Los cuentos de Leopoldo Lugones
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Atesoro El imperio Jesuítico (1904), de Leopoldo Lugones, desde que apareció en la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, hace ya la friolera de veintiséis años. Aunque lo he hojeado algunas veces desde entonces, el tema -las reducciones que la Compañía de Jesús fundó en Argentina, Paraguay y Brasil- no acaba de atraparme. De modo que llegué a Lugones merced a la referencia que hace de él Horacio Quiroga en uno de los relatos del excelente De los perseguidos, de amor, de locura y de muerte. Apenas acabé tan grata lectura, me obsequiaron sus responsables los cuentos de Lugones reunidos en una selección de Ediciones Internacionales Universitarias, bajo el título del primero de ellos, La lluvia de fuego. Los leí con la natural avidez en octubre de 2000. No sin cierta sorpresa, comprobé que las analogías entre ambos autores no son tantas como imaginé. Ahora bien, no por ello dejé de maravillarme ante unas piezas -probablemente extraídas de Las fuerzas extrañas (1906) o Cuentos fatales (1926), no consta en la edición- que, a decir de la crítica, convierten a Lugones en todo un precursor del cuento latinoamericano. Siguen las notas tomadas tras su feliz lectura.
Escrita en un español arcaizante pero tan culto como atrayente, La lluvia de fuego es una pieza fantástica en la que un rico hacendado nos refiere cómo una lluvia ígnea -de la que el narrador se salva buscando refugio en su bodega- acaba con una población. Más que a Quiroga, me ha recordado al Jack London de la Peste escarlata.
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En Un fenómeno inexplicable se cuenta la historia de un inglés afincado en Latinoamérica. En un pasado remoto, respecto al tiempo de la narración, nuestro hombre quiso adentrarse en los conocimientos de los yoghuis -santones hindúes-. Fue así a desdoblar su personalidad en un mono, "melancólico y negro", presente en él constantemente. Tanto es así que el tipo acaba por perder el concepto de la unidad. Cuando le pide al narrador que dibuje su sombra, éste descubre con sorpresa que, en efecto, se trata de la de un mono. Huelga apuntar que Un fenómeno... ha sido uno de los relatos que más me han interesado.
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A El milagro de san Wilfrido he de referirme en idénticos términos. Ambientada en el tiempo de las cruzadas, su historia es la del caballero a quien alude el título. Se trata de un germano que habiendo matado a su esposa creyéndola infiel, descubre la inocencia de la dama y va a confesar su terrible error a un ermitaño. Éste le impone en penitencia convertirse en peregrino. Antes de partir se acerca a orar a la tumba de su esposa, de la que arrancará la flor que crece sobre ella. Transformada la misma en prodigioso yelmo, será el que cubra la cabeza del paladín en Tierra Santa.
Siendo Wilfrido el elegido para llevar un mensaje a los sarracenos, el caudillo de éstos ordenará su crucifixión. Al ir a descolgarlo, a los mahometanos les resultará imposible desclavar su mano. Así pues, deciden cortarla del cadáver y dejarla en la cruz, la que a su vez es guardada en la armería. Tomada la fortaleza por los condes cristianos, el caudillo que ordenara la suerte triste de Wilfrido, pasará en su huida por el lugar donde se guarda la reliquia del santo. Es entonces cuando la mano aferra los cabellos del infiel sin soltar a su presa hasta estrangulara.
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La propuesta de El escuerzo es la de un sapo vengativo que, a no a ser que le queme una vez que se le ha matado, resucita para dar muerte a su asesino.
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He creído entender que El origen del diluvio, que nada tiene que ver con el que nos presenta la Biblia, consiste en la evocación de un fenómeno semejante a una glaciación, es decir: un cataclismo natural, por el espíritu -emplazado en una sesión de espiritismo- de uno de sus protagonistas.
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En cuanto a Los caballos de Abdera cabe apuntar que se trata de una fantasía, en la primera acepción de la palabra, donde se da noticia de una ciudad donde los caballos estaban tan mimados que deciden iniciar una rebelión.
