Apuntes para unas estampas madrileñas (XVI)
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Con Moncho Alpuente, en una mesa redonda en la Malasaña de 1995.
Recordando a Moncho Alpuente
Tuve noticia del fallecimiento de Moncho Alpuente recién tomada tierra en el aeropuerto de Gatwick para una estancia de cuatro días en Londres. Vaya este dato como disculpa de mi demora en dejar constancia de la muerte de un buen amigo. Bien es cierto que también allí hubiera podido escribir estas líneas. Pero calculé que la distancia de Madrid habría de ser beneficiosa para evocar a alguien que, amén de una buena persona en toda la extensión de la palabra, fue uno de los principales patrocinadores del Madrid de los años 80. Es más, si no fue él quien llamó por primera vez a todo aquello "La movida madrileña" le faltó muy poco. Desde luego -junto con el también entrañable Oscar Mariné-, fue el que acuñó la expresión Madrid me mata. Nombre que dieron a una las revistas legendarias de aquellos años.
Conocí a Moncho Alpuente entre la bohemia del Chamberí del año 82, alegre colonia -fundamental en la vida cultural de aquel Madrid remoto- sobre la que alguna vez habrá que escribir. De ahí que él siempre se creyera que soy de aquel barrio cuando en realidad soy de Campamento. Recuerdo con exactitud la primera vez que le vi. Yo le vendía mis viejos juguetes a Ángeles, una chica que los subastaba en el Café Manuela de Malasaña. Ángeles y su pareja compartían piso con Alpuente y la suya de entonces. No sé si ya era la siempre afectuosa Chari. Lo que sí sé a ciencia cierta es que un día me abrió la puerta él. Como ya era un notable del periodismo, al punto me impresionó su cercanía, su absoluta falta de ínfulas.
Creo recordar que no fue él, sino Oscar Berdugo, quien me recomendó en la redacción de Madrid Me Mata, publicación en la que colaboré con asiduidad desde el primer número. Fue en aquellas páginas donde Moncho Alpuente reparó en mi prosa y en mi cinefilia y se convirtió en uno de mis principales valedores. Fue él quien me indicó que llevara mi primera novela, Hotel Savoy (1987), a su editor, Antonio Huerga. En otra ocasión, que condujo la entonces revista vespertina de TVE, me hizo una de mis primeras entrevistas como escritor. No me extenderé sobré la inmensa ilusión que me procuraba cada vez que me incluía en sus artículos de literatura madrileña -tema en el que era un auténtico experto-, junto a Mesonero Romanos, Arturo Barea y otros clásicos de la literatura que ha inspirado nuestra ciudad.
Junto a la también finada Isabel Vallina, Moncho Alpuente fue uno de los periodistas que más me ayudaron en mis comienzos. Andando los años, cuando aún bebíamos todos, recuerdo conversaciones tan largas como espléndidas en su casa de Chamartín -en la calle Potosí, muy cerca de donde estaba entonces la redacción de Interviú- o esas otras en Elígeme -un bar mítico de la Malasaña de finales de los 80-, donde podía encontrársele jugando al ajedrez. Y las presentaciones de sus libros, y los estrenos de sus espectáculos.
Pero recuerdo sobre todo su gestión -junto a la de Antonio González Vigil- para que yo rodase mi último cortometraje, El gran amor de Max Coyote (1988) para TVE. Con el dinero que me pagaron entonces conseguí salir de la primera ruina económica en la que se sumió mi vida.
Ahora, con la muerte de Moncho Alpuente, somos muchos los que hemos perdido a uno de los mejores amigos que nos ha dado la profesión. Pero todos nos hemos quedado sin una de esas personas siempre afables y bien dispuestas que son tan admirables como difíciles de encontrar.
Publicado el 27 de marzo de 2015 a las 23:00.