jueves, 26 de diciembre de 2024 00:38 www.gentedigital.es
Gente blogs

Gente Blogs

Blog de Javier Memba

El insolidario

La ocidentalización del cine asiático

Archivado en: Inéditos cine, sobre la occidentalización del cine japonés, cine asiático

imagen

Un fotograma de "El intendente Sansho".

            Aún me recuerdo hace cincuenta años, contándole a mi abuela la película que mi madre me acababa de llevar a ver. No mucho después, ya mostraba cierta propensión a quedarme con los títulos de las cintas y los nombres de sus autores e intérpretes.

            Ahora bien, creo que cinéfilo empecé a serlo al comenzar a ver los filmes que me conmueven cuantas veces sean menester. Esto es algo que jamás hace un mero espectador, quien raramente vuelve sobre un título por mucho que le haya gustado. Sin embargo, esas ansias de saber cuanto a la realización de las películas que me calaban concernía, no tardaron en exigirme varios visionados.

            Obedeciendo a ese mismo afán de estudio en profundidad del filme, hace ahora cuarenta años descubrí la literatura cinematográfica en El cine, una enciclopedia en fascículos dirigida por Luis Gasca y publicada por Buru Lan, que adquirí semana a semana en Gardevisa, una papelería que había en los números posteriores de la calle de Illescas. Aún conservo esos ocho tomos y su diccionario de actores como una de las principales joyas de mi tesoro bibliográfico.

 

            Corría el verano del año 80 cuando, estando yo empleado como socorrista en una piscina particular de la calle Abtao, de aguas tranquilas por tanto, leí con auténtica avidez los tres volúmenes de la Historia Ilustrada del Cine de René Jeanne y Charles Ford en la traducción española del 74 de Alianza Editorial. Veintisiete años después, puesto a escribir yo mismo mi propia historia del cine aún era un placer volver a consultar las páginas de Jeanne y Ford. Naturalmente, como es costumbre indefectible en los textos del Libro de Bolsillo apenas se abren -colección a la que pertenece tan querida historia-, ya estaban totalmente desencuadernadas.

            Estas dos obras fueron las primeras guías en mi quimera, ese apetito insaciable de ver películas por encima de cualquier otra cosa que me ocupa desde siempre. En una y otra, como no podía ser de otra manera, se elevaba al gran Yasujirô Ozu a los altares. De modo que apenas proyectaron en la Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre- algunos de sus títulos, comencé a dar cuenta de ellos con el debido respeto.

            Respeto y poco y más era lo que me inspiraba entonces Ozu, ya que a la Bienamada -que en aquellos días estaba en el antiguo cine Príncipe Pío- no había llegado aún la traducción simultánea. Era pues frecuente que el maestro se proyectara en japonés, sin ninguna clase de subtítulos. Huelga decir que de aquel idioma no tengo ni idea. Ante este panorama, el cine de Ozu, y aún más el del gran Kenji Mizoguchi por atender principalmente al Japón feudal, me resultaba tan inaccesible como a aquellos mentecatos que, cuando emitían en el cine club de la Segunda Cadena una película de Akira Kurosawa, al día siguiente se mostraban indignados porque en la tele habían "echado una película de chinos".

 

Descubriendo a los clásicos nipones

            Si señor, con una necedad comparable a esa vulgaridad de llamar "echar" a las emisiones televisivas y "poner" a las proyecciones cinematográficas, confundían a los japoneses con los chinos. A la postre no era más que ese prejuicio común a todos los necios de despreciar lo desconocido por el simple hecho de serlo. A la vista de cómo me van las cosas, puede que yo sea más necio que nadie. Lo que me diferenciaba de aquellos que llamaban a los clásicos del cine nipón "películas de chinos" eran mis esfuerzos por entender una forma de hacer cine tan remota de mis gustos de entonces como el lejano Oriente -nunca mejor dicho- de mi horizonte.

