"Pilón" de William Faulkner
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Dorothy Malone en una secuencia de "Ángeles sin brillo".
Atesoro desde hace treinta y cinco años una colección de obras escogidas, reunidas por Editorial Marín del fondo de otros sellos a comienzos de los años 60. Entre los autores españoles destacan novelistas como el inspector de policía Tomás Salvador, quien -a decir de Francisco Candel, otro de los incluidos en aquellos textos-, no fue un hombre tan del anterior régimen como cabe suponer a la vista de su empleo. Adaptado a la gran pantalla en tres ocasiones. Dos de ellas lo fue por Francisco Rovira Beleta y una con el acierto de Los atracadores (1962), todo un clásico de ese spanish noir que tanto estimo últimamente. Sí fue del anterior régimen, a todas luces, Manuel Halcón. Consejero nacional del Movimiento antes de pasar a dirigir la revista Semana durante más de veinticinco años, su actividad periodística no le impidió escribir algunas de las novelas que le llevaron a la colección de la que hablo.
En lo que a los autores extranjeros se refiere, no hay duda de que la selección se hizo en base a un catálogo del gran editor barcelonés Luis del Caralt, quien en 1971, al dar a la estampa La ciudad y el campo -primera novela de Kerouac- también se convirtió en el primer editor español del heraldo de la generación beat. Pero no adelantemos acontecimientos. El criterio que primó en Marín -más distribuidora que editorial-, puesta a reunir a los autores extranjeros, fue la popularidad de las adaptaciones cinematográficas de las que la obra del elegido fue objeto. Así, entre los títulos seleccionados sobresalen Rebeca (1938) de la inglesa Daphne du Maurier, Sinuhé el egipcio (1945), del finés Mika Waltari, o Sublime obsesión (1929), de estadounidense Lloyd C. Douglas. Sabido es que todas ellas han sido objeto de películas sobresalientes de Alfred Hitchcock, Michael Curtiz y Douglas Sirk respectivamente.
Hace sólo treinta años, en los albores de mi cinefilia, solía preguntarme qué pintaban allí dos tomos de William Faulkner. Aunque el Nobel de 1949 fue uno de los mejores guionistas de Howard Hawks en sus años en Hollywood (1932-1945), sus novelas no inspiraron cintas de la celebridad buscada por editorial Marín en su propuesta. El prefacio de Mariano Orta al volumen primero de los dos dedicados a Faulkner, al ser un mero ejercicio de retórica no contribuyó en modo alguno a despejar mis dudas. Sí encontré, no obstante, un dato definitivo sobre la principal característica de la obra del autor de El sonido y la furia (1929): la brutalidad -entiéndase como un elogio- que entraña para cuantos conciben la literatura como un ejercicio armónico y apacible.
Sin embargo, aquel dato no fue bastante. Me adentré en la obra del miembro más turbulento del triunvirato presidencial de la narrativa estadounidense de la primera mitad del siglo XX -el consabido Ernest Hemingway y el atormentado Francis Scott Fitzgerald le acompañan en aquel podio- a través de otras ediciones de Faulkner que atesoro, cuyas traducciones estimo mucho mejores: la de El sonido y la furia de Mariano Antolín Rato para Bruguera; la de Mientras agonizo (1930) de Agustín Caballero Robredo y Arturo del Hoyo para Seix Barral; la de Santuario (1931) de Lino Novás Calvo para Espasa Calpe -por otro lado un ejemplo meridiano de traducción a la antigua usanza-; y la de Luz de agosto (1932) de Enrique Sordo para Argos Vergara. Ésta última, es mi favorita de las novelas de Faulkner que he tenido oportunidad de leer hasta la fecha.
Así las cosas, aquellos dos tomos de Marín se me antojaron desubicados por estar en una colección que, pese a integrar ya de antiguo mi tesoro, sólo he llegado a apreciar con el paso del tiempo. Fue en épocas aún recientes cuando, luego de ver la adaptación de Pilón (1935) realizada en 1957 por Douglas Sirk bajo el título de Ángeles sin brillo, me decidí a leer el original, primera pieza del segundo tomo de esas obras escogidas del autor a las que aludo, de la que acabo de dar cuenta hace unas horas.
Ya en el prefacio del primer volumen, Orta advierte sobre la dificultad de atrapar la música del lenguaje de Faulkner de algunos traductores y Julio Fernández-Yánez, que para empezar deja el título original del texto -Pylon- viene a dar cuenta de ello. Me ha hecho gracia que la falsa piel de la encuadernación se me haya abierto por el lomo a medida que manoseaba el libro, al igual que me ha sucedido con La historia de la música en el cine y otros textos, a cual más preciado, de hace más de treinta años. Pero leer "dijo el otro", cuando el personaje -el mecánico Jiggs, pongo por caso- tiene un nombre y acaba de formular una pregunta, o responder a ella -con lo que debería rezar "preguntó", "respondió" o cualquier otro verbo sinónimo-, me ha parecido de una pobreza lexicográfica alarmante. Sin embargo, no es mi costumbre denostar el trabajo literario de nadie y no seguiré por ese camino.
Pilón suele considerarse como una obra menor de Faulkner y aunque cronológicamente hay que situarla entre Luz de agosto y ¡Absalón, Absalón! (1936), dos de sus piezas de arte mayor, no hay duda de que el novelista no alcanza en sus páginas la plenitud de su genio. Aquí no hay asuntos de la turbulencia de la castración del Benjy de El sonido y la furia, la desfloración de Temple Drake por parte de Popeye con una mazorca de Santuario o la peripecia la familia Bundren puesta a trasladar en un carro de mulas el cadáver de la madre (Addie) a Jefferson de Mientras agonizo... Dicho de otra manera, aquí no parece haber nada de esa reproducción brutal de la realidad de las novelas de Faulkner.
