Unas consideraciones sobre la nueva ficcion televisiva
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Ya he tenido oportunidad de afirmar en estas mismas notas que lo de seguir llamando a la televisión "la caja tonta" es algo tan simple, manido e incierto como sostener que la falta de calidad de la obra de un autor -sea cual sea su tiempo y su lugar- obedece a la censura que el poder de su época ejerció sobre él. La sugerencia -y cuanto más sutil mejor- es más difícil de prohibir que la evidencia. Por lo demás, en una narración, supone la excelencia frente a la vulgaridad de lo obvio. Seamos sutiles y no demos nombres. Basta con pasar de una cadena a otra para dejar atrás la telebasura, que indudablemente aún persiste, y encontrar una televisión didáctica, divertida y enriquecedora. En definitiva, una antena inteligente, que no una caja tonta.
Con todo, he de reconocer que mi querencia a los grandes formatos de pantalla, en los que me formé como espectador de cine, hizo nacer en mí un arraigado prejuicio contra la pequeña pantalla que me ha mantenido alejado de ese esplendor de las nuevas series al que asistimos. Hasta que, hace apenas unos meses, el streaming y ubicuidad del DVD me descubrieron esa nueva narrativa televisiva que han puesto en marcha las series de autor.
En efecto, estas dos nuevas tecnologías -si bien es cierto que el DVD ya se está quedando viejo- me han permitido lo que, a decir de los expertos, es una de las claves de esta revolución de la televisión: que el espectador pueda ver el número de capítulos que le venga gana, cuando le plazca y donde le agrade: televisor, tableta, teléfono inteligente... Yo me quedó con mi ordenador, una de las cosas que más quiero en el mundo. Busco en él las nuevas series como las películas, a cuyas proyecciones en las salas todavía acudo con frecuencia. No tener que ver las nuevas series ateniéndome a la programación de la cadena, me ha descubierto el placer de las sesiones maratonianas.
Más concretamente fue con Aquelarre, la tercera temporada de American Horror Story (2011-). Empecé a ver el primer capítulo el pasado mes de agosto y no pude parar hasta varias horas después. Sólo faltaban tres o cuatro entregas para que me viera en aquella ocasión la temporada completa. Algo inconcebible con esas telecomedias de vecindario, que tanto gustan a tanta gente, de las que no aguanto ni la primera gracia. Más sosegadamente, a un ritmo de dos o tres entregas por velada, he visto desde entonces las cuatro primeras temporadas de esta excelente creación de Ryan Murphy y Brad Falchuk que a la postre viene a abundar y a celebrar el argumento de grandes películas, Murder House, la primera temporada, el de Terror en Amityville (Stuart Rosenberg 1979); Asylum, la segunda, el de Corredor sin retorno (Samuel Fuller, 1963); Freaks Show, la tercera, de La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932). No obstante, me gusta aún más la primera temporada de Penny Dreadful (2014-2015) -de la segunda daré cuenta en breve- porque me seduce más la mixtura de personajes y asuntos de la gran novela fantástica decimonónica: Frankenstein y su abominación, Dorian Gray y su hedonismo, el vampiro y su maldición. Admiré por primera vez una de estas mezcolanzas en La liga de los hombres extraordinarios (2003), la fabulosa cinta de Stephen Norrington.
Sin embargo, no es en ni en las mixturas ni en las revisiones de viejos asuntos donde radica el éxito de estas nuevas series. Ni siquiera en la adaptación al mundo digital del viejo folletín . A mi juicio, el inusitado interés que despiertan consiste -como no podía ser de otra manera- en la novedad de sus propuestas argumentales y estéticas. Mucho más próximas a nuestro querido cine independiente estadounidense que a lo visto hasta ahora en la televisión en abierto. Walter White (Bryan Cranston), el protagonista de Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013), serie paradigmática de esta nueva televisión, subvierte un buen número de valores de la antena tradicional en abierto, familiar por excelencia. Padre de un niño discapacitado y con su mujer embarazada de un segundo hijo, es profesor de química en un instituto. Cuando le diagnostican un cáncer terminal, como el Jonathan Trevanny de El juego de Ripley (1974), la inolvidable novela de Patricia Highsmith, decide aprovechar sus conocimientos para empezar a fabricar drogas de diseño en la idea de poder dejar a su familia un dinero cuando la enfermedad le lleve al hoyo.
