Apuntes para unas estampas madrileñas (XIII)
Fotos: Javier Memba
El cierre de Fuentetaja
No sabría decir cuándo cerró sus puertas, pero debe de hacer más de veinticinco años. El caso es que siempre que paso por el número 28 de la calle Sagasta, recuerdo que allí estaba Libros La Tarántula. Junto al Galeón, del 7 de esa misma calle -que entonces no era de libros de viejo, como ahora- y Turner, del 3 de Génova, formaba lo que yo llamaba "las librerías de Alonso Martínez". Casi embriagaba, de tan maravilloso, el olor a papel impreso que te recibía en ellas cuando entrabas.
Amo las librerías de Madrid desde que siendo un niño mi madre me llevaba a una que había en un piso de la calle Leganitos, sin más noticia de su existencia que una pequeña vitrina con algunas novedades en el portal de la finca, y me obsequiaba el Tintín correspondiente a la celebración de turno. A excepción de Espasa Calpe, he visto cómo cerraban todas las de mi época. Casi siempre para dar paso a tiendas de ropa, otra prueba irrefutable de la banalidad de nuestros días.
Entre las clausuradas he de hacer mención de la Franco Española de la Gran Vía, las dos Aguilar del barrio de Salamanca o Panorama del 56 de la calle Gaztambide. En esta última descubrí las primeras traducciones de Jack Kerouac junto a la chica más poética de mi adolescencia. Todas las librerías del viejo Madrid están ligadas a algunos de los momentos más felices de mi vida. Jamás olvidaré el orgullo que sentí cuando vi por primera vez una novela mía en el escaparate de Fuentetaja. De modo que comprenderá el lector que se me haya hecho especialmente triste la larga agonía de este establecimiento.
Inaugurada por Jesús Ayuso en 1959, en el 48 de la calle de San Bernardo, en los años que siguieron la casa se convirtió en toda una referencia para encontrar esos libros prohibidos, que allí se podían comprar en ediciones argentinas o mexicanas. Si argentinas, de la Editorial Losada, si mexicanas, de Siglo XXI editores. Aún recuerdo sus dos salas, siempre con estudiantes y lectores hojeando los textos. Y también a la cajera. Además de cobrar, recogía las bolsas y los libros que pudiera llevar el visitante. En el cartel que le recibía, se le rogaba que los dejara allí. La medida intentaba paliar los constantes hurtos de ejemplares. Robar los libros en Fuentetaja se convirtió en algo proverbial entre la sedición de entonces. Hasta el punto de que un conocido profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense cuenta haberlo hecho como una gloria más de la revolución. Esa misma calidad da a aquellos hurtos una de las innumerables cintas rodadas a la mayor gloria del PCE durante la transición. Habría que preguntar a todos los que practican, exaltan y promueven el expolio de la literatura -y de la cultura en general- qué les parecía que entraran a robarles en su casa el fruto de su trabajo y sus esfuerzos.
El caso es que, pese a los robos de los revolucionarios, Fuentetaja consiguió almacenar un fondo cifrado en torno a los 150.000 volúmenes. Entre ellos, yo compré, a Ayuso en persona, Colección particular de Jaime Gil de Biedma, Historia de la FAI, de Juan Gómez Casas, y Las películas de mi vida, de François Truffaut. Hubo más títulos, claro que sí. Pero esos tres han sido los que me han venido a la cabeza al pasar esta mañana por el segundo domicilio de Fuentetaja, en el 35 de San Bernardo, y ver que se anunciaba la venta del local.
La agonía dio comienzo en 2005, cuando el primer domicilio de la casa comenzó a venirse abajo. Ayuso -propietario de todo el inmueble de San Bernardo 35- no tardó en cartearse con Alberto Ruiz Gallardón -entonces primer edil madrileño y también cliente de Fuentetaja- para llevar a cabo un proyecto común entre la propiedad y el municipio que convirtiera la finca en un centro cultural. En 2007, cuando todo aquello quedó en nada y las grietas que anunciaban la ruina inminente asomaron a la fachada del edificio, el establecimiento se trasladó al 48 de San Bernardo. Allí quiso convertirse en una de esas librerías con bistró que tanto gustan a los nuevos lectores.
Pero Fuentetaja era una librería a la antigua usanza. Ayuso personalmente te buscaba el título que le pedías entre 150.000 volúmenes. En las guardas de su libros se adherían esas etiquetas que ponían los libreros de antaño con la dirección de la casa. Las mismas que la cajera doblaba por cierta línea para arrancar la parte con las indicaciones para la reposición del texto por parte de sus distribuidores. Demasiado lento para nuestros días. Sí señor, su tiempo había pasado como lo ha hecho el mío, que también nací en el año 59. Las horas de ya estaban contadas. Hubo huelgas de los empleados y, al parecer, nuevos propietarios. Pero la suerte de Fuentetaja ya estaba echada.
Publicado el 17 de junio de 2014 a las 00:45.