Los primeros cuentos de Ray Bradbury
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Ray Bradbury, sobre "El país de octubre"
Recuerdo con tanto agrado La huella de Cthulhu (1962), mi primera lectura de August Derleth a comienzos de los años 80, que no me atreveré a decir si el fundador de Arkham House fue mejor editor que escritor, como estima Stephen King y algún otro ilustre. Sabido es también que los escritores, por sus envidias, suelen ser muy malos editores. Yo, evitando cualquier tipo de comparación, me limitaré a sostener que Derleth fue un editor brillante sin cuya labor sería totalmente diferente el panorama de la literatura fantástica del amado siglo XX.
Sí señor, el Conde d'Erlette -que llamaba Lovecraft a Derleth- además del primer editor de las obras completas del Outsider de Providence, anteriormente sólo aparecidas Weird Tales y otros pulps míticos, lo fue de las de todos sus acólitos: Robert Bloch, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, Donald Vandrei, Frank Belknap Long... El círculo de Lovecraft al completo. Hasta ahí todo me era conocido. Como ha de serlo para cualquier admirador de Lovecraft que se precie. Lo que sí ignoraba con anterioridad a mi lectura de King es que Derleth también fue el primer editor de Ray Bradbury.
Es el propio autor de Fahrenheit 451 (1953) quien recuerda en una nota introductoria a este El país de octubre (1955) que quince de los cuentos incluidos en la colección constituyeron su primer libro, publicado en 1947 por Arkham House con el título de Dark Carnival. Llamado a ser todo un clásico de la literatura fantástica del siglo XX, Bradbury -otro gran admirador de Derleth, por cierto- decidió reeditarlo en 1955 con un título diferente y cuatro piezas nuevas. Así pues, El país de octubre es el primer texto de Bradbury corregido y aumentado. Yo acabo de leerlo en una edición de Minotauro con pie de imprenta del año 2002.
"A mis lectores más recientes, El país de octubre presentará un tipo de cuento que he escrito muy poco desde 1946" advierte el propio Bradbury en la nota aludida. ¡Vaya que sí! Aquí la ciencia ficción no aparece ni por el forro. Esta colección está mucho más cerca del cuento triste -o del cuento fantástico en las más amplia concepción del término- que de Crónicas marcianas (1950), Fahrenheit 451 (1953) y toda esa ciencia ficción que se espera encontrar en Bradbury,
El enano, la primera de las piezas copiladas, está ambientada entre unos feriantes, dueños de una de esas atracciones consistentes en un laberinto de espejos cóncavos y convexos. Nos habla del señor Bigelow, quien, no obstante su enanismo, tiene encanto. Tan es así que el asunto se cuenta a través del amor que comienza a inspirar a Aimee, la taquillera. Mediante las observaciones sobre Bigelow que ésta hace a Ralph, su compañero, sabemos que el menudo -"gente menuda" llama Tolkien a enanos y hobbits- es escritor. Pero lo que en verdad cuenta es el motivo de sus visitas al laberinto: en uno de sus espejos, puede verse a tamaño normal. Aimee, cautivada con su cliente, considera la posibilidad de regalarle el espejo.
Sin embargo, Ralph, guiado por los celos que le inspira Bigelow, decide cambiar el espejo por uno en el que incluso las personas de estatura normal se reflejan reducidas. Apenas se mira en él, Bigelow sale espantado. Aimee, horrorizada ante lo ocurrido, vuelve a poner en su lugar en el espejo que tanto gustaba a Bigelow. Al mirarse Ralph en él, el reflejo que le devuelve es el del enano.
Me queda la duda de si se debe a un prodigio o si es que el verdadero Bigelow ha vuelto para vengarse. En cualquier caso, esta primera pieza de Bradbury me parece genial, de algún modo deudora de de esa venganza final de los monstruos en La parada de los monstruos (1932), la magistral cinta del gran Tod Browning.
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La excelencia se prolonga en El siguiente de la fila. Sus protagonistas son un matrimonio estadounidense que hace turismo en México. En ese México que rinde culto a sus muertos de forma tan singular. Aunque desde esta perspectiva registra ciertas analogías con Bajo el volcán (1947), que el gran Malcolm Lowry ambientó en el Día de los difuntos de la Cuernavaca de 1938, lo cierto es las dos historias tienen muy poco que ver.