            Los intereses mis primeros años cinéfilos, como los del común de los jóvenes que se inician en tan dulce obsesión, iban poco más allá del western -y otros géneros de acción- y la comedia. Pero asistí a mis primeros visionados de Cuentos de Tokio (Yasujirô Ozu, 1953) y Cuentos de la Luna pálida (Kenji Mizoguchi, 1954) con el respeto hacia ellas que me inculcaron mis lecturas. De Ozu, el John Ford japonés, se decía que colocaba su cámara a la altura del tatami porque ése es el mejor emplazamiento para observar el discurrir de la vida japonesa. Según la teoría de Godard, hubiese sido una inmoralidad colocar el tomavistas en otro sitio. Mizoguchi, nunca estrenado comercialmente en España, pero aplaudido en todos los festivales internacionales en los que había concurrido entre 1953 y 1956, estaba considerado uno de los grandes maestros de la historia del cine. De Akira Kurosawa, el tercero de los primeros cineastas nipones que me fueron dados, se hablaba como del más occidentalizado de todos ellos. Verbigracia, ese remake de Los siete samuráis (1954), uno de los grandes éxitos de Kurosawa para la Toho, que John Sturges realizó en 1960 bajo el título de Los siete magníficos. Por no hablar del llevado a cabo por Sergio Leone de Yojimbo (1961) en Por un puñado de dólares (1964). Con todo, yo admití que, en efecto, Kurosawa era el más occidentalizado del triunvirato de clásicos nipones porque Dersu Uzala (1975), una de las últimas películas que vi junto a mi madre, fue la primera producción japonesa que disfruté.

            Ya entonces era consciente de que el cine del país del Sol Naciente se me hacía árido porque no discurría a ese ritmo vertiginoso de la pantalla comercial estadounidense. Exactamente igual que les pasaba a quienes llamaban chinos a los japoneses indignados porque en la segunda cadena habían emitido un título de Ozu. Gracias al cielo, no habría de pasar mucho tiempo antes de que comprendiera que no todas "las películas tienen que empezar con un terremoto y seguir subiendo", como decía Cecil B. de Mille. Sin que ello signifique menoscabar en modo alguno a las que, si son buenas sí lo hacen. No a las que su asunto pretende avanzar a base de puñetazos, risas toscas o efectos especiales, claro. Ha de quedar claro que amo el cine clásico estadounidense, el que se extiende desde los años 30 hasta la inquisición maccarthista, con la misma vehemencia que desprecio el noventa por ciento del de nuestros días.

            Mediados los años 80, cuando el gran Kurosawa estuvo a punto de suicidarse por falta de financiación para sus realizaciones y George Lucas y Steven Spielberg se convirtieron en sus productores ejecutivos, reconociendo así el magisterio que había ejercido sobre ellos, me di con asiduidad -con esa asiduidad monomaniática que requieren esas ebriedades- a ciertos placeres que ralentizaron mi percepción del tiempo.

            No diré más sobre aquella embriaguez. A buen entendedor, pocas palabras bastan. Sí apuntaré que en esas "horas lentas", que las llamaba yo, descubrí la belleza de la imagen silente -ahora que la corrección política tiene en el lenguaje su principal batalla, hablar de "cine mudo" me parece una incorrección- y de la obra del triunvirato de los clásicos nipones. Mizoguchi, el más japonés de los tres, por así decirlo, fue el que me dejó más fascinado. Al ser su Japón, principalmente, el de las viejas eras y shogunatos, su vestuario eran los kimonos y los ropajes pretéritos, algo que sólo se veía esporádicamente en Ozu y en Kurosawa parecía difuminarse por su puesta en escena tan a la americana. Desde la perspectiva que me proporcionó mi embriaguez, comprendí que Los amantes crucificados, rodada por el gran Kenji en el 54, es la mejor cinta de amor de toda la historia del cine. El intendente Sansho, otro título del maestro de ese mismo año, cuenta entre los dramas más conmovedores.