Ambientada en Nueva Valois, trasunto de Nueva Orleans, que no en Yoknapatawpha, el territorio imaginario del escritor -que, además de marco de sus grandes ficciones, es la representación mítica del condado de Lafayette (Misisipi) que le viera crecer-, el título hace alusión a los pilones en torno a los cuales giraban los primeros aviones en sus carreras de exhibición. Sus protagonistas son el piloto (Roger Shumann) y lo que bien podríamos llamar la tripulación de uno de aquellos rudimentarios aparatos. A saber: Jack, el paracaidista; Laverne, la esposa de Roger; el ya citado Jiggs, el mecánico, y el pequeño Jack Shumann, el hijo de Laverne y Roger.
Tan desarraigados todos ellos como esos vaqueros trotamundos, que el cine ha retratado tantas veces rompiéndose la cabeza de rodeo en rodeo, el único drama digno de la brutalidad de Faulkner que presentan es el trío -aborrezco la expresión ménage à trois- existente entre el matrimonio y el paracaidista. Para fascinación del periodista, cuyo nombre nunca se nos llega a revelar, entre los dos hombres han llegado a un acuerdo para no molestarse cuando el otro comparte la cama de turno -duermen donde les cuadra, naturalmente-, con Laverne. No es vano que su hijo se llame Jack, como su amante, y lleve el apellido de su marido. En realidad, no sabe quién es el verdadero padre del niño.
Según la fecha de una crónica del reportero (pág. 149) estamos en el 16 de febrero de 1935. Unos párrafos antes se nos ha contado en una analepsis ese fragmento de Laverne (Dorothy Malone en la cinta de Sirk) tirándose en paracaídas, con sus maravillosas piernas descendiendo del cielo como un regalo de los dioses para solaz de los simples mortales, que abre el filme. Aquí el episodio acaba con la cuadrilla detenida por escándalo público. Será el propio sheriff quien les facilite la huida cuando las masas, siempre prestas a los linchamientos en el universo de Faulkner, van a buscarles al calabozo.
La novela empieza con Jiggs reservando unas botas que no tendrá dinero para comprar hasta después del espectáculo. Pero la fascinación del periodista es la misma en los dos formatos. A buen seguro que el magnetismo que ejercen sobre él los acróbatas era compartido por un importante sector de la población. Al hilo de esta lectura he recordado una vieja película de George Roy Hill -El carnaval de las águilas (1975)- vista sólo una vez y hace de ello hace treinta y nueve años. Acaso fuera a través de sus secuencias mi primer acercamiento a esa aviación de exhibición que tanto gustaba entreguerras, empezando por el propio Faulkner, piloto voluntario en la aviación canadiense a finales de la del 14.
Lo cierto es que el estilo de vida de Shumann y su gente impresiona tanto al periodista que, además de dejarles pasar la noche en su casa, les consiente que le quiten el dinero mientras duerme y otros abusos. Aunque en un primer momento no acaba de convencer a su editor -siempre me sorprende que se llame así a quienes en la prensa española serían directores o redactores jefe- sobre el interés del reportaje que está escribiendo sobre los aviadores, lo cierto es que esa fascinación -que en realidad lo es por el desarraigo, por la vida a salto de mata- es el principal argumento de esta obra, una de esas novelas en las que, aparentemente, no pasa nada.
Siempre necesitados de dinero, Roger se arriesga más que los otros pilotos por muy insignificante que sea la bolsa a ganar en el espectáculo. El mismo afán les lleva a inscribirse en una carrera cuyo premio puede sacarles del apuro. Pero su avión es demasiado lento. Así pues, ante la oportunidad de hacerse con un aparato más rápido, aunque también de manejo más peligroso, no lo dudan.
Como tantos grandes asuntos en las novelas de Faulkner, se nos cuenta mediante una elipsis que el aparato de Roger cayó a un lago con él a bordo. Aunque no llegan a encontrar su cadáver, sus compañeros lo dejan todo dispuesto para el entierro por si llegan a dar con sus restos en el fondo. A tal fin Jack confía al periodista el dinero que tienen además del que Laverne -que naturalmente siempre he imaginado como Dorothy Malone- le cogió.
Un último capítulo -que lógicamente, habida cuenta del puritanismo del cine estadounidense de la época, se omite en la película- nos muestra a Laverne entregando a su hijo a los padres de Roger. Ellos le anuncian que no podrá volver a ver al pequeño Jack y ella acepta argumentando que espera otro hijo que no es de Roger. Cuando su suegro le pregunta si Jack verdaderamente es su nieto, ella le responde afirmativamente.
Ya solo con sus abuelos, el niño destroza un avión de juguete que le ha dejado Laverne, a la que nunca llama "madre". El periodista, quien se lo ha comprado, ha puesto en allí ciento setenta y cinco dólares que encuentra el abuelo del niño. El anciano y su mujer discuten sobre el origen del dinero, que calculan ganado por Roger o Laverne, pero con malas artes. De ahí que estuviese oculto, según el razonamiento de los ancianos.
A modo de coda, Faulkner nos presenta a otro periodista -un becario diríamos ahora, aunque el traductor le llama "empleado"- que descubre el comienzo del reportaje de nuestro reportero tirado en la papelera. Se trata de un texto lacónico, empero conmovedor, que lee -leemos- con entusiasmo antes de pedir a Hagood, el editor, que le deje terminarlo. A mi juicio, es en este final de Pilón donde se percibe mayormente el genio de Faulkner.
Publicado el 14 de octubre de 2014 a las 16:00.