El último Capote
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Plegarias atendidas"
Tras concluir Plegarias atendidas, puedo jactarme de otra cosa que no sirve para nada: haber leído toda la narrativa de Truman Capote. Sí acaso, puedo afirmar con conocimiento de causa que Plegarias atendidas, la célebre novela inacabada de uno de los maestros indiscutibles e indiscutidos de la literatura norteamericana del siglo XX, no está a la altura -ni de lejos- de sus grandes títulos. A mi juicio, éstos son Desayuno en Tiffany's (1958) y A sangre fría (1965). Plegarías atendidas es un mito y, como tantos mitos, una vez conocido, se desmorona.
Es sabido que en sus páginas Capote quiso hacer la crónica de ese gran mundo que le encumbró, como sólo lo hace la alta sociedad con sus autores y artistas favoritos, tal que Proust fue a hacer la crónica de su tiempo perdido. Pero lo que en el francés es sincera nostalgia o admiración por el mundo de los duques de Guermantes, en Capote es insidia y un afán de escandalizar que no se entiende en un escritor tan celebrado como él. Máxime si se considera que lo que está aireando son las intimidades de ese gran mundo que le adoraba. Por eso precisamente se abrió a él. De hecho, cuando el tercer capítulo, La Côte Basque, apareció publicado en el número de noviembre de 1975 de la revista Esquire, la mayor parte de los que ensalzaban a este gran autor -empezando por Jacqueline Onassis- dejaron de dirigirle la palabra. Capote entonces resultó ser mucho menos cínico de lo que parecía.
"Soy escritor y me sirvo de todo ¿Es que esa gente se pensaba que me tenían para entretenerles?", se defendió en unas sonadas declaraciones (pág. 12), recogidas con posterioridad a su muerte en 1984 por Lawrence Grobel en Conversaciones íntimas con Truman Capote (1985).
Lo cierto fue que sí. Le tenían como una suerte de bufón. Los artistas y los escritores siempre lo son para los poderosos que les encumbran. Dada su condición, cuando sus procacidades dieron paso a un retrato fidedigno de las miserias de las alturas, dejaron de hacerles gracia. Y Capote, que al igual que mi admirado Balzac, en buena medida, concibió su obra para que las marquesas le recibieran en sus casas, se sintió seriamente afligido por el rechazo de sus antiguos benefactores. Nunca llegó a acabar el libro, que tenía contratado y cobrado desde 1965. En la espléndida nota preliminar, donde se cuenta la peripecia del texto, su editor, Joseph M. Fox, asegura que el autor no volvió a ser el mismo. Monstruos perfectos y Kate McCloud, los otros dos capítulos, también aparecieron en Esquire. Pero ya en 1976. Mojave, concebido originariamente como otra sección de Plegarias atendidas, acabó siendo incluido en Música para camaleones (1980).
De lo que se desprende de la cita de Santa Teresa a la que alude el título -"Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas"- puede seguirse que al maestro se le desvaneció ese gran mundo con el que soñó, al igual que Holly Golightly en Desayuno en Tiffany's, una vez tuvo acceso a él merced a la literatura. En Capote, el arribismo estaba tan ligado a la creación literaria que agotó su genio en la fiesta que dio en el Hotel Plaza de Nueva York, el 28 de noviembre de 1966, para celebrar el éxito de A sangre fría. Se cumplió entonces aquello que Norman Mailler vaticinó sobre su colega en 1959. "Sospecho que vacila entre los atractivos de la sociedad que disfruta con él y que le recompensa por sus inimitables dotes, y la novela que podría escribir sobre los chismes de la vida real; sería una obra importante, pero le desterraría para siempre de su mundo preferido. Como yo no tengo nada que perder, espero que Truman haga un suculento guiso con esos peces gordos".
Lo hizo. ¡Vaya si lo hizo! Y cuando ellos le despreciaron por ello, el escritor no volvió a ser el mismo. Llegó entonces el Capote de los últimos años, el que se caía, de puro borracho, cuando le invitaban a pronunciar conferencias en las universidades; el que detenían por conducir ebrio y se presentaba en el juicio correspondiente con pantalones cortos para que el juez le amonestara también por eso.
El otro Capote que se nos presenta aquí en Monstruos perfectos es P. B. Jones, protagonista y álter ego del autor. Según confesión propia (pág 122): "Un hijo puta nacido en St. Louis y criado allí mismo en un orfanato católico hasta los quince años, que es cuando me largué a Miami, donde trabajé como masajista durante cinco o seis años hasta que ahorré el dinero suficiente para irme a Nueva York y probar suerte en lo que yo quería ser de verdad, un escritor".
