Dos lecturas imperialistas
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "Los herederos de Joseph Conrad y Ford Madox Ford y "Tifón" de J. Conrad
A mi juicio, ese culto a Joseph Conrad al que asistimos durante tantos años fue debido a un par de adaptaciones cinematográficas de la talla de Los duelistas (Ridley Scott, 1977) -sobre El duelo (1907)- y Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) -sobre El corazón de las tinieblas (1899)-. Acaso sea ahora, que parece haber remitido tanto afán de Conrad, el momento de dar a conocer estas notas que tomé de dos lecturas de su obra en la primavera del año 98. Al volver sobre ellas para hacerlas públicas, dadas algunas de mis afirmaciones de entonces -que sigo manteniendo sin fisuras- vaya por delante que tengo el convencimiento de que la ideología de un autor no contamina en modo alguno su obra. Y así lo demuestra mi admiración por las páginas de Louis-Ferdinand Céline, Pierre Drieu La Rochelle y el resto de los colaboracionistas franceses por más que abomine -como no podía ser de otra manera ya que si volvieran sus amigos sería el primero al que mandarían a la cámara de gas- de su ideología.
Conrad, imbuido por la intransigencia del converso -nació polaco y se nacionalizó inglés-, es infinitamente más racista e imperialista que Rudyard Kipling, todo un hijo del imperio británico. Nada que ver, tampoco, con la buena disposición hacia el diferente de Robert Louis Stevenson, otro de los grandes novelistas de la Inglaterra victoriana y tan afecto a la aventura como Conrad. Quede por tanto claro que en modo alguno condeno la obra de Conrad por su racismo, simplemente me limito a consignar un hecho.
Un último apunte previo, Los herederos (1901), primera de las obras comentadas, está escrita en colaboración con el editor y también novelista sublime Ford Madox Ford. Vayamos, pues, sin más dilación, a las notas que tomé en la primavera de hace diecisiete años.
En el Londres decimonónico -ya entrando en el asunto de Los herederos-, Granger -el narrador- es un escritor fracasado que anhela el éxito. Eso es lo que hay cuando queda prendado de una mujer que dice pertenecer a un grupo llamado "Los dimensionistas". Según cuenta la dama, vienen de la Cuarta Dimensión y acabarán siendo los herederos de la tierra.
Por esas mismas fichas, a Granger se le propone escribir editoriales para el Hour, un periódico que apoya la campaña de Churchill. El León del imperio quiere poner en marcha un protectorado inglés en Groenlandia, con la disculpa de llevar la luz a una "raza inferior" como la de los esquimales. En una de las visitas que realiza al efecto, el escritor vuelve a encontrarse con la mujer, que, curiosamente, responde al nombre de Etchinghmam Granger. La coincidencia de apellidos hará que muchos los crean primos.
Convencido como sin duda lo están los autores de que la misión de los europeos es civilizar el resto del mundo, Granger se emplea en la empresa -cuyo primer objetivo sería la construcción de un ferrocarril- con ahínco. En tanto que en sus encuentros y desencuentros con la mujer hacen que supongamos -ya que él nunca llega a contárnoslo- que se está enamorando de ella, las entrevistas con los personajes implicados en la conjura van dando forma a la trama que, en un momento dado, lleva a nuestro hombre a París.
Finalmente, cuando se sabe que toda esa luz que se pretende llevar a Groenlandia con el protectorado no es sino una descarada explotación de los nativos y fracasa la empresa, uno de sus mayores promotores se suicida. Por ese mismo tiempo, Granger, que se decide a pedir en matrimonio a Etchinghmam, es rechazado por ésta. La mujer le anuncia que va a casarse con uno de los antagonistas del escritor en la campaña.
Días después, estando Granger en su club, uno de aquellos que invirtieron su dinero en el proyecto, se acerca a pedirle responsabilidades. Pero nuestro protagonista, sin poderlo remediar, lo ignora.
