La Casa de la Cruz y otras historias góticas
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "La Casa de la Cruz y otras historias góticas" de Emilio Carrere
(Como tantos de sus lectores actuales, descubrí a Emilio Carrere merced a la adaptación de La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville. Sus visiones mi amada ciudad en tiempos pretéritos me cautivaron desde sus primeras narraciones. De las reunidas bajo el título de La Casa de Cruz y otras historias góticas di cuenta en Formentera en agosto de 2009. Una vez más, lo que sigue son las notas que tomé entonces).
La leyenda de San Plácido, que Carrere noveliza en la primera de las narraciones aquí reunidas, está ambientada en el Madrid del siglo XVII. El Santo Oficio, que tiene sus cárceles en la calle de Leganitos, aún campa a sus anchas. Maese Blas de Toledo es un "hábil tañedor de flauta". Interpreta sus melodías desde el tejado de su casa para temor de los vecinos de la calle de La Luna y aledaños, quienes confunden su silbo con un canto del Diablo. Sus músicas le hacen pasar por un brujo. En realidad, lo que persiguen es distraer la atención del vecindario. Pues cuando suena la flauta del falso nigromante se producen las visitas, nocturnas y furtivas, que un misterioso admirador de la novicia Margarita hace al convento de San Plácido al que alude el título.
El piadoso inmueble fue alzado por Jerónimo de Villanueva, lo que dio lugar a numerosas "parlas en la Corte". Habiendo estado a punto de casarse don Jerónimo con Teresa de la Cerda, cuando ésta decidió en el último momento entregar su virginidad a Dios y tomar los hábitos, su prometido le levantó el convento en solar suyo, para que ella fuera la superiora. Así, lo que fue amor se tornó sincera amistad. Será don Jerónimo el primero en advertir a doña Teresa que "el lobo ronda a sus corderas de Dios".
Hija de un aguerrido militar y de una francesa, a la que éste enamoró tras una acción de guerra, Margarita es una joven de delicada hermosura que, al quedar huérfana, es recogida por una tía de Alcalá de Henares. Allí llama la atención de todos los estudiantes, pero ella se muestra indiferente a los requiebros de todos, hasta que entra en escena Alfonso de Barcelona y comienza a darla músicas[1]. Además de aficionado a holgarse con los sopistas y la truhanería, Alfonso es un hombre rico y misterioso. Se trata al cabo de un oscuro personaje que Carrere prefiere mantener en la incógnita cuando su tía se lleva a Margarita a Madrid y la mete en el convento de San Plácido.
"Alojería del tonto del bote. Aquí se admiten arrieros, legos y demás gente ordinaria", reza el cartel del hospedaje donde se inicia el siguiente capítulo. Tras contarnos la historia del tonto del bote en cuestión (pág. 61), tan divertida como los "menguados", "rústicos", "golillas" y demás expresiones que proliferan en la narración, se nos habla de Rodrigo Sarmiento, duque de Hijar, quien, no obstante su rancio abolengo, fue torturado por la Inquisición a consecuencia de su afición a lo esotérico. Despojado de su título y sus bienes se aloja ahora Rodrigo en la casa del tonto del bote. Guiado por su sincero interés en la brujería, pretende desenmascarar a Maese a Blas, a quien cree un auténtico impostor. Tras abordarle en los jardincillos de la Puerta de la Vega -actual Cuesta de la Vega, supongo- le ofrece unas hierbas de verbena, al parecer dotadas con poderes maléficos. El Maese de la Flauta le advierte entonces que no se cruce en el camino de su diablo.
Ni que decir tiene que don Rodrigo se dispone a hacer caso omiso a los consejos del flautista cuando los alguaciles del Santo Oficio van a buscarle a la posada del Tonto y encuentran en su cubículo un libro sobre íncubos y súcubos, Sarmiento vuelve a ser detenido.
