesto que, como poco, el creador ya venía operando desde que el gran Rod Serling alumbró La dimensión desconocida (1959-1964). Por no hablar de Alfred Hitchcock presenta (1955-1965) en la que El mago del suspense resultó ser el paradigma de la autoría televisiva, igual que fuera uno de los primeros autores cinematográficos reconocido como tal por el público en general. Quedémonos por el momento con La dimensión desconocida. El propio Serling fue el productor ejecutivo de aquella propuesta, un auténtico mito en dos historias: la de la televisión de culto y la de la ciencia ficción.
Empezando por Twin Peaks (David Lynch y Mark Frost, 1990-1991), el pórtico a toda esta televisión de autor de la que hablamos, a lo largo de los años 90, la gran mayoría de los guionistas también se convirtieron en productores ejecutivos de las series escritas por ellos. Se afianzó así ese concepto autoral -el hecho de la autoría será más propio decir- que en breve habría de poner en marcha esa revolución de la antena, que HBO y Netflix terminarían de encauzar. Por eso, cuando tras citar el título de una serie se abre un paréntesis para datarla, a continuación del año cumple dar el nombre del autor de esa ficción.
Publicado el 8 de marzo de 2017 a las 16:30.