            Con los tres triunviros como base, mi interés por la pantalla nipona fue en aumento y reconocí en La puerta del infierno (1953), de Teinosuke Kinugasa, otra historia de amor mayúscula. Eso sí que es cine romántico y no las tonterías que protagonizan las niñas bonitas de la pantalla comercial estadounidense. También distaba mucho la visión de la Guerra del Pacífico propuesta por Kon Ichikawa en El arpa birmana (1954), una de las cumbres del cine pacifista, de la visión de ese mismo conflicto presentada por Hollywood.

            Ya ávido de cine japonés del bueno, tuve el honor de escribir los obituarios aparecidos en el diario El mundo sobre Kaneto Shindô -autor de Onibaba (1964), otra de las grandes cintas de terror que recuerdo- y Shohei Imamura, el más genuino representante del nuevo cine japonés surgido en los años 60 en títulos como la magistral Llamada a un homicidio (1964).

 

De China a India sin orden ni concierto

            Descubrí que los japoneses se parecen a los chinos en la misma medida que los españoles puedan parecerse a los ingleses en las películas de Zhang Yimou. Es lástima que ya en la primera de ellas, Sorgo rojo (1987), me pareciera un realizador occidentalizado. Yo buscaba un cine auténticamente chino. Con música e interpretaciones a la manera autóctona. Una producción tan china como auténticamente japonesa me pareció en su momento la puesta en escena de Mizoguchi. Pero ya entonces, cuando aún se le distribuía en los circuitos de versión original, Zhang Yimou apuntaba maneras de ese realizador de coreografías de artes marciales para las megaplex que acabaría siendo. Puede que Kaige Chen, el otro de los grandes de la llamada Quinta Generación -quinta promoción de la escuela de cine de Pekín y primera tras la Revolución Cultural- me pareciera más afecto a las tradiciones de su país en Adiós a mi concubina (1993).

            Pese a que todos ellos rodaban en chino mandarín o en cantonés, tampoco encontré ese cine genuinamente chino en el gran Wong Kar-wai. Vaya por delante que hoy por hoy es uno de los cineastas que más admiro y que Maggie Cheung, su musa, es una de mis actrices favoritas. Pero el gran Wong se me antoja más cerca del gran Godard que de la pantalla de su país.

            Pasando en mi recorrido por ese cine asiático que amo sin orden ni concierto de China a India, me quedo con Satyajit Ray. Aunque fue ayudante de Jean Renoir y un gran espectador de cine occidental, el lirismo de Ray en la Trilogía Apu -La canción del camino (1955), El invencible (1956) y El mundo de Apu (1959)- me parece autóctono. Más próximo a los versos de Rabindranath Tagore que a la magia de Renoir. Ray me conmueve hasta el punto de que siempre incluyo su magno tríptico cuando me piden una relación de las mejores películas de la historia.

            Por supuesto que el musical de Bollywood me interesa tanto como el estadounidense -ver bailar a Fred Astaire es una de mis mayores alegrías en estos años de desaliento-. Pero la producción de Bombay es tan vasta que permanezco a la espera de que la Bienamada le dedique un ciclo tan exhaustivo como el que dedicó al musical estadounidense en el verano de 1981 para acometerlo con toda la atención que se merece.

            Al menos, que el paquete sea tan extenso como el monográfico de la Nikkatsu -una de las grandes productoras japonesas- programado la primavera pasada. Fue precisamente en las proyecciones del roman-porno de esta casa, al comprobar que pese al nombre eran muy semejantes al softcore europeo de los años 70, de las que además fueron coetáneas, cuando comprendí que el cine asiático tendía a occidentalizarse sin remisión. A este respecto hay un dato sobre el que merece llamar la atención, Nagisa Oshima, el más genuino representante del roman-porno en títulos El imperio de los sentidos (1975) y El imperio de la pasión, acabó haciendo cine de autor en Europa: la tediosa Feliz Navidad Mr. Lawrence (1982), Max, mi amor (1986).

