Balzac en la Nouvelle Vague
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El joven Doinel y su vela a Balzac
Las lecturas de William Faulkner a las que alude Patricia Franchini (Jean Seberg) en Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960), la estrecha colaboración de Alain Resnais con Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet o la labor del gran Chris Marker dentro de Editions du Seuil... Entre otras muchas cosas, admiro tanto el cine de la Nouvelle Vague, en bloque, porque, grosso modo, es el más literario que la historia registra.
Tanto afán de libro en la generación que inauguró el cine moderno, acaso tuviera su máxima expresión en la adaptación de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury llevada a cabo por el gran Truffaut en 1966, donde unos juramentados para salvarlos de la quema se aprenden de memoria su texto favorito y así legarlo a la posteridad. Basta con echar un vistazo a la entrada anterior de esta bitácora para darse cuenta de la estimación que siento por Bradbury, uno de los grandes de la literatura fantástica del amado siglo XX. Sin embargo, de entre todas las citas bibliográficas de la Nouvelle Vague, me quedo con las referidas a la obra del novelista más grande de la centuria decimonónica, el suprarrealista por antonomasia, mi venerado Honoré de Balzac.
Desde hace ya dieciséis años, cuando -más o menos- elevé al altar mayor de mis devociones literarias al autor de La Comedia Humana, vengo siguiendo su rastro en todas mis revisiones de las cintas de Nouvelle Vague. Cronológicamente, la relación empieza con el obsequio de Ilusiones perdidas (1843) que el librero (Guy Decomble) le hace a Charles (Gerard Blain) en Los primos (Claude Chabrol, 1959).
La vela de Antoine Doinel
Inmediatamente después nos llega el entrañable Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud) de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959). Tras la vela que el álter ego del realizador enciende a Balzac en la intimidad de su cuarto he sentido una pasión por el maestro idéntica a la mía. Fui tan mal estudiante como Doinel. Ello no era óbice para que -¡oh paradoja!- ya latiera en mí ese afán de libros que ya gravitaba en mi vida incluso antes de saber leer, cuando me magnetizaban sus ilustraciones, los "santos" que las llamaban mis mayores. Como Doinel, aborrecía tener que estar encerrado en el aula y prestar atención al profesor. Pero mi avidez de novelística, de cultura, ya era la misma que hoy. Así que me conmueve ese Doinel mal estudiante, empero devoto de Balzac, que se inicia en ese universo de ochenta y cinco novelas que sintetizan la historia social de Francia entre 1815 y 1830 -desde la Restauración Borbónica hasta la Monarquía de Julio- bajo el título de La Comedia Humana. No hay tesis que valgan, no cuenta con más guía en la empresa que su devoción.
Devoción que, en otro orden de cosas, Truffaut y Balzac compartieron por la burguesía. Pero hablemos de otras concomitancias, menos denostadas que las inquietudes burguesas, que hubo entre el novelista y el realizador. Por ejemplo, esa asociación de las distintas obras en un mismo universo, que cimienta el ciclo de Doinel, es inequívocamente balzaquiana: la espina dorsal de La Comedia Humana, ni más ni menos.
En Besos robados (1968), esa tercera entrega de la Pentalogía de Doinel -que suele tenerse por tetralogía porque suele olvidarse Antoine y Colette, su fragmento del filme colectivo El amor a los 20 años (1962), que el gran Truffaut también dedica a su álter ego-, vemos a Doinel leyendo El lirio en el valle (1836). Alivia Antoine los rigores de su confinamiento en una prisión militar con la novela que Balzac dedicó a la señora Berny, La Dilecta, su primera benefactora. Doinel ya no es aquel mal estudiante que se adentraba entre temeroso y fascinado en el universo de Balzac. Ahora es un mal soldado, pero un buen lector de La Comedia Humana. Sabe moverse por sus miles de páginas. Le consta que dentro de ella, el personaje que tiene más entradas es Eugenio de Rastignac, que el díptico de Lucien Chardon de Rubempré está integrado por Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas (1847) y que, bajo el epígrafe de Los Parientes Pobres, surgen dos novelones de la talla La prima Bette y El primo Pons, ambas de 1847.
