El diablo en el cuerpo
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Pese a que las ficciones suelan referirse a sus aspectos más sublimes, el amor puede llegar a ser tan miserable como el resto de los sentimientos. Ese amor infausto, mezquino como la actividad política en su conjunto, tiene uno de sus mejores ejemplos en El diablo en el cuerpo (1947), una de las dos únicas novelas escritas por Raymond Radiguet. He de reconocer que yo descubrí esta historia por la adaptación cinematográfica de Claude Autant-Lara. Me dejó tan gratamente impresionado que, apenas di con el relato original en una edición española, me hice con él. Fue en la feria del libro de Madrid en 2002 y lo leí con avidez. Lo que sigue son las notas que tomé entonces:
Inteligentes hasta en el texto donde se las comenta en la contraportada, como allí se dice, estas páginas constituyen una tardía novela de amor cuando ya parecen haberse dejado de estilar las ficciones dedicadas a las pasiones surgidas entre los aristócratas o entre las burguesas y los militares. Pero lejos de romanticismo sensiblero, esta obra maestra nos presenta el amor desde sus aspectos más miserables. Tal vez sea eso lo más sorprendente: aunque el narrador -y el autor- casi es un niño cuando descubre el sentimiento, ya es capaz de analizarlo con la lucidez y el acierto de un seductor veterano. Así, abundan en el texto frases de una lucidez asombrosa. Tal es el caso de esa que reza al final del segundo párrafo de la pág. 28: "La felicidad es egoísta".
Adolescente aún, el protagonista y narrador -a todas luces un trasunto de Radiguet- es un muchacho de 12 años sobresaliente que destaca por su brillantez en el colegio -el Liceo Henri-IV- y por su cinismo. La guerra del 14 acaba de declararse. Pero para él, incluso antes de que conozca a su amada, la contienda es beneficiosa: "cuatro años de vacaciones" en un pueblo de la campiña francesa. Será precisamente su actitud ante la contienda, la prueba irrefutable de su cinismo. Ya en 1917, es decir, cuando nuestro protagonista cuenta 15, conoce a Marthe Grangier, una joven perteneciente a una familia amiga de la suya que a la sazón cuenta 18 años. Pintora aficionada y lectora de poesía, el flechazo no tardará en surgir entre ellos apenas se dan cuenta de que les gustan los mismos versos.
Ya enamorado de Marthe, su sentimiento le empieza a hacer apartarse de su amigo René y a quitar tiempo al estudio. Ajeno a la abyección que encierra liarse con una mujer prometida a un oficial que está combatiendo en el frente y responde al nombre de Jacques, nuestro enfant terrible comienza su romance acompañándola en sus viajes a París. Tras el primer beso, el joven no tardará en empezar a dirigir la relación. Tanto es así que, en el juego de poder/sumisión que establece con ella, incluso llegará a elegirle los muebles de su domicilio conyugal.
Ya convertidos en amantes, a excepción de un primo de Marthe, que simpatiza con nuestro joven merced a la antipatía que profesa a su prometido, la relación será censurada por toda la comarca. Los vecinos se escandalizan ante la traición que supone a un soldado la aventura de los dos jóvenes. Sólo el padre del narrador, orgulloso sin llegar a decirlo de tener un hijo tan viril, consiente. En cualquier caso, nuestro protagonista sigue visitando a Marthe en su casa siempre que le place. Sólo deja de hacerlo cuando quiere hacerla sufrir con la misma frialdad y acierto que la engaña con una amiga de ella solo por probar.
Así, entre las vilezas del amor, cuando Marthe se queda embarazada, la suerte va en ayuda de la pareja puesto que ella puede hacer creer a su marido que su estado es fruto de un permiso en el que él fue a visitarla. Finalmente, como consecuencia de un paseo por París bajo la lluvia -creo recordar que porque al quinceañero no le apetece meterse en ningún hotel- Marthe morirá llamándole. Su amante no se sentirá excesivamente apenado. Máxime cuando se da cuenta de que Jacques va a cuidar a su hijo, librándole así a él de toda responsabilidad.
Publicado el 5 de mayo de 2015 a las 16:30.