Un viaje al Cretácico
Calculo que en breve, a raíz de la inminente emisión de El ministerio del tiempo, la nueva serie de TVE, tan sugerente en principio, los viajes a otras épocas suscitarán el natural interés por parte del Respetable. Hace ya cuarenta y nueve años, también en el ente público, seguí con avidez las emisiones de El túnel del tiempo, una maravilla de Irwin Allen para la ABC protagonizada por James Darren (el doctor Tony Newman) y Robert Colbert (su colega Douglas Phillips). Varias de aquellas entregas, como la dedicada a la caída de las murallas de Jericó, estaban dirigidas por el gran Nathan Juran.
Desde entonces, los viajes en el tiempo son uno de mis asuntos favoritos de cuantos acomete con mayor frecuencia la ciencia ficción. Incluso he visto con agrado la trilogía de Regreso al futuro del bueno de Robert Zemeckis.
En lo que a las novelas al respecto se refiere, si hay una que destaco sobre las demás -por encima incluso de La máquina del tiempo (1895), de H. G. Wells-, ésa es Entre dinosaurios, una delicia del paleontólogo estadounidense George Gaylord Simpson. Traducida al español en 1997 por María Belmote, en una atractiva colección de narrativa que editaba entonces Mondadori, la peripecia del texto guarda ciertas semejanzas con la de su protagonista.
Considerado uno de los paleontólogos más prominentes de la centuria pasada, Simpson publicó toda la obra científica que cabe esperar en un erudito de su talla. Pero ninguna ficción. Muerto en 1984, diez años después del óbito, su hija, la editora y también escritora Joan Simpson, encontró entre los papeles del finado Entre dinosaurios. Como no podía ser de otra manera, dispuso su publicación.
Es curioso que a Arthur C. Clarke, el autor del prólogo, el manuscrito le llegara cuando se disponía a declinar la invitación de la Sociedad H. G. Wells para participar en los actos conmemorativos del centenario de la publicación de La máquina del tiempo. También se disponía a decir que no a esta introducción cuando el relato le cautivó.
Es Clarke quien señala que, al igual que Wells, en Simpson "los personajes no tienen nombres, son arquetipos: el Historiador Universal, el Pragmatista, el Etnólogo y el Hombre Común". Particular y humildemente, en marzo de 1997, cuando leí la novela, eso de convertir los nombres comunes en propios -que a la larga resulta ser el procedimiento mediante el que se alude a los personajes en el texto- me resultó de una grandilocuencia innecesaria. No es más que una observación. Si pretendiera apostillar esta gran obra, no sería más que el enano que critica a Gulliver.
Estamos en el año 2162, los cuatro sujetos aludidos, reunidos en casa del Historiador Universal -un tipo aferrado a vicios del pasado como el tabaquismo y el alcoholismo-, consideran la posibilidad de la soledad absoluta. Cuando sus invitados se disponen a sentenciar que ésta no existe, el Historiador Universal les habla de un científico llamado Sam Magruder, un cronólogo que, al encontrarse realizando unos experimentos para viajar en el tiempo, se ve transportado accidentalmente al cretácico tardío. Esto es, 80 millones de años antes de la época que le viera nacer, cuando los dinosaurios son los dueños del planeta.
Habiendo comprendido que es el único ser humano que habita en toda la Tierra, admitiendo que todas sus comodidades de científico del Siglo XXII se han quedado en el futuro -uno de los momentos más intensos de la narración, al que deberían prestar una especial atención los ruralistas-, Magruder se instala en un valle donde consigue vivir durante unos años esquivando a los dinosaurios. Se alimenta de huevos de tortugas y se abriga con las pieles de los animales que mata. No obstante, dada la soledad que agobia su existencia, decide anotar su experiencia en unas tablillas. Estas son las que, ochenta millones de años después, darán cuenta de su caso al Historiador Universal y a sus invitados y conformarán el eje principal de este espléndido texto.
En la tablilla séptima, El bisabuelo, Magruder se refiere a lo que en un principio cree unos pequeños roedores, que se cuelan en su guarida y le roban las semillas. Los empieza a tender trampas para obtener sus pieles. Observándoles con más detenimiento descubre que no son roedores, sino pequeños mamíferos surgidos entre dinosaurios. Comprende al punto que son nuestros más remotos ancestros y tiene en sus manos la paradoja temporal por antonomasia. Si acaba con ellos, no surgirá la humanidad. Sin embargo, prefiere abrir la jaula al que tiene atrapado para que corra a la lucha por la vida, de la que saldrá vencedor. Al fin dará lugar a esos lectores que la posterioridad deparará a las tablillas de Magruder, por un procedimiento que a mí se me asemeja al que nos brindó a nosotros esta delicia de Simpson.
Publicado el 2 de febrero de 2015 a las 22:30.