Dos lecturas de Alejandro Dumas (y II): "Las tumbas de Saint Denis"
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En realidad, Las tumbas de Saint Denis y otros relatos de horror es una novela articulada en torno al atestado de un crimen acaecido en Fontenay-Aux-Roses. Creo entender que su primera edición data de 1849 y su título español fue Fontenay de las Rosas. Lo que sucede es que su construcción da tal autonomía a las historias que cuentan cada uno de los participantes en dichas diligencias que puede considerarse como una de las grandes selecciones de relatos de Alejandro Dumas -imposible escribir ese "Alexandre" que sería menester- que yo leí a comienzos del nefasto siglo XXI. En julio de 2003 para ser exactos. El mismo título de mi edición -la dada a la estampa por Valdemar en febrero de 2001 -ese Las tumbas de Saint-Denis y otros relatos de horror, que desde su lectura atesoro con el primor que es debido- da pie a tomar la novela como un conjunto de narraciones independientes que, bien mirada, no es.
Regresando de una partida de caza en Fontenay-Aux-Roses, Dumas -el narrador, al igual que en el resto de Los mil y un fantasmas al que esta novela pertenece- asiste a una curiosa escena. Un lugareño se presenta ante la autoridad exigiendo ser detenido porque acaba de degollar a su mujer. El alcalde -Jean-Pierre Ledru- y los gendarmes, que conocen perfectamente al tipo y saben que es un hombre cabal, tras los primeros recelos ante su petición, se presentan en el lugar donde se encuentra el cadáver y proceden a la detención del infeliz. Pero el asesino no quiere entrar en el siniestro lugar argumentando que la cabeza de su mujer le ha hablado.
Ya durante la cena que Ledru ofrece a Dumas y otros notables de la localidad que habrán de participar en el atestado del crimen, aunque la historia del asesino de su esposa nunca se nos llegará a contar, sí suscitará en los invitados a la velada el recuerdo de las experiencias macabras que constituyen la narración. Al hilo de si una cabeza separada del resto del cuerpo puede o no puede hablar, surge el primer relato. Referido por el mismo Ledru, abre el capítulo titulado La bofetada de Carlota Corday. En sus páginas se nos cuenta cómo, en los días de la revolución, un verdugo abofeteó la cabeza, recién guillotinada, de la bella aristócrata del título y la testa se ruborizó.
Condenado a tres meses de prisión por haber infligido semejante ofensa a quien no podía responder a ella, Ledru visitó al verdugo en la cárcel. Fue entonces cuando éste le dijo que las cabezas seguían parpadeando y rechinando hasta cinco minutos después de haber sido separadas del tronco, y que lo hacían con tanta fuerza que se veían obligados a cambiar periódicamente el cesto al que caían.
Abundando en esa teoría de que las cabezas siguen con vida después de la decapitación, el mismo Ledru es quien nos cuenta la experiencia de Solange, la más hermosa de las historias contadas en esta interesantísima novela.
En los días posteriores a la toma de la Bastilla, durante el Reinado del terror, Ledru tuvo oportunidad de salvar la vida a una joven tan misteriosa como hermosa la noche en un grupo de descamisados fue a pedirle la documentación. Tras identificarse como amigo de Danton, Ledru acompañó a la muchacha a casa. Ella le dijo que la llamara Solange -falso nombre- y él comenzó a preocuparse por ella. Tras conseguir que su padre abandone Francia, el amor surge inevitable y ella decide no huir para quedarse con él, que se hace llamar Albert.
Entregado a ciertos estudios sobre "la persistencia de la vida tras el suplicio", o lo que es lo mismo, sobre la mayor humanidad de la horca frente a la guillotina, Albert ha sido destinado a un cementerio donde llegan treinta o cuarenta decapitados cada día. Procedente de uno de los cestos que traen las cabezas, Albert creerá escuchar que alguien le llama. En efecto, es la cabeza de Solange, que se encuentra entre los ajusticiados de la jornada, pues ha sido reconocida por una de las cartas que la envía su padre desde el exilio. Tras tropezar y caer al suelo ofuscado por el horror, la cabeza de Solange rueda hasta la de Albert y le besa en los labios provocándole un desmayo.
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El doctor toma el relevo en la narración para dar noticia de una experiencia sobrenatural, totalmente ajena al terror materialista -o al menos lo que yo entiendo por él- por el que han ido discurriendo las historias hasta ahora.
Pese a ser un escéptico respecto al tema, el doctor presenta su relato para demostrar cómo, cuando alguien cree ver algo, esa alucinación puede acabar por volverle loco. La historia le fue referida a él le por un médico que acompañó a Walter Scott durante un viaje a Francia. El colega escocés de nuestro invitado tuvo oportunidad de conocer a un juez, paciente suyo, sobre el que obraba la maldición de un bandido al que mandó al patíbulo. Convencido el mismo magistrado de que lo que ve no son más que visiones, no por ello se libra del gato negro que todas las tardes se le aparece a las seis en punto, hora en que se dio muerte al forajido. Al gato le sigue una especie de ujier y a éste un esqueleto, los tres protagonistas del título del capítulo.