Entre las curiosidades de interés turístico que presenta el pueblo donde se encuentran Joseph y Marie, nuestra pareja, destacan las momias. Ella insiste en ir a verlas. Se trata al cabo de los cadáveres exhumados del cementerio local. Sus familias, siempre pobres y más pendientes de los vivos que de los muertos, no pudieron seguir pagando el precio de las tumbas y los nichos con que les dieron sepultura en su momento. Todo un hallazgo por parte de Bradbury que, no sé por qué, supongo basado en una costumbre real.
Durante la visita a tan macabros restos, los cadáveres muestran pruebas de la causa del fallecimiento. De entre todos, a Marie -como a Poe-, le llaman especialmente la atención aquellos de las mujeres que, sufriendo una catalepsia, fueron enterradas vivas. La crispación de su ademán demuestra que despertaron de su muerte aparente e intentaron en vano salir de la tumba.
De vuelta al hotel, Marie, obsesionada con el asunto, insta a Joseph a que se vayan. Cuando acaba por convencerle, una avería en el coche se lo impide. Obligados a permanecer en el lugar, Marie comienza a agobiarse. En un momento dado, tiene la sensación de que su corazón se ha parado y se cuenta los latidos para cerciorarse de que todo sigue en orden. Cuando la arritmia vuelve a producirse, le hace jurar a Joseph que, si esa noche se muere, no la dejará enterrada en el pueblo mexicano. Su marido, convencido de que desvaría, la insta a que se calle.
Pero lo que sigue es lo referido a Joseph abandonando el pueblo sólo. Bradbury, mediante este procedimiento -llamémoslo "elipsis" si se me permite la expresión-, que llegará a ser algo frecuente en El país de octubre, nos da noticia de que Marie a sufrido una de las catalepsias que tanto temía y su marido la ha dejado enterrada en la necrópolis de las momias tan campante.
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Ante la excelencia precedente, se queda en muy poca cosa la anécdota referida en La desvelada ficha de póquer de H. Matisse. Su protagonista, George Garvey, es un esnob del Septeto del sótano, "el movimiento literario de vanguardia más desenfrenado de toda la historia". Después de vivir veinte años sin apenas contacto con sus pares, aislado junto a su esposa, se ha convertido en un tipo aburrido para su camarilla. Tras sufrir un accidente en el que pierde la punta del meñique, decide ponerse un "guardadedos mandarín" para disimularlo. La ocurrencia vuelve a convertirle en la admiración del Septeto. Ante este panorama, cuando tiempo después pierde un ojo de forma fabulosa, envía a Matisse la ficha de póquer aludida. El artista le dibuja en ella un ojo y con la ficha colocada a modo de monóculo, vuelve a acaparar la atención de los esnobs.
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El texto remonta algo en Esqueleto. Su protagonista, el señor Harris, es un auténtico hipocondríaco. Como paga gustoso las consultas, siempre encuentra médicos para dar pábulo a sus males imaginarios.
A falta de otra cosa de la que preocuparse, un día, que el doctor Muningant le invita a que se observe el esqueleto, Harris comienza a considerar su estructura ósea como un parásito alojado en su interior y se obsesiona con ello. En busca de soluciones, aborda a un obeso mórbido en un bar. Está convencido de que el tipo se ha quitado el esqueleto y pretende que le diga como lo ha hecho.
Será Muningant quien, tras una nueva visita de Harris, extraerá el esqueleto de nuestro hipocondríaco. Operación que se nos cuenta mediante el terrible dolor que siente Harris cuando Muningant extrae algo de él.
Más adelante, tras ese procedimiento que hemos dado en llamar "elipsis", se ratificará la extracción por el recuerdo de las medusas que encontraba en la playa que inspira a Clarisse, la esposa de Harris. Ahora la medusa se encuentra en el vestíbulo de su casa llamándola por su nombre. No hay lugar a dudas, es Harris sin su esqueleto.