Será liberado por la acción de su único amigo, el bachiller Chinchilla, quien le salva enfrentándose a la Santa Hermandad en un lance tan divertido como todo en esta pieza, yendo a pedir asilo en una iglesia.
De nuevo en la calle y libre de la Inquisición, don Rodrigo y Chinchilla visitan a don Jerónimo con mucho misterio, ocultando sus verdaderas identidades para advertirle de que esa misma noche el diablo visitara a Margarita y los tres se disponen a tenderle una celada.
Esa será la noche en que se descubra que el admirador de Margarita no es otro que el rey, Felipe IV, quien ya se sintió atraído por ella cuando era estudiante en Alcalá y se hacía llamar Alfonso de Barcelona.
Ante la identidad del diablo, quien se ofrece a regalar un magnifico reloj al convento si la superiora consiente sus visitas, sor Teresa accede. Al quedarse sin trabajo, Maese Blas se emborracha y se sube a tocar la flauta al mismo tejado de siempre. Será la última vez. Apenas comienza a tañer el instrumento, pierde el equilibrio, se cae y se mata.
También está muerta Margarita cuando el rey abre la puerta de su celda en el convento. Ante La Parca, Felipe IV renuncia a sus amores. Sin embargo, tiempo después, el Conde Duque de Olivares descubre ocasionalmente que Margarita está viva y que ha tomado los hábitos en el convento. El Rey, que ya ha aplacado sus antiguos ardores, acepta el ardid de la superiora de buen grado.
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La conversión de Florestán es menos divertida que su predecesora, pero también es el texto que más me ha gustado e influenciado de los aquí reunidos. Luis Florestán, su protagonista, es un novelista que se reparte entre su interés por el esoterismo y su pasión por las mujeres. Pese a que cuando posee a aquellas que le atraen siente como "un cansancio antiguo" porque ya las ha gozado con la imaginación.
Su imaginación precisamente es lo que se desata ante una sonata de Mozart que escucha interpretar desde una casa de la calle de la Cruz Verde. Tanta es la excelencia de la interpretación que calcula que su autora ha de ser una bella y enigmática mujer. A la mañana siguiente, al volver a pasar por delante de la misteriosa casa, todo parece indicar que está vacía. Así se lo hace saber a su amigo Perulia, un pragmático a quien le interesa más la buena comida que el ocultismo y las bellas damiselas, los dos camaradas deciden acercarse esa misma noche a la casa.
En efecto, el piano vuelve a sonar. Pero tras untar al sereno, éste confirma a nuestros protagonistas que, el piso al que se refieren, hace muchos años que está deshabitado, que su dueño se fue al extranjero mucho tiempo ha. No obstante, esa misma noche tienen oportunidad de ver, entre las sombras en las que permanece la casa, la silueta de una esbelta mujer.
No ha de pasar mucho tiempo antes de que Florestán sea descubierto en sus merodeos por unos extranjeros familiarizados con lo que ocurre en la casa. Pero antes de que ello suceda, el merodeador será cautivo de una bella mujer de carne y hueso. Frecuentador de las sesiones de espiritismo que se organizan en el Madrid iniciado en dichos misterios, en uno de esos salones causa sensación miss Angélica, una hermosa estadounidense recién llegada a la capital.
Sin embargo, el escritor sigue empecinado con sus rondas alrededor de la casa. En una de ellas, una voz de mujer, a cuya dueña no logra ver, le advierte que se está jugando la vida con su obstinación. La advertencia se repite en una carta que le es enviada a su casa. Finalmente, la misteriosa dama le da una cita y ésta no es otra que miss Angélica. Desde el primer momento, ella le rechaza sus amores. Ello no es óbice para que simpatice con él como amigo ya que le admira como escritor. Su amistad, para Florestán no es otra que ésa que nace en algunos hombres respecto a las mujeres que no pueden amar. Muy probablemente fue éste un rasgo característico de Carrere ya que esa misma amistad es la que une al don Jerónimo de la pieza anterior con la superiora del convento. En cualquier caso, la amistad de Florestán es frágil. Durante una visita a Ávila, mientras miss Angélica duerme, el novelista intenta hacerla suya. Descubierto en su empeño antes de consumarlo, la bella estadounidense le anuncia que jamás se volverán a ver.