            Supuse que en justa correspondencia a esa lenta ósmosis de la pantalla occidental en la oriental, el actual cine de terror japonés, uno de los más briosos de las tres últimas décadas con realizadores como Hideo Nakata -El círculo (1998)-, Kiyoshi Kurosawa -Cure (1997)- o Takashi Shimizu -La maldición (2002)- estaba fagocitando al cine de terror estadounidense en los múltiples remakes que -siempre a la baja naturalmente- inspira a Hollywood.

 

El nuevo cine surcoreano

            Había llegado a la conclusión de que lo mejor del acercamiento de estadounidense al terror japonés fue la encantadora Sarah-Michelle Gellar como protagonista de El grito (2004), la versión americana de La maldición dirigida por el propio Shimizu, cuando descubrí con alborozó el cine surcoreano. Acaba de llegar al otro gran pilar de esa esplendida eclosión de los nuevos cines asiáticos a la que asistimos. Mi encuentro con la producción de este lado del Paralelo 38 no pudo ser más halagüeño. Oldboy (2003), la inclasificable pero siempre encomiable cinta de Chan-wook Park, fue mi pórtico a una cinematografía que me era prácticamente desconocida hasta entonces.

            Aún no había acabado de congratularme de la satisfacción que me produjo esta segunda entrega de la Trilogía de la venganza de Park cuando, ya ávido de cine surcoreano, tuve oportunidad de hacerme con The Host (Bong-Joon Hoo, 2003), una de las cintas señeras del nuevo terror coreano, en una de esas gratas sorpresas que nunca le faltan a la Sexta 3. Sí señor, volví a quedar rendido ante tan buen cine. Bien es cierto que los paisajes mostrados en las inmediaciones de ese río Han que baña Seúl, de cuyas aguas sale la bestia para devorar a los transeúntes, podrían ser los de cualquier ciudad occidental. Pero a mí me inquietó -léase sedujo- como no lo hacía ningún título desde El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999).

            No hay duda de que la homogenización de los lugares es una de las principales características de la globalización a la que asistimos. Lo que ya no sé e si esto es bueno o malo. Sí tengo el convencimiento de que The Yellow Sea (Na Hong-jin, 2010) es una de las mejores cintas negras que he visto en mucho tiempo. Las tribulaciones de Gu-nam (Ha Jung-woo), un taxista de la ciudad china de Yanji que debe pagar -entre otras- la deuda que contrajo con la mafia para que su mujer viajara de Corea del Norte a Corea del Sur, dieron lugar a una de las mejores películas de lo que va de siglo. Pero, sustancialmente, no hay nada que la diferencie de cualquiera de las que inspiran las novelas del sueco Stieg Larsson.

            Con todo, ha sido asistiendo al ciclo que en las últimas semanas ha dedicado la Bienamada a Lee Chang-dong, uno de los grandes del cine de autor surcoreano, cuando he vuelto a esa teoría, que empecé a esbozar en la primavera con el roman-porno de la Nikkatsu, acerca de que el cine oriental se occidentaliza de un modo inexorable.

            Peppermint Candy (1999), la película de Chang-dong que me ha calado más hondo, es una obra maestra que se abre con el suicidio de su protagonista Yong-ho (Sol Kyung-gu). Como en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) se inicia entonces un flashback que nos irá mostrando en un viaje a la inversa, del final al principio, el largo proceso que llevó a Yong-ho a convertirse en asesino de sí mismo. El infeliz pone fin a sus días en el mismo lugar donde, a finales de los años 70, conoció a la chica que en sus cartas le mandaba los caramelos de menta aludidos en el título inglés de la película, por el que se la conoce en Occidente. El abandono de su última mujer, la estafa de su socio, su paso por la policía que colaboró con la última dictadura que sojuzgó el país y por el ejército que le separó de la novia de los caramelos, son los jalones que marcan la historia. Pero Peppermint Candy podía haber estado dirigida por el italiano Gianni Amelio o cualquier otro cineasta europeo y no hubiera diferido mucho en cuanto a su factura.