Doinel es Truffaut a todos los niveles. Como es sabido, el cineasta, lector compulsivo desde la infancia, fue redimido del dudoso destino que le aguardaba al salir del reformatorio -donde le envió su padre adoptivo tras el impago de unas deudas de su cineclub- por André Bazin, uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma, uno de los impulsores de la teoría del cine de autor y primer maestro de cuantos escribimos convencidos de ella. Impresionado por la cinefilia y las lecturas del joven Truffaut, Bazin y su mujer le cogieron bajo su tutela y encaminaron tanta pasión hacia la crítica. Nació así uno de los críticos más combativos que ha conocido la literatura fílmica. Pero antes de que eso sucediera, Bazin tuvo que volver a sacar a Truffaut de su confinamiento. Esta segunda vez, de la prisión militar en la que fue recluido tras desertar. Exactamente igual que Doinel cuando leía El lirio en el valle. Calculo pues que fue ésa la novela que acompañó al cineasta en su prisión. Calculo que, llevando ya algunos años a cuestas con La Comedia Humana -los que se fueron entre esa velita que Truffaut, sin duda, encendió a Balzac y la segunda reclusión- convirtieron al realizador en ese experto en el universo de Balzac que yo imagino en Doinel.
El gran balzaquiano: Jacques Rivette
Sin embargo, merced a sus películas de los años 70, prácticamente desconocidas en España, que estos días descubro en YouTube, comprendo que el gran balzaquiano de la Nouvelle Vague fue Jacques Rivette. Ya en los 90, cuando el cine de Rivette llegó tímidamente a nuestra cartelera, se estrenó La bella mentirosa (1991), su aclamada adaptación de La obra maestra desconocida (1831), uno de los Estudios filosóficos de La Comedia...
Definido por Truffaut como "el más fanático de nuestro grupo de fanáticos", Rivette reproduce varios esquemas no ya de la obra, sino de la vida y la personalidad de Balzac. Como el novelista, llega a París desde una provincia dispuesto a conquistar la capital con sus ficciones -Balzac desde Tours, Rivette desde Ruan- y, lo que es más importante, uno y otro conciben sus asuntos con una loable desmesura.
A diferencia de Balzac, que se extendía tanto porque escribía por entregas, el principal problema que ha tenido el cine de Rivette para su distribución comercial ha sido la desmedida duración de sus películas. Out 1, noli me tangere (1971), una de las que ahora descubro con tanto placer en YouTube, dura setecientos veintinueve minutos. Dividida al cabo en ocho episodios, se trata de una adaptación libre de La historia de los 13, una trilogía dentro de La Comedia... que a Rivette parece llamarle especialmente la atención.
En sus secuencias, Jean-Pierre Leaud está convencido de que estos trece conjurados para el crimen, a los que el maestro alude en su trilogía, existen en ese París de los años 70 donde está ambientada la cinta. Puesto a descubrirlos, se entrevista con un balzaquiano incorporado por Eric Rohmer, quien como el profesor de literatura que era, probablemente, también fue ese experto en Balzac que encarna aquí. El personaje de Rohmer, como sin duda haría cualquier balzaquiano procedente del mundo académico ante quienes no tenemos más guía frente a la obra del maestro que la admiración que nos inspira, se muestra reticente ante los conocimientos de La Comedia Humana del personaje interpretado por Leaud. Se trata de un tipo que hasta entonces se ha hecho pasar por sordomudo. Dejaba páginas sueltas de una edición de La historia de los 13, a cambio de unas monedas voluntarias, en los cafés de París. Se comunicaba con sus benefactores con los sonidos que emitía con su harmónica. Ya en el cuarto episodio, resulta que el tipo habla y dice llamarse Colin. Como Jacques Colin, el villano de La Comedia Humana, que el maestro nos presenta en sus diferentes entregas bajo los nombres de Vautran, el abate Carlos Herrera o Burla la muerte.
Hace sólo siete años, el gran Rivette volvió sobre La historia de los 13, adaptando su segunda entrega, La duquesa de Langeais (1834), en No toquéis el hacha (2007). El filme me es especialmente querido porque la duquesa es mi favorita, mi dilecta, de las grandes damas del maestro.
Así, de entrada, vistas las míticas adaptaciones de Alain Resnais de Marguerite Duras -Hiroshima mon amour (1959)- y Alain Robbe-Grillet -El año pasado en Marienbad (1961)- dos de los más destacados miembros del Nouveau Roman, la nueva novelística que asomó a las letras francesas mediado el amado siglo XX, podría pensarse que la Nouvelle Vague fue especialmente afecta a aquella escuela. Incluso cabe decir que un entente entre aquel nuevo cine y aquella nueva novela hubiese sido lo natural. Sin embargo, apenas se vuelve sobre las cintas del grupo de Cahiers du Cinéma -Truffaut, Chabrol, Rivette, Godard, Rohmer- se descubre que la estela de Balzac en la Nouvelle Vague es mucho mayor. Cuanto queda por aprender del gran Honoré y que dichoso ha de ser hacerlo.
Publicado el 29 de marzo de 2014 a las 09:00.