Condenado así a la distancia de la que tanto le atrae, el escritor considera que ha llegado el momento de cobrarse el favor que le debe el profesor Avernino, quien, en pago a una crítica elogiosa que Florestán escribió sobre un libro de este espiritista, se ofreció a concederle cualquier cosa humanamente imposible que deseara con toda el alma. Así pues, con el fin de gozar una sola noche del cuerpo de miss Angélica, Florestán contrae una deuda con sus misteriosos benefactores y asiste a una "misa del Diablo".
Sellado el pacto, la casa de la calle de la Cruz Verde queda reducida a escombros en una explosión. La prensa publica entonces que en su interior guardaba un laboratorio terrorista, que el origen del estallido, que causó la destrucción, fue una torpeza de sus ocupantes mientras preparaban un artefacto. El propietario de la casa, Carlos Hernando de Toledo, era un anarquista y un químico notable que se vio obligado a huir de España mucho tiempo atrás. Como libertario, fue expulsado de Rusia y Estados Unidos, países en los que residió. Entre los cadáveres de la casa no se encuentra el de Angélica, la hija del profesor, se le da por muerta allí ya que, unos segundos antes de la explosión, un testigo la vio entrar en la casa.
Enloquecido ante la suerte de la que tanto deseó, Florestán se retira durante un tiempo a Andalucía. De regreso a Madrid unos meses después, el novelista visita un casino donde una mujer que es la viva imagen de miss Angélica gana una cantidad fabulosa. Cuando abandona el lugar, Florestán la sigue y tiene oportunidad de salvarla del asalto de unos maleantes. En pago a su acción, ella se entrega a él. A la mañana siguiente, cuando se despierta en el lecho de amor, yace junto a él el cadáver de la que tanto deseó. Abrumado ante su culpa, Florestán se hace fraile.
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Creo entender que Basilio Beltrán, el protagonista de Un crimen inverosímil es uno de esos médium que, con lo supersticioso que era, tanto fascinaban a Carrere. En cualquier caso, su experiencia sólo toca a La torre de los siete jorobados, novela de la que es origen, en lo que se refiere a la parte de Robinsón de Mantua. Es decir, todo lo concerniente a ese Madrid subterráneo, donde los jorobados se esconden para evitar las burlas y la conmiseración de quienes tienen la espalda normal, aquí no aparece, como tampoco lo hace el romance con Inés, la hermosa hija de Mantua.
Basilio, amigo de los chepudos en el convencimiento de que estos le traen suerte en su inveterada lucha contra los juegos de azar, recibe el misterioso consejo de un tuerto mientras se debate frente a una ruleta. Aunque según sus supercherías, quienes tienen un ojo "arreglado" -vaya evocando la expresión de Carrere en La leyenda de San Plácido- son unos cenizos, éste resulta ser todo lo contrario.
No obstante, más que el derrumbamiento del viejo prejuicio, lo que en verdad sorprende a Basilio es que nadie haya visto a Robinsón de Mantua, su benefactor, y que en la portería de su antiguo domicilio le confirmen que murió tiempo atrás. Se trata pues de un espectro con el que sólo él se puede comunicar. De ahí que yo entienda que Basilio es un médium. Lo que Mantua -"el señor Catafalco" para Basilio- le pide a cambio de seguir ayudándole en sus partidas, es que esclarezca su crimen, ya que, según él fue asesinado.
Por esos mismos días, su simpatía con los chepudos ha llamado la atención del señor Sabatino, un mago negro italiano -la fobia que el autor tiene a los de aquella nacionalidad se hace notar en que sus villanos hechiceros siempre son italianos- recién llegado a Madrid. Sabatino es una suerte de líder carismático entre los gibosos de la ciudad. A medida que va conociéndole, Basilio tiene noticia de una hija, una niña que se le murió al italiano a consecuencia de una extraña enfermedad. El nigromante culpa de la pérdida al médico que la atendió.