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"Era una de esas cosas que guardan dentro de jarras, en las tiendas de las ferias de un pueblecito somnoliento", comienza La jarra. Ante estas primeras líneas, calculo que se trataba de una de esas deformidades que se conservan flotando en recipientes llenos de formol. Pero Bradbury no llega a contárnoslo. Ése es el gran encanto de esta propuesta.
El cuento, pues los de Bradbury lo son en toda la extensión de la palabra, se abre con el protagonista, Charlie, admirando fascinado el misterio que guarda la jarra en la tienda donde lo compra.
Ya con ello en su poder, la jarra comienza a ser la atracción del pueblo. Al acabar la jornada, los lugareños se acercan a contemplarlo y cada uno ve lo que se le antoja. Así, Thedy, la mujer de Charlie, dice que esa cosa muerta conservada en la fabulosa vasija se parece al propio Charlie. Muy por el contrario, a otro de los muchos visitantes que convoca, le recuerda a uno de los gatos que le obligaron a ahogar siendo un niño. No falta quien estima que lo guardado en la jarra es el resto de una medusa -las medusas son una figura recurrente en la obra de Bradbury-, en tanto que una anciana ve a un hijo que perdió por más que su marido insista en que se trata de un cerebro.
En cualquier caso, la jarra alcanza tanto protagonismo en la vida de Charlie y su mujer que, cuando Thedy le da a elegir entre ella o la fabulosa vasija, Charlie se queda con la jarra mientras su mujer se va. Bien es cierto que lo viene haciendo desde antiguo. Pero esta vez se antoja la definitiva.
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Harold, el protagonista de El lago, evoca a su amiga Tally, la chica de doce años que se sentaba junto a él en la escuela, ahogada en las aguas referidas en los últimos días de un septiembre pretérito, "cuando todo empieza a ponerse triste sin ninguna razón" (pág. 121). De una belleza indiscutible, la magia a la que aquí nos remite Bradbury es aquella del primer amor, ese sentimiento incipiente en la preadolescencia, que incluso avergüenza reconocer como tal.
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Hay un Bradbury más lírico que fantástico -tal vez por eso José María Valverde y Martín de Riquer decidieron incluirle en su Historia de la Literatura Universal (1957-59)- que alcanza en El Lago una de su mayores cotas. Ese mismo Bradbury es el que parece manifestarse en El emisario. Pero al final, se nos descubre como un poderoso cuento de miedo.
Su protagonista es Martín Smith, un niño postrado en su cama. Su único contacto con el exterior es su perro, a quien manda a la calle con una invitación en el collar para que quien la lea le visite en su casa. Y, en efecto, hay gente que lo hace.
A través de los restos, que encuentra en el pelaje del animal, sabe por dónde ha estado Perro, como Martín llama a su emisario. Hasta que un 30 de octubre, después de varios días sin visitas y de una noche en que Perro se ha mostrado especialmente inquieto, el animal no regresa. El muchacho se sume entonces en la tristeza. Cabizbajo y abatido pasa la festividad de Todos los Santos -Halloween supongo en el texto original- y tres días más. Perro regresa una noche que Martín está solo en casa. El animal le recibe con la natural alegría. Por los restos de su pelaje descubre que ha estado escarbando en las tumbas del cementerio. Al punto la puerta se abre y el lector se queda pensando quién, de entre los muertos que guarda el camposanto, ha podido aceptar la invitación del animal.
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Ray Bradbury fue un amante del cine antes de ser un autor profusamente adaptado. Así pues, si Tocados por el fuego fuese uno de los cuatro cuentos no incluidos en la edición original, la de Arkham House, podría entenderse como una prueba de su pasión cinéfila por lo deudor que se antoja de Arsénico por compasión (Frank Capra, 1944).
Sus protagonistas son Shaw y Fosce, dos extraños tipos que a mí me han recordado a las viejecitas de Capra. Ahora bien, a diferencia de aquellas ancianas, Shaw y Fosce no dan muerte a la gente. Antes al contrario, les avisan de que están a punto de sufrir un "accidente". Tal es el caso de la señora Shirke, una mujer odiosa para todo el mundo, que está a punto de ser asesinada por su marido.
Una vez más, Bradbury no nos cuenta el final, nos lo da a entender en las últimas líneas del texto.