            Quiero decir que no hay en ella nada, ni la música, ni el maquillaje, ni la cadencia de la interpretación, que la convierta en una cinta asiática, como sí lo había en aquel Mizoguchi que descubrí fascinado en mis horas lentas. Siendo el caso de que una de las cosas que más alabé en Wim Wenders -gran admirador de Ozu, por cierto- cuando le descubrí a finales de los años 70 fue su asunción de lo americanizado que estaba, y yo mismo me jacto de amar la música estadounidense por encima de la europea -a excepción del rock y el pop británico-, no sé si esta ósmosis de la pantalla oriental por parte de la occidental es buena o mala. Pero lo cierto es que la detecto y que echo de menos aquellas actrices Mizoguchi de kimonos acolchados, agujas en el pelo y maquillajes fabulosos, que se movían a pasitos al compás de una música que me resultaba tan incomprensible como seductora.


 

Publicado el 7 de diciembre de 2013 a las 18:30.

añadir a meneame  añadir a freski  añadir a delicious  añadir a digg  añadir a technorati  añadir a yahoo  compartir en facebook  twittear  votar

Comentarios - 0

No hay comentarios



Tu comentario

NORMAS

  • - Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.
  • - Toda alusión personal injuriosa será automáticamente borrada.
  • - No está permitido hacer comentarios contrarios a las leyes españolas o injuriantes.
  • - Gente Digital no se hace responsable de las opiniones publicadas.
  • - No está permito incluir código HTML.

* Campos obligatorios

Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

Miniatura no disponible

 

Javier Memba en 2009

 

Javier Memba en 1988

 

Javier Memba en 1987

 

1996

 

 

Javier Memba en la librería Shakespeare & Co. de París

 

 

 

 

Imagen

 

 

COMPRAR EN KINDLE:

 

 

 

contador de visitas en mi web



 

 

Enlaces

-La linterna mágica

-Unas palabras sobre Vida en sombras

-Unas palabras sobre La torre de los siete jorobados

-50 años de la Nouvelle Vague en Días de cine

-David Lynch, el onirismo de la modernidad en Radio 3

-Unas palabras sobre Casablanca en Telemadrid

-Unas palabras sobre Tintín en Cuatro TV

 

 

ALGUNOS ARTÍCULOS:

Malditos, heterodoxos y alucinados de la gran pantalla

Nuevos momentos estelares de la humanidad

Chicas yeyés

Chicas de ayer

Prólogo al nº 4 de la revista "Flamme" de la Universidad de Limoges

Destinos literarios

Sobre La naranja mecánica

Mi tributo al gran Chris Marker

El otro Borau

Bohemia del 89

Unos apuntes sobre las distopías

Elogio de Richard Matheson

En memoria de Bernadette Lafont

Homenaje al gran Jean-Pierre Melville

Los amores de Édith

Unos apuntes sobre La reina Margot

Tributo a Yasujiro Ozu con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento

Muere Henry Miller

Unos apuntes sobre dos cintas actuales

Las legendarias chicas de los Stones

Unos apuntes sobre el "peplum"

El cine soviético del deshielo

El operador que nos devolvió el blanco y negro

Más real que Homeland

El cine de la Gran Guerra

Del porno a la pantalla comercial

Formentera cinema

Edward Hopper en estado puro

El cine de terror de los años 70

Mi tributo a Lauren Bacall

Mi tributo a Jean Renoir

Una entrevista a Lee Child

Una entrevista a William McLivanney 

Novelistas japonesas

Treinta años de Malevaje

Las grandes rediciones del cómic franco-belga

El estigma de La campana del infierno

Una reedición de Dalton Trumbo

75 años de un canto a la esperanza

Un siglo de El nacimiento de una nación

60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

EN TU MAIL

Recibe los blogs de Gente en tu email

Introduce tu correo electrónico:

FeedBurner

Archivo

Grupo de información GENTE · el líder nacional en prensa semanal gratuita según PGD-OJD