Paralelamente, en sus encuentros sobrenaturales con Mantua, el espectro le confiesa cómo una paciente, en un trance sobrenatural, le anunció su muerte y cómo, por más que él intentó evitar el presagio, murió en la fecha que la vidente le había anunciado.
En efecto, Mantua fue el médico a quien Sabatino culpa de la muerte de su hija. Le asesinó valiéndose de un siniestro criado, uno de esos tipos mezquinos, idénticos al acólito que manda el canon para los mad doctors. Tras no pocos esfuerzos para que le crean, Basilio conseguirá convencer a la policía de ese crimen inverosímil del que tiene noticia.
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Siempre en ese centro de Madrid que le es tan caro, en La casa de la Cruz Carrere vuelve a trasladarnos a La Latina, a la calle del Sacramento, que considera "el relicario de una época". La cruz negra que preside la finca le confiere un aire de misterio. Sin embargo, el narrador se siente magnetizado por ella hasta el punto de que decide pedir referencias de la casa a un cura que se acerca a la finca. El religioso le invita entonces a oírle decir misa.
Celebrada la misteriosa liturgia en una capilla de la sombría vivienda, cuyas puertas se abren prodigiosamente, ante un crucifijo invertido y sin más feligrés que el narrador, el cura que resulta ser un alma en pena que encuentra la redención al volver a tener a alguien escuchando su celebración. Su historia nos remite al reinado de Carlos II, es decir, a ese Madrid del siglo XVII que le fue tan querido al autor. En esta ocasión, la corte es la del último de los Austrias, el hijo de ese Felipe que tanto quiso a la Margarita de La leyenda de san Plácido y el asunto toca muy de cerca al hechizo que, según la fábula, padeció este soberano.
En los días de la maldición, la casa era propiedad de don Álvaro de Carvajal y Calderón. El sacerdote, el mismo que nos refiere la historia, era su capellán y respondía al nombre de Claudio de Calatrava.
Sintiéndose menoscabado en la Corte después de una vida entera combatiendo en Portugal y en los Países Bajos, don Álvaro hubiera dado lo que fuera, incluso su alma al compadre infernal, por poder humillar con su fortuna incluso al mismo rey. Esos son sus deseos cuando entra en escena uno de esos brujos italianos que tanto complacen a Carrere. En esta ocasión se llama Pietro Exili, es un antiguo compañero de armas de don Álvaro y llega a España tras escaparse una prisión en Francia, en la que fue encerrado tras medrar en París con sus envenenamientos. Asegura haber viajado hasta Madrid para dar muerte a la reina. En efecto, días después las campanas de palacio dan noticia del fallecimiento.
Apenas se instala el italiano en casa de su viejo camarada, el antiguo amor que don Álvaro sintió por doña Ana de Montesa, truncado por la oposición de los hermanos de ella, es saciado merced a embrujos y sortilegios que seducen a la doncella para pasar una noche en la Casa de la Cruz. Aunque los hermanos de la ultrajada intentan vengarla a violentamente, conscientes de que don Álvaro y Exili están metidos en brujerías, deciden denunciarles ante el Santo Oficio. Pero son tantas las influencias de la Casa de la Cruz, que ni la Santa Hermandad puede hacer nada contra sus moradores. Nadie sabe quien es la misteriosa dama que les visita, pero muy alto ha de ser su rango pudiendo como puede frenar incluso a la Inquisición.
Los abominables apetitos de Exili requieren la sangre de las más jóvenes doncellas del lugar y los vecinos de La Latina comienzan a verlas desaparecer impotentes ante los continuos sacrificios de sus más bellas hijas. Finalmente, cansado de tantos desmanes, el populacho se une bajo los auspicios de los Montesa y toman al asalto la casa de la Cruz.