Pese a estar convencido de que todo es una alucinación e incluso llegar a intentar, junto al médico que nos refiere el relato, perder la noción del tiempo para no ser presa de su alucinación, el magistrado muere tres meses después de haber llevado a la horca al reo.
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Las tumbas de Saint-Denis, el capítulo que en mi edición da título al libro como si fuera el más destacado de una selección de relatos, nos es contado por un invitado que se nos presenta como el caballero Lenoir. Las sepulturas a las que alude el título son las de los reyes de Francia que fueron violadas tras la decapitación de Luis XVI. Dumas llega a cansar con su afección a la monarquía y al Antiguo Régimen.
Siendo Lenoir responsable de la exhumación de los cadáveres, fue testigo de cómo el de Enrique IV permanecía incorrupto y de cómo uno de los obreros empleados por el caballero, tras regresar de la ejecución de Luis XVI, lo ultrajó. Estando a punto de ser linchado, merced a la devoción que el recuerdo de dicho monarca inspiraba al pueblo, el trabajador fue despedido por Lenoir.
Ya sin trabajo y maldito por todos, el obrero vaga en la noche hasta que una mujer -a mi entender fantasmal- le invita a seguirle. Cuando el trabajador se quiere dar cuenta de a dónde le ha llevado la misteriosa dama, vuelve a estar en el cementerio de Saint-Denis, el espectro de Enrique IV se le aparece y de la impresión que le causa se cae a su tumba abierta. Allí será encontrado por el vigilante y por Lenoir, yendo a morir delirando tres días después.
Al hilo de esta anécdota se nos refiere cómo el vigilante, en su último día de trabajo ante las tumbas profanadas, asistió a un prodigioso entierro real. Treinta años después, todo lo que ha visto sucederá durante el entierro de Luis XVIII, el rey que ocupó el trono de Francia tras la caída de Napoleón. Esta historia, así como los constantes ataques a la revolución, son una buena prueba de que la ideología de Dumas: inequívocamente conservadora y reaccionaria.
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La historia que refiere el abate Moulle, gira en torno al perdón de un temible forajido. L'Artifaille, el villano en cuestión, tuvo una especial predilección por las iglesias en los días que siguieron a los crímenes de Cartouche, el célebre hors-la-loi del XVIII inmortalizado en una película homónima, protagonizada por Jean-Paul Belmondo y dirigida por Philippe de Broca en 1962.
Uno de los templos asaltado por L'Artifaille fue el primer destino del abate. La esposa del forajido, una de sus fieles, gustaba confesar con nuestro religioso. Corrían las fiestas de Pascua de 1783 cuando el villano se presentó a robar en la parroquia de Moulle. Éste, tras convencerle de que le interesa más su alma que las vinajeras y el manto de la virgen que pretende sustraer, se ofrece a darle de su propio bolsillo un dinero equivalente al montante de lo que iba a robar en el altar. L'Artifaille, impresionado con el gesto del abate, rechaza el ofrecimiento y no le pide más que una medalla que poder besar el día que se vea en el patíbulo. El religioso le entrega entonces la medalla que le puso su madre el día en que nació y durante un año no se vuelve a saber nada de L'Artifaille.
Transcurrido este tiempo, el forajido es prendido y condenado. Ya en el patíbulo, rechaza cualquier otra confesión que no sea la de nuestro abate, ocasionalmente ausente de la localidad, y exige que se le entierre con la medalla que Moulle le dio. Sin embargo, es el caso que, según manda la tradición, todos los despojos del reo pasen al verdugo.
Esa misma noche, cuando Moulle se acerca al pie del patíbulo, para rezar allí las oraciones por el alma de L'Artifaille que el forajido quería, sin ser visto, es testigo de cómo el verdugo, al pretender quitar al forajido la medalla, está a punto de ser ahorcado por el cadáver del ajusticiado.
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El brazalete de cabellos lleva por título el capítulo donde da comienzo la historia que nos propone un tal Alliette. Se trata del punto y final a un gran amor. El narrador tuvo noticia de ella durante un viaje en diligencia en el que coincidió con una joven esposa que, obligada a tomar las aguas en otra ciudad, se ve impelida a dejar a su marido en Basilea.