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Aunque entonces no caí en la cuenta de que Arkham House fue la primera editorial de Bradbury, ya había tenido oportunidad de leer El pequeño asesino en la espléndida antología de la casa publicada por Valdemar.
En esta nueva pieza, además de presentar una idea tan corrosiva como la de un bebé que es capaz de matar a sus padres, se lanzan propuestas tan interesantes como la vulnerabilidad de un amante respecto a otro. Mucho más próxima al terror que la ciencia ficción, también viene a abundar en esa teoría de lo difusa que es la línea que separa a aquél de ésta.
Pese a que su mujer, Alice, desconfía de él desde el mismo momento en que lo alumbró, David Leiber no puede dar crédito a las preocupaciones de su esposa acerca del bebé de ambos. Aun así, emprende un viaje de trabajo a Chicago. Viaje que se verá interrumpido cuando recibe una llamada del médico pidiéndole que regrese porque Alice tiene neumonía.
Ya en el dulce hogar, su mujer le confiesa que ha intentado estrangular al bebe. David sigue pensando que todo son alucinaciones de ella. Hasta que, avanzado a oscuras entre las sombras de su casa, descubre casualmente una muñeca grande y pesada, que compró para el bebé, colocada delante de las escaleras. Está allí para que alguien se caiga por los peldaños. En la casa sólo están David y Alice. De modo que el bebé es el único que ha podido colocar allí la muñeca. Aunque David se da cuenta de todo antes de caer, Alice hallará la muerte al tropezar con ese mismo muñeco, colocado de nuevo por el bebé, y precipitarse por las escaleras.
Ya convencido de la maldad de su hijo, David empieza a llamarle Lucifer. Ante semejante perspectiva, el médico administra un sedante a Leiber. A la mañana siguiente, cuando vuelve a visitarle, Leiber ha muerto intoxicado por el gas. El bebé es el único que ha podido matarle. Convencido de su maldad, el médico saca un escalpelo de su maletín y se dispone a matarle intentando camelarle con esas frases amables que se dedican a los niños.
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La genialidad de El pequeño asesino se revalida en La multitud, que a un misántropo como yo se le antoja un cuento doblemente magistral por el tema acometido. El señor Spallner, su protagonista, es un tipo que sufre un accidente. Ya recuperado, comienza a pensar en lo agobiante que le resultó la multitud que le rodeó, esos macabros curiosos que nunca faltan ante cuando se produce un siniestro en la calle.
Dándole vueltas al asunto, comienza a considerar la posibilidad de que sean siempre los mismos. Su teoría se confirma al ver que en una foto del periódico concerniente a otro accidente, se repiten algunos de los rostros que el propio Spallner vio cuando, tras sufrir el suyo, esperaba en el suelo la llegada de la ambulancia.
Abundando en esta teoría llega a la conclusión de que esa pequeña masa se reúne a propósito para quitarle a los heridos ese aire que alguien, esa persona más razonable que siempre se hace notar en estos sucesos, reclama invariablemente para los accidentados. Más aún, Spallner llega al convencimiento de que, en contra de esas indicaciones de mover a los heridos que siempre se dan llegado el caso, la multitud los mueve deliberadamente para matarlos. Puede comprobarlo por el mismo cuando, al sufrir un nuevo accidente, esa multitud que ya le es conocida le rodea. Spallner es consciente de que va a morir cuando uno de ellos decide moverle.
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Aunque el guión de El bosque (2004), la notable película de M Night Shyamalan, está firmado en exclusiva por el propio realizador, tengo la sensación de que éste había leído La caja de sorpresas. Sus protagonistas son Edwin y su madre, quienes viven encerrados en su mansión, como los de Night Shyamalan en el pueblo rodeado por un bosque que nunca deben traspasar dados los horrores que allí aguardan.
Encerrados en su mansión desde que uno de los "Terrores" del exterior aplastó al padre del muchacho en un camino, como le recuerda la madre cuando le sorprende mirando con curiosidad a través de la ventana, la mujer ha hecho creer a su hijo que la casa es el Universo y el padre difunto, el Hacedor. Para Educarle en su desatinada quimera, ella misma se hace pasar por la maestra y el muchacho está convencido de que en realidad se trata de otra persona. Dividen la casa en las Tierras Altas y las Tierras Bajas y, en cada cumpleaños de Edwin, su madre le abre una de las habitaciones que le tiene cerradas y prohibidas.