A la sazón, en su capilla se está celebrando una misa del Diablo -que las llama Carrere- en la que ha sido decapitado un niño. Su sangre debía de haber sanado al mismísimo Carlos II, que es quien visita la casa acompañado por su madre, Mariana de Austria y el séquito de rigor. Su propósito no es otro que el de curar al rey del mal que le hace languidecer irremediablemente, ese padecimiento que le ha valido el sobrenombre de "El hechizado". Pero una vez más, como en las anteriores visitas de Mariana de Austria al siniestro lugar -cabe suponer-, la nigromancia vuelve a fallar.
Apenas abandonan los egregios visitantes el lugar, irrumpen allí las masas sedientas de venganza. Don Álvaro no tarda en caer. Más Exili escapa por los tejados, en opinión de algunos, montado en un macho cabrío. Claudio de Calatrava, por haberse prestado a la confesión del niño sacrificado y a otros asuntos de la liturgia, es condenado a no morir hasta que alguien quiera escucharle una misa de verdad. La Iglesia ordena poner la cruz que da nombre al lugar como recuerdo de la abominación que tuvo lugar en él.
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Las inquietudes de Blanca María, son las que esta mujer, ya entrando en la treintena y doncella aún, experimenta por el padre Leonardo, un cura recién llegado de Madrid para hacerse cargo de la capilla de la casa solariega y abrumante en la que está confinada nuestra protagonista. La condesa de Sepúlveda, su madre, es una mujer aferrada a un puritanismo siniestro que enviudó tiempo atrás. Desde entonces ha hecho de su vida -y de su casa- toda una exaltación de la más atroz beatería y mojigatería provinciana. De hecho, esa condena del oscurantismo y la mentecatez de la provincia que inspira a Carrere en todo momento, a la larga se antoja otra exaltación capitalina en la que enfrenta el tedio de las urbes pequeñas con las alegrías de Madrid. Más aún, es desde nuestra ciudad desde donde llega a la lúgubre casa de Sepúlveda ese soplo de aire fresco que supone la presencia de un cura con fama de licencioso entre paredes tan rancias. Para el narrador, un huérfano pobre de doce años. Acogido allí por la caridad de la condesa, todo es mezquindad y pesadumbre.
Todo excepto el sentimiento que no tarda en surgir entre el religioso -que lo fue sin vocación, como se nos cuenta- y Blanca María. Siendo los dos amantes los únicos que le demuestran cierto afecto, el huérfano simpatiza con ellos. Unidos primeramente en la lectura de páginas inocentes, poco a poco, dichos textos se van tornando novelas casi sicalípticas. Incluso comienza a haber roces entre las manos de la condesita y el cura.
Lo que surge entre ambos comienza a ser la comidilla de la provincia y el padre Leonardo es puesto al corriente de ello por uno de sus superiores. Pero el amor que el religioso siente por Blanca María es más poderoso que las consecuencias que puede acarrearle. Consumado al cabo una noche, el cura no sólo es expulsado de la ciudad, también lo es del clero. Por su parte, Blanca María recibe la visita de una vieja espeluznante que le practica un aborto. Durante la operación contrae un mal y muere. El narrador acompaña el féretro y nos asegura que durante años amó a aquella muerta.
Viéndose privado de los dos únicos afectos que conoció allí, decide abandonar la casa y hacerse al camino. Pero no tardará en ser encontrado y devuelto a la tutela de la condesa. Ésta se dispone a celebrar una extraña liturgia con unos moros que le aseguran que el muchacho vale para algo que él desconoce. Los árabes le piden entonces que mire en el agua de un recipiente. Cuando el huérfano ve allí el reflejo del padre Leonardo, le instan a que lo acuchille. La duda de haber matado a su único protector mediante algún embrujo comienza a abrumar al narrador.
[1] Ver el primer párrafo de la página 53 para admirar la gracia de la prosa de Carrere.
Publicado el 19 de febrero de 2015 a las 13:45.