Cuando vuelve a ver a Etchinghmam, ambos son conscientes de que esa será la última vez que se encuentren. Ella confiesa que se ha servido de él obedeciendo a un plan ideado con el convencimiento de que Granger se enamoraría de ella. No obstante, reconoce que hubo un momento en que la cosa pudiera haber sido diferente de como estaba prevista. A la sazón, Granger se siente aún más fracasado de lo que se sentía al comienzo de esta historia.
Por mucho que al final se insinúen de pasada lo expeditivos que son los métodos puestos en práctica por los europeos en sus protectorados, Los herederos ha venido a ratificarme con creces el exacerbado racismo de Conrad. No hay duda de que Madox Ford -como el noventa por ciento de los occidentales de su tiempo- también estaba convencido de las "misiones y superioridades" encomendadas a los europeos por la civilización. Pero aquí se me antoja un comparsa.
Ya hablando de Tifón (1899), a través de los comentarios que Conrad nos hace de la correspondencia del capitán McWhirr, sabemos que éste se enroló en un barco sin que le hiciera ninguna gracia a sus padres. Por el mismo procedimiento entendemos que sigue siendo marino aunque su profesión tampoco entusiasme a su mujer; si bien, a esta última, le ofrece el aliciente de tener a al marido siempre fuera de casa. A decir verdad, esta actitud por parte de la esposa, que lee las misivas sin prestarlas el más mínimo interés, no es de extrañar si se considera que McWhirr, al desembarcar, es un hombre taciturno, tan vulgar como cualquier otro. Así, escribe el autor en el primer párrafo: "tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era la réplica exacta de su carácter: (...) no se distinguía por ninguna característica pronunciada; era sencillamente vulgar, impasible, inexpresiva".
Jukes, el segundo de abordo, a su manera es igual de ordinario que su jefe. Pero, a diferencia de él, en éste atisbamos ciertos rasgos de servilismo, que el autor nos sugiere en esas líneas dedicadas a contarnos cómo se permite llevarle el paraguas a McWhirr cuando el capitán se dispone a desembarcar, uno de los fragmentos que más me han llamado la atención. Pero sobre todo, a través de las reproducciones de su correspondencia a los amigos.
Lo de las cartas -se impone señalar- constituye todo un recurso por parte de Conrad. Bien mirado, no hay en ello nada que extrañar. Las misivas que el navegante manda a los suyos en tierra, se antojan una de las mejores formas de conocer al marino.
El Nan-Sahn, vapor en el que navegan por las aguas del mar de China -uno de los mejores barcos de sus características-, lleva en su cubierta a un cargamento de nativos que regresan a sus casas después de trabajar durante cinco años en condiciones que imagino próximas a la esclavitud. Ni que decir tiene que, a un autor como Conrad -cuyo racismo sólo se explica por su antigua condición de marino- esto le da pie a hablar textualmente de la "superioridad de la raza blanca". Lo hace en cierto fragmento en el que se refiere a la manera que Jukes tenía de dirigirse a los chinos. En otro párrafo, el capitán no los considera pasajeros.
No obstante, lo que el escritor viene a contarnos es cómo el tifón que tendrá que afrontar el barco -cuya inminencia se anuncia mediante el descenso de los barómetros desde las primeras páginas- convertirá a un hombre tan vulgar como McWhirr, quien nunca se ha enfrentado a uno de estos temporales, en un auténtico héroe. El coraje, que la presencia del capitán infunde a Jukes, es un buen ejemplo de esto.
Asimismo, ya con los elementos desatados, los chinos, en el hacinamiento al que les condena el encierro que les han impuesto los blancos, ante el temor de la muerte y de que algún compañero les robe el dinero ganado durante el largo lustro de trabajo -ya que los cofres en que lo guardan se han roto con el balanceo del navío-, se enzarzan en una pelea que habrá de atajar la tripulación. Finalmente, hecha la paz entre ellos, McWhirr les repartirá equitativamente el dinero antes de que el Nan-Shan llegue a puerto destrozado.
Publicado el 28 de diciembre de 2015 a las 20:30.