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Yzur es otra de las cotas más altas de la selección. Aquí sí que registran analogías con ese Quiroga que nos presenta a los animales antropomorfizados. Lo que se nos cuenta en sus páginas es la experiencia del narrador, quien pretende enseñar a hablar a un mono. Dándose entre ellos todas las singularidades del cariño entre una persona y un animal, sólo será al final cuando, antes de morir, el simio pronuncie unas palabras para pedir agua a su amo.
Previamente, se ha retratado con magistral pericia la humanización de la bestia. A destacar lo fidedigno que resulta el fragmento dedicado a mostrarnos como Yzur, el chimpancé, afianza el amor que tiene a su dueño cuando éste, después de haberle pegado por no querer hablar -su criado le ha dicho que ha escuchado pronunciar algunas palabras al simio-, se arrepiente y comienza a prodigarle cuidados.
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La estatua de sal da cuenta de cómo un hombre santo, Sosistrato, mediante el consejo de un extraño viajero -que no es sino el mismísimo Satanás- tiene oportunidad de llegar a la estatua de la mujer de Lot, aquella cuyas formas quedaran condenadas a la sal después de que se volviera a mirar hacia Sodoma y Gomorra. Pese a que en un primer momento ha sabido vencer a la tentación, frente a la condenada no puede por menos que aplicarla el procedimiento por el que la desdichada vuelve a la vida. Es entonces cuando Sosistrato le pregunta lo que vio. Ella se resiste a contarlo. Ante la insistencia de él acabará por contárselo al odio. Automáticamente, el que fuera un hombre santo caerá fulminado sin que al lector, en un alarde de inteligencia narrativa, se le llegue a contar lo que Sosistrato ha sabido.
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Igualmente interesante, aunque nada fantástico -nostálgico cabría decir si hubiésemos de aplicarle un calificativo- se nos presenta Abuela Julieta. La anécdota contada en sus páginas es la de un cuarentón y una sexagenaria, sobrino y tía respectivamente, que no tienen a nadie más en el mundo que a ellos mismos.
Pudientes, cultos y solitarios ambos, las partidas al ajedrez que disputan regularmente constituyen la única distracción de sus tristes vidas. En una de éstas, después de que el autor nos haya referido cómo la extraña pareja se ama desde que él, siendo un niño, estuviera enfermo, tía y sobrino se confiesan el sentimiento que les une.
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El vaso de alabastro y Los ojos de la reina forman un díptico que se encuentra entre lo mejor del texto. En la primera de estas piezas se nos propone la experiencia del miembro de una expedición a la tumba de un faraón. Habiendo salvado nuestro arqueólogo a uno de los nativos que les acompañan de morir en las fauces de un cocodrilo, el egipcio le devolverá el favor advirtiéndole que se quede atrás al entrar en cierta cámara de la pirámide. En dicha estancia, será descubierto el vaso al que alude el título, donde se guarda el perfume de la muerte. El expedicionario que lo huele, un lord inglés, perecerá algunas semanas después.
En las últimas páginas de este interesante cuento se habla de una mujer que ha provocado el suicidio de dos hombres. Ella es la protagonista de Los ojos de la reina, segunda pieza de este magno díptico. Acaso la mejor y la que más me ha sugerido de todas las aquí reunidas. Se trata de la reencarnación de una antigua divinidad egipcia: la Señora de la Mirada. Mujer de extraordinaria belleza, el reflejo de "la egipcia del Plaza" -como se la llama en Buenos Aires- es letal. Me explico: descubierto en una tumba un espejo por dos exploradores ingleses, al ir éstos a mirarse en él, no su imagen la que ven, sino la de Señora de la Mirada. Subyugados por la Belleza de tan bella dama "el deslumbramiento entró en sus almas, quitándoles toda potestad de palabra y reflexión, hasta poseerlas en un vértigo que inspiraba la delicia insaciable, y con ello necesariamente la muerte".
Cuando el espejo obra en poder del narrador, éste podrá comprobar como, en efecto, no muestra el reflejo de quien se mira en él, si no la subyugante belleza de la Señora de la Mirada.
Publicado el 27 de noviembre de 2014 a las 17:00.