Durante todo el trayecto, la esposa cree que la diligencia en la que viajan es seguida por un jinete. Ciega y sorda por el mal que le ha obligado a ir en pos de las aguas, cuando un mes después se recupera, se le dice que sí, que en efecto, su marido mandó dos correos para comunicarle que estaba muy enfermo, pero que ambos fueron víctimas de sendas desgracias en el camino. Consciente de que se moría, el esposo envió un tercer emisario con una carta en la que la urgía a su viuda a hacerse un brazalete con el cabello y así permanecer unida a quien tanto la amó. Pero cuando la desdichada regresa a Basilea -ciudad en la que muriera su marido- nadie ha guardado el pelo en cuestión.
En las noches siguientes, la desdichada comienza a sentir un embotamiento, seguido de cierta presión en el brazo donde debería lucir la reliquia de su difunto. Ante estos misterios decide visitar el cementerio en busca de su tumba, pero el enterrador que dio tierra a su esposo también ha muerto. No obstante, han sido tantos los prodigios en torno al encargo que la mujer se acerca al cementerio en busca de otro más que le diga donde buscar.
Lo encontrará en el dibujo de una danza macabra que ilustra el muro del camposanto. La figura de La Parca señala una tumba. En ella ordena cavar la mujer. En efecto, allí se encuentra el ataúd de su marido. Los cabellos, crecidos milagrosamente después de que se los cortaran durante su agonía para aplicarle hielo en la cabeza -y darle a él pie para inventar lo del brazalete- han vuelto a crecer hasta el punto de que se salen por los bordes del féretro. La viuda ordena cortarlos para cumplir así el recado de su difunto.
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El monasterio de Hango, la última y más larga de las historias aquí copiladas es la aportada por la misteriosa mujer presente en la reunión: la dama pálida, Hedwige.
Tras presentarse como polaca, se dispone a referir a sus contertulios -y con ellos a nosotros- el por qué de su palidez. Tiempo atrás, cuando el castillo donde nació estaba a punto de ser tomado por las tropas del zar durante una de las guerras que Polonia mantuvo contra Rusia, su padre, junto a una pequeña escolta, la mandó huir por los Cárpatos. Asaltada entonces por un grupo de crueles montañeses moldavos al mando de un tal Kostaki, cuando todo parecía estar perdido para los fugitivos, entró en escena Gregoriska, hermano mayor de aquél. Como primogénito del castillo de Brankovan, al que ambos pertenecen, Kostaki debe obediencia a Gregoriska y éste le ordena que deje en paz a la mujer. La dama pálida es la única que queda de cuantos abandonaron el castillo polaco.
Ya refugiada en Brankovan, habida cuenta de que el castillo paterno ha caído y que nuestra mujer no tiene ningún lugar a donde huir, Hedwige no tarda en querer a Gregoriska tanto como él a ella. El problema está en que Kostaki, el hermano mezquino, también se siente atraído por la polaca. La madre de ambos no es ajena al drama que se anuncia. Ante este panorama, Gregoriska vende el monasterio de Hango para obtener el dinero suficiente para huir con Hedwige. Pero el día elegido para la marcha, Kostaki sigue a Gregoriska cuando su hermano mayor sale a cabalgar fuera del castillo y todo parece indicar que mantienen un duelo en el que el primogénito da muerte a su hermano menor. Obligado por su madre a vengar la muerte de Kostaki -incluso en la persona de la prometida de su asesino-, Gregoriska no puede casarse con Hedwige como hubiera querido.
Paralelamente, Hedwige comienza a ser presa de un vampiro que, mientras duerme, la muerde todos los días a la misma hora en que Kostaki debió morir. En efecto, lo mismo que en la narración referida al gato, el ujier y el esqueleto. Puesto al corriente de esto, Gregoriska actúa en consecuencia. Tras proteger a Hedwige con un ramo de boj mojado en agua bendita, se esconde en el cuarto de la dama. Cuando el fantasma de Kostaki irrumpe en la estancia, mediante el diálogo que mantiene con él, se nos indica que fue Kostaki quien se echó voluntariamente sobre la espada de Gregoriska para poseer a Hedwige mediante las fuerzas del mal. Pero como no es un caso de fratricidio el que el espectro quiere vengar, Gregoriska le da muerte. Mas él también caerá en el combate sobrenatural. Las últimas palabras que el primogénito dedica a su amor imposible son para recomendarla que se vaya del lugar, que sólo la distancia podrá salvarla de la maldición de Kostaki.
Incluidas, en efecto, dentro del ciclo de Los mil y un fantasmas -así titulado en clara alusión a Las mil y una noches-, en el que reunió toda su producción de terror. Sin embargo, según apunta el propio Dumas en sus últimas líneas, estas piezas surgidas en la velada de Fontenay-Aux-Roses son un prólogo a los relatos fabulosos recogidos en sus viajes por Suiza, Alemania, Italia, España, Inglaterra y Grecia.
Publicado el 29 de octubre de 2015 a las 13:00.