Volver a Huxley ya ganado por Philip K. Dick
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Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, es todo un clásico de la ciencia ficción del siglo XX. Como tal, perdura como ejemplo. Pero se había quedado en verdad lejano ante esa realidad que se derrumba cuando dejas de creer en ella, de la que hablaba Philip K. Dick, o el Neuromante (1984) de William Gibson. Ha sido la nueva genética, esa biología a la carta de nuestros días, la que ha dado un nuevo brío a la distopía de Huxley. Ese momento en que Lenina, ya enamorada del Salvaje, se distrae pensando en él -cometiendo así un error que hará que el embrión sobre el que trabaja en ese preciso instante, cuando sea una persona, muera veinticinco años antes de lo previsto- a mí me da que pensar sobre esa gente hecha a la carta que parece avecinarse.
Por lo demás, ese buen salvaje que idealiza la novela me parece una simpleza del calibre de lo de la bondad infinita de los pobres. Más aún, el discurso de Huxley es tan básico como la rebeldía de la canción protesta. Decididamente, prefiero leer sobre tipos que descubren que son un androide cuando les van extraer la bala que les acaba de herir; o sobre esos otros, que de pronto advierten que su realidad es una grabación guardada en una cinta magnética que discurre entre dos bobinas. Esas propuestas, al cabo, que se desprenden del lema de una célebre conferencia que nunca llegó a pronunciar Philip K Dick: Cómo construir un universo que no se derrumbe dos días después.
A través de las utopías (1975), el ensayo póstumo de mi admirada María Luisa Berneri -una de las grandes expertas en el género-, siempre ha sido mi guía en estas lecturas. Sostiene la malograda María Luisa -murió con treinta y un años, en 1949, mientras alumbraba a su hijo- que las utopías empezaron a ser distópicas en el siglo XX. Muy por el contrario, entre La república (370 a C.) de Platón, y las Noticias de ninguna parte (1890) de William Morris -dos buenos parámetros de estos mundos ficticios- no lo eran. "No siempre han descrito sociedades regimentadas, estados centralizados y naciones de autómatas. Diderot y Morris nos pintaron sociedades de hombres libres de coerción física y moral".
No es el caso, desde luego, ni de Un mundo feliz ni de 1984 (1948), la distopía de George Orwell que, junto a Fahrenheit 451 (1953), la novela distópica de Ray Bradbury, completa la trilogía rectora del género en el amado siglo XX.
Sin embargo es con 1984 con la que Un mundo feliz se complementa. O al revés, por mejor decir, ya que la novela de Orwell es posterior. La de Huxley es una utopía sobre la sociedad capitalista en tanto que 1984 lo es sobre la estalinista. Pero las dos surgen en torno a la revolución proletaria para negar la posibilidad de un mundo mejor, que no para postular por él. En consecuencia, son claramente distópicas. Un mundo feliz lo aparenta menos que 1984, ambientada en un estado estalinista. Sin embargo, no se debe olvidar que Lenina es el femenino de Lenin y Bernard, el psicólogo alfa-más, el traidor, en definitiva, se apellida Marx. Y además es tan marxista que Huxley le pinta como un indigenista treinta años antes de que lo descubriera la izquierda. Me choca que en el servicio de solidaridad con él haya un tipo llamado Herbert Bakunin. Ciertamente, el Herbert George Wells del que toma su nombre el personaje -cuya visión del mundo posapocalíptico descrito en Lo que vendrá (1936) se me ha impuesto la hora de imaginarme el Londres de Charing-T de Huxley, dicho sea de paso- era marxista. Pero Mijail Bakunin, de quien toma el apellido, el principal ideólogo del anarquismo como acción revolucionaria, fue el gran enemigo de Marx en la Primera Internacional.
Dejando a un lado este antagonismo, está claro que Huxley no cree en los mesías, ni de los pobres ni del capital. Ahí sí, que no en el pretendido romanticismo del El Salvaje, reconozco su sabiduría y me rindo ante ella sin fisuras. En el célebre "Prefacio" a la novela -escrito con motivo del vigésimo aniversario de su publicación- apunta que en el futuro, para "evitar la fricción social", los gobiernos tendrán que "lograr que la gente ame su servidumbre" (Op. cit. pág. 19, Bibliotex, Madrid, 1999). "El secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer" afirma andando en el texto el director del Centro de Incubación y Condicionamiento de Londres (pág 37). "Todo condicionamiento se dirige a lograr que la gente ame su inevitable destino social".