La cosa funciona hasta que un día, al asistir a clase, la maestra no ha llegado. Al ir a buscar a su madre para darle cuenta del dato, se la encuentra dormida. A mi entender, muerta.
El muchacho decide entonces salir al exterior pese a creer que por ello va a morir. Como la vida recién descubierta le gusta, pero cree estar ya en brazos de La Parca. Comienza a gritar por la calle lo bueno que es estar muerto.
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Hay algo en Drew Erikson y su familia de los Joad de Las uvas de la ira (1939). Como los desheredados de John Steinbeck, son unos granjeros hambrientos y desesperados que cruzan el Medio Oeste en busca de algo al quedarse sin gasolina frente a una granja. Cuando Drew se dirige a ella a por ayuda, encuentra una misteriosa nota junto al cadáver del dueño. En dicho billete se invita al recién llegado a hacerse cargo de la propiedad.
Todo es dicha, tras comer hasta el hartazgo él y su familia durante tres días, Drew comienza a segar la cosecha con la misteriosa guadaña del anterior propietario. Observa que el trigo entraña un misterio.
Atando cabos llegará a la conclusión de que cada una de las espigas que corta está asociada a una vida que se acaba con su siega. Cuando toma conciencia de que ha cortado la espiga de su madre, intenta convencer a Molly -su mujer- para que abandonen el inquietante lugar. Pero después de las necesidades que han pasado, ella no está dispuesta.
Llega un día, el treinta de mayo de 1938, en que Drew advierte que está a punto de cortar las espigas de su familia y se detiene. De este modo, evita la muerte de los suyos, quienes permanecen en una suerte de letargo entre las ruinas del incendio de la granja, donde debieron haber perecido.
Al día siguiente retoma la siega y escucha los gritos de su gente, ahora sí, muriendo en el incendio.
Tras una elipsis que nos lleva de un párrafo a otro, se nos da a entender que la siega de Drew pone en marcha los grandes bombardeos y los campos de exterminio de la Segunda Guerra mundial.
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Si El tío Einar hubiese aparecido después de los mutantes de la Marvel, hubiese sido considerado uno de ellos. En el relato al que da título se nos presenta como un hombre alado. Su prodigio también le acarrea cierto complejo, así que sólo vuela de noche. La cosa funciona hasta que tras una reunión familiar en Illinois, en la que ha bebido demasiado, da con las alas en un cable de alta tensión y cae a tierra.
A la mañana siguiente encuentra a Brunilla, una joven que -según explica ella misma- vive sola en una granja porque es "bastante fea". El amor surge entre ambos y se casan. Los hijos resultan ser normales pese a que Einar y Brunilla temen que también les nazcan alados. Otro será el problema. Una noche, al ir a remontar el vuelo, Einar topa con un arce, se hiere en las alas y pierde su singularidad.
Así las cosas, languidece amargado sin poder volver al cielo. Hasta que un día sus hijos le animan para que vaya a verlos a un festival de cometas. Einar intenta entonces alzar el vuelo aunque sea bajo la luz del sol y, ahora sí, lo consigue. Haciéndose pasar por una cometa, que vuelan sus hijos, los acompaña al festival.
Mi Bradbury es el sombrío, el de El siguiente en la fila, El pequeño asesino y La multitud. He de reconocer que este de los simbolismos me interesa mucho menos. Aquí he creído entender una metáfora sobre la integración del diferente. Pero me interesa mucho más eso de las masas confabuladas para dar la puntilla a los accidentados de La multitud.
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Allin, el escritor que protagoniza El viento, ha venido a recordarme a los perseguidos por algunas abominaciones de Lovecraft, de quien Bradbury también fue un reconocido admirador. Por no hablar de las analogías que registra con el mito de el Wendigo.
Allin, el tipo en cuestión, ha estudiado los huracanes que se desatan en las cumbres de las altas montañas y ha llegado a la conclusión de que el viento es un ser con voluntad, cuyo ruido es producido por las voces de aquellos a los que mató a lo largo del tiempo.