Cuando le conocemos, P. B. Jones se encuentra en otro albergue benéfico, esta vez de Nueva York. Cuenta treinta y cinco años. Al hilo de la evocación de una frase leída en la redacción de una niña sobre la búsqueda de "monstruos perfectos en el centro de la Tierra", comienza a contarnos cuando él comenzó su propia búsqueda de monstruos perfectos en el centro de la Tierra. No fue sino el comienzo de su carrera a las alturas. Se nos desgrana así su experiencia desde que se marchó del hospicio y empezó a medrar, merced a los favores sexuales que concedía a quien se terciara, incluso desde antes de convertirse en masajista.
Esa infancia junto a Harper Lee -aseguraba que él era el niño que la acompañaba a ella y a su hermano a esos juicios como el mostrado en Matar un ruiseñor (1960) y fue una de las escritoras a las que más quiso-, y los innumerables textos autobiográficos que jalonan su obra -algunos en la muy superior Música para camaleones- dan fe de que Capote no fue hospiciano ni masajista. Empero conocía esa prostitución, a la que tan frecuentemente se dan escritores y artistas, aún diletantes, para introducirse en los cenáculos donde se reparte la gloria de la creación literaria y artística. P. B. Jones entra en ellos tras publicar su primer relato. En casa de su editor, un tal Boaty, conocerá a Jean Cocteau. Pero también a Greta Garbo, Marlene Dietrich o al gran fotógrafo Cecil Beaton, entre otras muchas celebridades (pags. 28 y 29).
Ya metido en el Gran Mundo, más atento a los lujos y sibaritismos -todo el texto es un catálogo de las marcas más prestigiosas- que a la creación literaria, hace todo el circuito de la jet de los años 60. Así pues, las veladas en el bar del Ritz parisino se suceden a las estancias en Venecia -acaso fuera Capote el último gran escritor fascinado con la ciudad de los canales-; las alusiones a las estaciones invernales de los Alpes, con la visita al Tánger de Tennessee Williams. Sin embargo, P. B. Jones se muestra más interesado por el lujo que por la literatura. De ahí que acabe prostituyéndose abiertamente.
Kate McCloud, trasunto al parecer de Mona von Bismarck, fue otro monstruo perfecto. La mayor, de toda la galería de arribistas que circulan por estas páginas, se casó cinco veces. Siempre atendiendo a la fortuna de los contrayentes, claro. Kate también fue la mujer que más inspiró al masajista que quiso ser escritor. De ello viene a dejar constancia en el segundo capítulo. A destacar el fragmento en que P. B. James, mientras la masajea desnuda, corre a aliviarse al baño. Finalmente, ella, que simpatiza con él, acaba llevándoselo para que la entretenga. En efecto, como hacía el gran mundo con el autor de A sangre fría. Triste destino para uno de los maestros de la literatura del siglo XX.
La Côte Basque fue uno de los restaurantes más lujosos de Nueva York, uno de los preferidos por la jet set de Manhattan desde finales de los años 50 hasta que cerró sus puertas en 2004. Allí sitúa Capote una conversación de P. B. Jones y lady Ina, una de las damas más notables del lugar. Tanto que tiene "asignada una mesa impecable". Porque en La Côte Basque, como en la madrileña Casa Lucio, sientan a la clientela dependiendo de su alcurnia.
En la conversación mantenida con P. B. Jones, lady Ina comenta las excentricidades de la mujer de Walter Matthau e incluso refiere un asesinato: el de Ann Hopkins. Antigua prostituta convertida en gran señora merced a un oportuno embarazo, decidió dar muerte a su marido ante la imposibilidad de divorciarse de él. Logra salir inmune con el consentimiento de los padres del desdichado, quienes prefirieron la impunidad del crimen al escándalo y tenían el suficiente poder para conseguirla. Todas las mujeres que pasan por estas páginas son expertas en divorcios millonarios.
Escritas con esa prosa fluida que corresponde a los grandes novelistas, el fondo de estas Plegarias... no está a la altura de la forma ni al del resto de la obra de su autor. Sé que a muchos lectores toda esta serie de insidias y chascarrillos sobre la jet set de hace medio siglo les encandilan. No es mi caso. La gonorrea que pudieran parecer aquellas damas y caballeros me interesa tan poco como sus hábitos sexuales. Soy consciente, desde hace mucho, de que en las alturas se reproducen las mismas miserias -morales quiero decir- que en los tugurios. De modo que me hubiera interesado más que Capote diera otro tratamiento a sus recuerdos de colegas como Albert Camus, J. D. Sallinger o Simone de Beauvoir. Pero sobre todo echo de menos esa ternura que, en el Capote grande de veras, va pareja a la crueldad. Verbigracia, ese recuerdo de lo que Nancy Clutter -una de las víctimas de Perry Smith y Dick Hickock- hubiera podido ser del último diálogo de A Sangre fría. Ése es el Capote que mí me conmueve y en Plegarias atendidas sólo despunta al final, en ese "fracasado atardecer de Nueva York" que aguarda a P. B Jones terminada la sobremesa en La Côte Basque.
Publicado el 14 de marzo de 2015 a las 17:45.