Formentera, otra vez
El faro de La Mola
Veintiséis
En los veranos que no la visité, imaginaba que mi regreso a Formentera habría de ser tan grave como el del antiguo farero de La Mola en un documental sobre el fin del oficio que tuve oportunidad de ver. Un asunto trascendental. Como el retorno a Ítaca de Ulises, poco más o menos.
Al fin he vuelto en estos días y en modo alguno ha sido así. Simplemente se ha tratado de un déjà vu en el que lo consabido ha pesado más que la nostalgia. En unos paisajes que me sé de memoria -entre otras cosas porque los he fotografiado hasta la saciedad y he vuelto con insistencia sobre esas imágenes en los veranos de ausencia- los ceda el paso de los cruces de otrora han sido sustituidos por modernas rotondas que facilitan la circulación. En las afueras de San Francisco, Es Pujols y La Mola han dispuesto esos grandes aparcamientos que tanta falta hacían.
Para escarnio de los afectos al ruralismo espurio, esos que dicen añorar lo silvestre y sus supuestas grandezas aunque viven en una ciudad, en los últimos cinco años -los que se llevaba sin volver a ella-, Formentera se ha urbanizado mucho más que en los dieciséis anteriores, cuando la visité todos los meses de agosto con regularidad. Del cenáculo contracultural que fuera en los 70 no queda ni el recuerdo. Han dedicado una calle a King Crinson en Els Pujols, pero casi nadie sabe dónde está. Erik -el hippie, ya anciano en mis últimos veranos, que cantaba en el mercadillo de La Mola- ha cedido su puesto a una joven que entona canciones aflamencadas, plenas de soflamas de la rebeldía más básica. Eso sí, ella está convencida de haber descubierto la contestación.
La Formentera de 2015 es una máquina de hacer dinero en la que venden camisetas que aluden a la estancia de Bob Dylan en la isla y empiezan a menudear los spas. Tanto es así que hasta los payeses, de ordinario tan antipáticos con los foráneos como suelen serlo con los turistas los verdaderos rústicos, van atemperando sus recelos de los veraneantes. Todo ha cambiado. Sin embargo, también podría decirse que todo sigue igual. Formentera sigue siendo un lugar ideal para pasar unas vacaciones por más que comience a ser pasto de las masas. La paradoja se asemeja a la de la fotografía analógica, cuyo proceso es totalmente diferente. Pero, en lo que a la toma de vistas respecta, es exactamente igual a la digital.
"Hay tantas Formenteras como visitantes y residentes tiene la isla", decía, con razón, el último farero de La Mola. A mi juicio, todo consiste en saber lo que se añora. En mis primeras nostalgias, hace cuarenta años, cuando Formentera e incluso Ibiza eran una Arcadia hippie, comprendí que el espacio y el tiempo pueden llegar a ser dos formas de la misma trampa. Desde entonces jamás buscó los buenos días perdidos en el lugar donde los viví. Ni en ningún otro sitio, por supuesto. Recordar es una dicha a la que me entrego constantemente. Protestar por lo que se ha llevado el curso del tiempo, además de una inutilidad, es otra cosa muy distinta.
Publicado el 10 de agosto de 2015 a las 00:00.