Todo ello nos es contado mediante la desesperada conversación telefónica que Allin mantiene con su amigo, Herb Thompson. Sostiene Allin que el viento es consciente de que ha descubierto su secreto y por ello también quiere matarle. Pero Thompson, que además de con la excitación de Allin tiene que lidiar con el escepticismo de su mujer, quien estima que Allin esta borracho, apenas puede atenderle. Menos aún cuando unos amigos llegan a cenar a casa.
Sin embargo, todas las evidencias de las que Bradbury da noticia en los párrafos siguientes -el corte de la línea telefónica, la destrucción de la casa del escritor- demuestran que a Allin se le ha llevado el viento. Eso es lo que hay cuando alguien llama a la puerta de los Thompson y, aunque no hay nadie, Herb escucha al viento susurrándole con la voz de su amigo.
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El hombre del primer piso es la última de las grandes piezas de la colección. El pequeño Douglas, su protagonista, vive con sus abuelos, quienes alquilan habitaciones. He aquí otro de esos niños perversos de Bradbury, lo que queda claro en la presentación del personaje, cuando se nos cuenta la frialdad y el interés con el que asiste al vaciado de las entrañas del pollo que va a cocinar su abuela.
En ello estamos cuando un nuevo huésped llama a la puerta. Douglas no simpatiza con él. Intenta convencerle de que no tienen habitaciones cuando llega su abuela y el hombre alquila una.
La antipatía es algo que no se puede esconder a quien se la profesamos. El señor Koberman, el huésped, es consciente de la que inspira a Douglas. Así que, con el deseo expreso de ganárselo, le da un puñado de monedas. Al niño le llama la atención que entre ellas no haya ninguna de plata. Al ir a cenar, tampoco quiere que sus cubiertos sean de ese metal.
Otra de las cosas que más chocan a Douglas es el horario del señor Koberman: duerme durante todo el día y trabaja de noche. El perverso crío se pone a jugar con una pelota contra la puerta de Koberman para molestarle. Pero ni aún así consigue despertarle. Muy escamado, no duda en meterse en su habitación. Comprueba entonces la profundidad de su extraño sueño y llega al convencimiento de que es un vampiro.
El huésped tampoco se queda quieto. Muy por el contrario, rompe una vidriera de colores, una de las filigranas de la casa, y se las arregla para que parezca que ha sido Douglas con su pelota el autor del estropicio. "Espera y verás", se dice entonces el niño y se dispone a devolvérsela a Koberman corregida y aumentada.
Desde que el huésped se encuentra en la casa, se han producido en la vecindad varios crímenes que coinciden con el horario en que Koberman está fuera. Ante este panorama, Douglas decide que Koberman es el culpable y lo vacía como su abuela a los pollos. Aunque esto se nos da a entender en una de esas brillantes elipsis de Bradbury.
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Había una vez una vieja parece inspirado por cierto humor negro y no lo está. En cualquier caso, dado su tema, no me ha parecido todo lo sombrío que a mí me hubiera gustado.
La tía Tildy, su protagonista, es una anciana que siendo una niña le hablaba a su padre de la estupidez de la muerte y le aseguraba que procuraría burlarla. Bradbury nos la presenta intentado convencer a unos hombres, que se encuentran en su casa, de que no se lleven algo en una canasta. Al final desiste y ni siquiera intenta saber qué es lo que se han llevado.
Cuando unos instantes después, Emily, la sobrina de la anciana llega a la casa, la muchacha no puede evitar su asombro al encontrarla allí. Sabemos entonces que la vieja ha muerto y que la tía Tildy que nos ha sido dada es el espectro de la verdadera, cuyo cuerpo se han llevado los de la canasta.
La verdad no impide que el fantasma de la tía Tildy se acerque a la funeraria a reclamar su propio cadáver y que éste le sea entregado. He aquí una de las piezas que no me han acabado de convencer.