Las desdichas de un humilde profesor, siempre en liza con un sueldo insuficiente para sacar adelante a un hijo discapacitado, en el canon de la dramaturgia catódica pretérita hubieran sido dignas de un capítulo de Autopista hacia el cielo (1984-1989) o cualquier otro de los dramones creados, dirigidos y protagonizados por el bueno de Michael Landon. En la obra de Gilligan, dan pie al retrato de la corrupción del profesor. A medida que se introduce en el submundo del tráfico de drogas, White se va volviendo tan brutal y despiadado como cualquier otro criminal.
La deliciosa Buffy, cazavampiros (Joss Whedon, 1997-2003) es una de las pocas de estas nuevas series que en España se estrenaron en abierto y en canales generalistas. Se trata de un drama sobrenatural que se supone dirigido a una audiencia adolescente. Sin embargo, entre los amigos y acólitos de la maravillosa Buffy Summers (Sarah Michelle Gellar) destaca Willow (Alyson Hanningan). La joven vive el amor más apasionado de toda la propuesta con otra chica: Tara (Amber Benson). En consecuencia, las dos protagonizaron el primer beso lésbico mostrado en la televisión estadounidense. Algo impensable apenas unos años antes, cuando la antena dirigida a la audiencia adolescente encontró su mayor cota en Sensación de vivir (Darren Star, 1990-2000) y a Brenda, al final de la primera temporada, le preocupaba haberse quedado embazada tras haber "hecho el amor" -que se decía- con Dylan (Luke Perry).
El corte moral de esta nueva narrativa televisiva queda tan distante del puritanismo de la antena anterior a ella que se diría que, más que su continuación, constituye una propuesta a parte, dirigida a una audiencia diferente, más próxima a los espectadores del cine de autor y el circuito de la versión original. De hecho, algunos comentaristas la llaman televisión de autor. Sin ir más lejos, David Lynch, abanderado con Twin Peaks (1990-1992) de esta revolución de la pequeña pantalla, ha declarado que el cine de autor de nuestros días está en la televisión de pago. De pago y sin retransmisiones deportivas cabría añadir. Dejémonos de sutilezas: HBO y Netflix.
Tanto en su realización como su puesta en escena, esta nueva narrativa televisiva también está más cerca del cine de autor que de la televisión de antaño y sus comedias de situación de decorado único -mucho más próximas al teatro- que establecían la cuarta pared -aquella que representa al público en el trazado de un decorado- en el sofá de la salita con la dichosa familia al completo. Un ambiente hogareño en el que difícilmente se podría digerir la secuencia de apertura de The Walking Dead (Frank Darabont, 2010-), otra de las propuestas más exitosas. Comienza su emisión con un plano el que el policía Rick Grimes (Andrew Lincoln) descerraja un tiro en la cabeza a una niña. Luego se abre un flashback y se nos explica que la niña es una "caminante", que llaman aquí a los zombis, y que estamos asistiendo al apocalipsis de los muertos vivientes.
Por no hablar del ya proverbial comienzo de la segunda temporada de Breaking Bad, tan encriptado como pudiera serlo cualquiera de las cintas de la incomunicabilitá del gran Michelangelo Antonioni. "No muestra a ningún personaje ni ninguna acción plausible. Por el contrario, escenifica imágenes misteriosas", escriben Jürgen Muller y Steffen Haubner en Las mejores series de tv (Taschen, 2015). "¿Qué catástrofe se ha producido en este lugar? ¿Qué desgracia está a punto de ocurrir? Tendremos que esperar hasta el último episodio para que se resuelva el enigma". Demasiado tiempo para el ritmo de las ficciones de la televisión generalista.
Esta nueva narrativa catódica es variada. En ella caben desde los dramas bélicos como Hermanos de sangre (Steven Spielberg y Tom Hanks, 2001) hasta las fantasías épicas como Juego de tronos (David Benioff y D. B. Weiss, 2011-). Pasando por comedias dramáticas como House (David Shore, 20104-2012) y thrillers políticos como Homeland (Howard Gordon, 2011-). Si hay un denominador común entre tanta variedad, es cuidada estética, el preciosismo de su dirección artística, siempre más próxima a la de la gran pantalla que a la sencillez -por no decir ramplonería- catódica. Todo me lleva a pensar que la excelencia de la nueva narrativa televisiva lo es porque mira al cine, que siempre ha sido el norte de la mejor antena.
Publicado el 13 de enero de 2017 a las 15:30.