Cuatro inmortales de Poul Anderson
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Incluidas en un volumen titulado La nave de un millón de años (1989), una de las últimas entregas de Poul Anderson, las cuatro piezas reunidas en 1998 por la entrañable Biblioteca del Mundo bajo el título de Relatos de inmortales me devolvieron ese placer que procuran los buenos textos, algo perdido en mis lecturas anteriores del otoño de 1998.
El camarada, la primera de estas narraciones, de las que tanto tiempo después sigo guardando tan buen recuerdo, nos transporta a la decadencia del imperio romano. Allí, un tal Lugo, salva a Rufus de la turba que lo persigue y lo lleva a su casa. Una vez en ella, con una naturalidad admirable, mediante la conversación mantenida por los dos hombres, se nos cuenta que la muchedumbre perseguía al huésped por ser éste inmortal. El anfitrión le ha salvado porque él también lo es. Dada la singular coincidencia, Lugo explica a su invitado cómo cada cierto tiempo, cuando la gente está a punto de darse cuenta de su condición, abandona familia y lugar para iniciar una nueva vida en otro sitio. La exposición, de esta suerte de servidumbre del don que ambos posen, imprime a la narración un innegable encanto.
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En Ningún hombre escapa a su destino, Gest, otro inmortal, se encuentra haciendo un alto en la corte del rey vikingo Olaf Tryggvason. Dada la longevidad del visitante, gustan de escuchar sus historias. Uno de los guardias de Olaf será quien desencadene la que se nos va a contar al afirmar que un antepasado suyo estuvo en cierta batalla. Esto trae a colación a un mítico guerrero danés conocido por el nombre de Starkadh. Gest llegó a él tras seguir el rastro de cadáveres que aquél dejara en un combate. Puestos a pasar la noche juntos, la conversación entre los ocasionales compañeros nos descubre que ambos son inmortales.
Sin embargo, lo verdaderamente estremecedor, es la referencia a los pesares que la inmortalidad conlleva, tan parecidos a los de los vampiros de Anne Rice. Gest los sintetiza en aquellas mujeres junto a las encontró la paz y la dicha, antes de verlas morir, como a los hijos que engendraron, sin que él hubiera envejecido un ápice. Ese gran drama de la inmortalidad, que a mí me conmueve de verás, es algo en lo que la dudosa saga de películas iniciada en el 86 por Russell Mulcahy apenas se detiene, prefiriendo entregarse a las abominaciones del cine de acción de los últimos tiempos.
Pero no divaguemos. Otra vez en la corte, Gest es bautizado y, creo entender, que encuentra la paz que busca en la muerte. Ante el interés del monarca en convertir a Gest al cristianismo, al volver ahora sobre ello, pienso que la religión ha de jugar un papel importante en la obra de Anderson, que no conozco como quisiera. Si no recuerdo mal, el texto precedente está ambientado en un imperio romano ya convertido al catolicismo; el siguiente, protagonizado por una monja.
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Fantasmas es la experiencia de esa monja aludida anteriormente: Varvara (sic), para más señas. Tras ser ultrajada por los tártaros, que han invadido el pueblo donde se encuentra su convento, la religiosa despierta para ir descubriendo los cuerpos sin vida de sus compañeras y la destrucción que el invasor ha dejado en el lugar. A escondidas, puesto que los jinetes tártaros aún están cerca, Varvara se va recuperando y dándose a esa nostalgia, que tanto me ha complacido, común a todos los inmortales que aquí que se nos presentan.
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Inmortal se llama el protagonista de La última medicina. Nacido antes de la llegada del cabello a América es el chamán de una tribu india. Su autoridad es puesta en entredicho, en un asunto referente al cambio de asentamiento del poblado, por un caudillo guerrero conocido como Lobo Corredor. Tras sufrir el ataque de otra tribu que persigue sus caballos, la nuestra decide abandonar la tierra de sus antepasados. Inmortal, que ve próximo el “fin de sus afanes” -con el que incluso puede estar dándosenos a entender el exterminio de los indios a manos de los blancos- pide a los suyos que le dejen irse por otro lado.
Sólo fueron cuatro relatos de un libro cuyas noticias -lo único que tengo de él- hablan de más de setecientas páginas. Naturalmente me supieron a poco. Pero fueron bastante para reconocer su autorr a uno de los maestros de la llamada ciencia "ficción dura", la opuesta a la fantaciencia, aquella que acomete con rigor la ciencia y la tecnología. Los inmortales de Anderson lo son porque su metabolismo hace que las heridas se les restañen a una velocidad prodigiosa, no enfermen y no envejezcan. Algo que, con los no menos prodigiosos avances de la genética, podría ser plausible en tiempos no muy lejanos.
Publicado el 27 de enero de 2015 a las 14:30.