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Hay un Bradbury entre simbólico y poético, que como ese buen rollo al que apunta, no tiene interés para mí. La alcantarilla es un buen ejemplo de ese otro Bradbury. Sus protagonistas son dos hermanas que, en una tarde de tormenta, al ver el agua cayendo por las alcantarillas, caen en la cuenta de cómo las cloacas reproducen las calles de la ciudad. Puestas a ello, Anna, la que ha empezado con el juego, imagina que Frank -un hombre que la dejó tiempo atrás- surge ahora de entre los chorros de agua que recorren las cloacas.
Tras volver a la labor que las ocupaba antes de la elucubración, Juliet -la otra hermana- se echa una cabezada. Cuando despierta, Anna no está en la casa. Lo último que se nos cuenta es que la tapa de la alcantarilla se acaba de cerrar. El autor vuelve a darnos a entender el final y, ese sobrentendido de que Anna ha bajado a la alcantarilla, para ir al encuentro del hombre al que dejó marchar, es lo mejor de la narración.
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Reunión de familia es un nuevo acercamiento a los Einar. Pero no a la familia que fundó el hombre alado al casarse con Brunilla en la pieza anterior, sino a toda la estirpe de los Einar, esos hombres prodigiosos que en la fantaciencia de nuestros días bien podrían parecer mutantes.
Y esta reunión de todo el clan bien podría ser como aquella de Illinois, aludida en El tío Einar, de la que el protagonista volvía cuando tropezó con el cable de alta tensión que le hizo caer a tierra.
Dado que los Einar son inmortales, sus encuentros se producen cada muchos años. En ellos se dan cita tatarabuelos milenarios, mujeres que se convierten en ratas y muchachas como Cecy, quien es capaz de transportarse a otras épocas e introducirse en otras personas.
Ése es el ambiente en el que pretende destacar el pequeño Timothy, un joven miembro de la familia y de la casa donde en esta ocasión se celebra la reunión. A tal fin se dispone a alzar su primer vuelo. Pero el muchacho no puede hacerlo. El tío Einar le atrapa en el aire salvándole de la caída.
Cuando todos se han marchado y Timothy llora desconsolado, su madre le asegura que le quieren aunque sea distinto y que, cuando haya muerto, cuidarán de que sus "huesos descansen en paz".
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Aunque por su anécdota pueda parecer otra pieza fabulosa, La maravillosa muerte de Dudley Stone es un relato tan realista como lo son algunas de las mezquindades inherentes al muy noble y siempre improductivo oficio de las letras.
Stone, con apenas treinta años, estuvo a punto de ser el autor que desbancara a "Hemingway, Faulkner y Steinbeck". Sin embargo, un cuarto de siglo después dos de los últimos lectores que aún le recuerdan, se preguntan por qué tan insigne pluma se retiró cuando todos consideraban que estaba a punto de publicar su obra maestra para iniciar una brillante carrera política.
Puesto a despejar la incógnita, uno de esos lectores, Douglas, el narrador, visita a Stone en su pueblo. Y la antigua promesa accede a recibir a un antiguo lector por primera vez.
"Escribir fue siempre para mi hiel y amargura", apunta Bradbury en la página 330 con una lucidez que me deja impresionado y de la que tomo buena nota. Quien así se expresa es John Oatis, "un escritor menor de los años 20". Además de coetáneo, Oatis fue un gran amigo de Stone. Su amistad no fue óbice para que también le envidiara en extremo. Un día se presentó en su casa dispuesto a matarle. "Dios, cómo quise tu obra, y Dios, cómo te odié porque escribías tan bien" (pág. 326), le confesó entonces. Consciente de que su amigo no bromeaba, Stone arrojó al mar sus manuscritos y le prometió no volver a escribir. Fue entonces cuando dio comienzo su carrera política y lo más feliz de su vida junto a Lena, su mujer.
Ya avanzando en la conversación, Stone comentará a Douglas que también era consciente de que su talento estaba agotado, de que nunca llegaría a escribir esa obra maestra que crítica y público esperaban. Así pues, su cese absoluto de toda actividad literaria fue un hecho para él dichoso que, por el contrario, no significó el triunfo de Oatis. Buen final para el libro con el que se dio a conocer uno de los grandes cuentistas del siglo XX.
Publicado el 12 de marzo de 2014 a las 10:45.