Ésta, también, podría ser la quintaesencia de Un mundo feliz. Por lo demás, su argumento es sobradamente conocido. Tras una guerra que acabó con nuestra civilización, se inició una nueva era con la introducción del primer automóvil Ford T. La máxima del nuevo orden -que reza en los centros donde se incuba a la gente- es "Comunidad, Identidad, Estabilidad", la disidencia se combate con más o menos dosis de soma. Los fetos son clonados en cadenas de montaje y la muerte sobreviene sin traumas a los 60 años -a mí me quedarían cuatro-, sin haber llegado a envejecer. La sociedad está organizada en un estricto sistema de castas -de los alfa, la elite dirigente, a los epsilon, a menudo negros diseñados para trabajar- y "la gente es feliz; tiene lo que desea y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, a salvo; nunca está enferma; no teme a la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres y madres; no hay esposas ni hijos ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otra forma que como deben obrar" (pág 246). En este Mundo Feliz, que -como también es harto sabido- se llama así en alusión a un célebre verso de La tempestad (1611) de Shakespeare, está prohibido leer al Bardo de Avon porque la lectura promueve el ejercicio intelectual y esto puede desestabilizar la sociedad. En lugar de la literatura y el arte se ha dispuesto el sensorama y el órgano de perfumes.
A Bernard Marx, un alfa acomplejado por su físico pese a salir con la bella Lenina, nada de esto le vale. Siempre en la linde de la disidencia, lleva a la joven de excursión al Malpaís, una reserva de los indios estadounidenses y allí conocen a John El Salvaje. Se da el caso de que éste no sólo es hijo biológico de Linda, sino que su padre es Thomas, el director del Cultivo Central de Londres. La mujer se quedó abandonada en Malpaís cuando se perdió allí. Después, avergonzada por haber engendrado un hijo, prefirió no regresar y educar a John en la lectura de Shakespeare y otros usos sospechosos del pasado.
Consciente de que volver a Londres con el hijo de uno de los dirigentes del Mundo Feliz redundará en la disidencia por la que se empieza a deslizar, Bernard Marx procede a ello. Sin embargo, tras los primeros choques de El Salvaje con el hedonismo y la cultura del mundo civilizado del siglo VII después de Ford, le empezará a resultar incómodo. Lenina no le acaba de entender. Enamorada de él, está dispuesta a entregársele con las mismas que se entrega a todos los hombres con los que sale por mera cortesía. Pero John, que también la ama, no la quiere así. Aspira a merecerla en pago a alguna acción. Aunque dicha aspiración me parece exagerada, sí comparto la condena del amor libre que se desprende del discurso de Huxley. Invento de seductores o solitarios, el amor libre no puede ser sino una falacia para cualquiera que conozca que no hay ataduras más grandes que las que impone el amor.
La ciencia ficción no tiene por qué adivinar el futuro, aunque suele exigírsele desde la clarividencia de Verne. Orwell, como el trotskista que era, ya estaba al cabo del estalinismo cuando escribe 1984. Había asistido a las primeras purgas del Zar rojo y había sido testigo de la represión del PCE -uno de los partidos comunistas más estalinistas del mundo- al anarquismo y al trotkismo español en la Barcelona de mayo 1937.
Huxley, por su parte, presagió la Era Ford. Así pues no va a la zaga de Verne en lo que a la premonición del porvenir se refiere. La sociedad del siglo VII después de Ford es la de nuestro traído y llevado Estado del Bienestar. Dice Luis G. Prado en Las 1000 mejores novelas de CF del siglo XX (la Factoría de Ideas, Madrid 2001), y yo lo aplaudo y lo suscribo al completo, que "Huxley intuyó muy tempranamente que el auténtico riesgo para la libertad se encuentra no en la tiranía, sino en la felicidad; no en obligar a la gente a padecer el poder por medios insidiosos pero brutales, sino en convencer a los ciudadanos de que el aparato del Estado está puesto al servicio de su confort". El uso político de la cultura del entretenimiento, el condicionamiento social, las drogas o la promiscuidad, también se ven reflejados en nuestros días. Los eslóganes publicitarios también modifican nuestro lenguaje, como en el Mundo Feliz porque para nosotros, como para nuestros congéneres del siglo VII después de Ford, el consumo también es un dogma de fe. Y ya en su destino último, cuando se flagela de cara al público, el Salvaje bien podría ser el protagonista de cualquier reality show de nuestra parrilla televisiva.
Publicado el 11 de noviembre de 2015 a las 10:15.