Las lecturas de Henry Miller
Asistí a la presentación de la primera edición española de Los libros en mi vida (1969), de Henry Miller. Fue durante una suculenta comida en el Café Gijón celebrada en el verano de 1988. Ya entonces me llamó la atención este texto. Sin embargo, el ejemplar que me dieron allí fue para mi redactora jefe de aquellos días. De modo que me faltó tiempo para ir a comprarme uno a la Casa del Libro. Pero, no sé por qué, esperé durante trece años para leerlo. Finalmente, di cuenta de él en agosto de 2001. Las notas que tomé entonces, con esas mínimas adecuaciones que exige el curso del tiempo, son las que ahora transcribo:
Lo que más estimo en un texto, por encima incluso de lo que en él se cuenta, es la exaltación de la subjetividad de su autor. A mi juicio, este furor tiene su expresión más precisa en cierto entusiasmo del que no faltan momentos en estas páginas. Tales han sido los casos de los capítulos dedicados a Blaise Cendrars, a quien Miller nos muestra como un aventurero vitalista capaz de desarrollar una frenética actividad literaria, y al teatro. Es curioso porque la escena me parece un rudimento, que no tiene para mí el más mínimo interés, frente a mi amado cine, el redentor de la realidad. Bien es verdad que Miller, en el capítulo dedicado al teatro, rememora su experiencia como espectador -que no como lector- dando así lugar a la evocación de sus recuerdos de juventud en Nueva York, lo que tiene más gracia que el análisis de una tragedia.
Por lo demás, pese a todas las referencias que Truffaut hace de este texto -antes de autoinmolarse en la misma pira que sus libros, uno de los personajes de Fahrenheit 451 (1966) alude al título del primer capítulo (Vivían y me hablaban) y el mismo cineasta parafrasea a Miller de forma inequívoca al titular Las películas de mi vida a su compilación de artículos de 1976- la lectura se me ha hecho tan pesada como todas las de este autor. A diferencia de lo pensado hasta ahora -que los Trópicos me habían resultado tan tediosos porque los leí precipitadamente cuando sólo tenía 22 años, como si formaran parte de es boom de la novela erótica al que asistíamos entonces- vengo ahora a concluir que es el propio estilo de Miller el que me aburre soberanamente. Cuando esas constantes digresiones en las que se pierde son asuntos que no me interesan, la lectura se me hace un auténtico tostón.
Ya en cuanto al hombre que se nos descubre tras estas memorias -de alguna manera éstas vienen a ser las memorias de un lector-, me carga tanto buen rollo. Lo de que no dejar los libros es como tener el dinero paralizado, a mí, que jamás los dejo, me parece una majadería sólo digna de un positivista del calibre de Miller.
Descubro también en Miller a todo un anarquista -amigo de Emma Goldman, lector de Kropotkin- y a un afrancesado. Vivió su bohemia en París, ciudad de la que fue un auténtico enamorado. Quizás viniera de ahí la conexión que Truffaut sintió por él.
Eso sí, leo con alborozo sobre Madame Blavatsky, la extraña esotérica polaca a la que yo descubriera la pasada primavera (recuérdese que este artículo data de 2001). Pero me ha sabido a poco lo apuntado acerca de Rider Haggard -que era un respetable padre de familia sin que ello le impidiera escribir y poco más-, uno de los capítulos que más me interesaban al comienzo. También me han faltado libros. Tras un título tan grandilocuente como éste, se imaginan muchas más referencias que las que se incluyen. Como poco, me hubiera gustado leer algo, aunque fuera un apunte tan somero como este que escribo, sobre todos los textos que el autor incluye en la nómina del Apéndice I, Los cien libros que más influyeron en mí. Sin embargo, abundan los agradecimientos a cuantos descubrieron las lecturas referidas al autor.
Llaman igualmente la atención sus afirmaciones en contra de la lectura en el retrete, algo que aplaudo y encuentro en verdad sorprendente en alguien tan escatológico como Miller. También me descubro ante su pasión por Céline y Knut Hamsun, dos autores ideológicamente tan censurables. La estima que Miller sintió por ellos -que en el caso de Céline comparto- demuestra que el autor de Los trópicos, pese a sus plúmbeas digresiones, fue un auténtico librepensador.
Publicado el 22 de abril de 2014 a las 16:30.