Los cuentos no góticos de Karen Blixen
Memorias de África, la celebrada cinta de Sidney Pollack de 1985, como el noventa por ciento del cine comercial estadounidense de las últimas cuatro décadas, nunca me ha merecido el más mínimo interés. No fue ése el caso de El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987), el otro filme que en los años 80 dio a conocer mayoritariamente a Karen Blixen y a "Isak Dinesen", seudónimo utilizado por Blixen, entre otras publicaciones, para su evocación africana.
Ahora bien, en un primer visionado, de El festín... me cargó por lo mismo que me hace insoportable a Bergman en su conjunto: su gravedad luterana. Es éste un conflicto que parece gravitar en todo el cine clásico escandinavo, pero que yo sólo soporto en Dreyer y en Sjöström. Se trata de un tedioso afán de perfección cristiana, que en alguna ocasión me ha hecho dudar de la liberación sexual que se le atribuía a las suecas entre los mitos del turismo de mi niñez y en las páginas de Suecia infierno y paraíso, el éxito editorial del italiano Enrico Altavila no mucho después.
Fue hace unos días, cuando una revisión satisfactoria de El festín de Babette, una gran película por encima de cualquier otra consideración, me predispuso a la lectura de los Siete cuentos góticos, publicados por Karen Blixen en 1934. Sin decidirme a abrirlo, es éste un texto que atesoro desde que fue objeto de una edición por parte de la biblioteca de El Mundo en 1999. Tiene gracia, fue leyendo otro título de esta misma suma -las Odas de Ricardo Reis (1994), uno de los muchos textos póstumos de Fernando Pessoa-, cuando en abril de 2004 comencé a acusar cierto cansancio en la vista. Desde entonces uso gafas. No por ello, la colección Millenium -como se llamaba- dejó de serme tan grata como lo venía siendo desde que las páginas que dedicaban en El Mundo a sus diferentes entregas me proporcionaron un buen número de artículos.
Volviendo a Blixen he de apuntar que, una vez más, he dado cuenta con agrado de una lectura que creí no iba a ser de mi interés. Amén de la simpatía por aquella promoción que reunía las cien joyas literarias del mileno, hubo otras dos razones que me impulsó a comprar los cuentos de Blixen. La primera fue el título: cualquier lector de estos apuntes sabe que la gótica es una de mis narrativas favoritas; la segunda, el artículo dedicado a Blixen por Javier Marías en su Vidas escritas (Siruela, 1992), uno de esos ensayos que te cautivan tanto por lo que te cuentan como por lo que te invitan a leer. Y fue el académico -que no Sidney Pollack, sin duda alguna impulsor de ese boom que conoció la obra de Blixen tras el estreno de Memorias de África- quien llamó mi atención sobre una autora sobresaliente. Ahora bien, los cuentos aquí incluidos no son góticos por mucho que en su título se les dé dicho adjetivo.
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Lejos de esa narración a la manera de las Ann Radcliffe que cabe esperar, Las carreteras de Pisa, primera de las siete piezas, se antoja más próxima a las Crónicas italianas de Stendhal que al cuento de miedo. Su protagonista, el conde Augustus von Achimmelmann, es un aristócrata danés camino de Pisa. Una tarde de 1823 escribe una carta a un amigo mientras piensa con tristeza en el poco cariño que inspira a su mujer y se ratifica en la idea de que ha hecho bien abandonándola. En ello está cuando comienza a observar una miniatura que le ha llevado hasta Italia. Es una pequeña vasija de cristal -la redomilla que da título al primer capítulo de los nueve en los que se divide el cuento- en cuyo fondo hay dibujado un castillo. Dicha fortaleza fue el alojamiento de una tía suya durante un viaje realizado a Italia por la dama muchos años atrás. Su anfitriona, entonces, regaló el objeto a la pariente del conde como prueba de su amistad.
A menudo, pienso que el protagonismo que tiene la aristocracia en la novela anterior al movimiento obrero -o al menos a Émile Zola-, se debe a que eran ellos, los nobles, los principales lectores. Pero ese afán de aristocracia que rezuman los cuentos Blixen obedece a la nostalgia por el mundo de plebeyos y señores, el Antiguo Régimen. No hay que olvidar que la autora era baronesa y, muy probablemente, fue criada en dicha añoranza. En ese sentido, su propuesta se me hace más próxima a la nostalgia del Antiguo Régimen -en el concepto más amplio de la expresión, no sólo en el del anterior a la Revolución Francesa- de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.
En cualquier caso, cuando un accidente en la carretera de Pisa llama la atención de von Achimmelmann y el conde corre en ayuda de los ocupantes del coche siniestrado -nobleza obliga, nunca mejor dicho-, la viajera resulta ser la anciana condesa di Gampocorta. Ya estamos pues ante esa gente "de calidad" tan literaria como lo sería tras Zola el proletariado y, ya andando en el siglo XX, los marginados.
De momento, nuestra condesa, que se cree en trance de muerte tras los golpes recibidos en el percance, dice que no ha de expirar antes de volver a ver a su nieta, Donna Rosina di Gampocorta. La joven es una de las más bellas de la región. Su abuela la quiere con pasión, pero se ha enemistado con ella por el matrimonio de conveniencia, con el personaje de más alta alcurnia de la aristocracia local, al que la obligó.
En el prólogo, Soledad Puértolas compara el indudable magnetismo de la prosa de Blixen con el de Sherezade puesta a contar cuentos al rey durante mil y una noches. Y Albondocani -seudónimo del califa Haroun al Raschid de Las mil y una noches- fue el título de original de uno de los tres libros que acabaron fundiéndose en Últimos cuentos (1954). Así pues, tampoco hay duda de que el clásico de la literatura árabe era uno de los libros fundamentales para la danesa. Ante este panorama, nada más lógico que esa estructura, a modo de sucesión de cuentos independientes, como en Las mil y una noches, que presenta Las carreteras de Pisa.
En cada una de estas piezas se nos exalta una costumbre y un personaje de lugar. Esa simpatía por Italia de la autora también la aleja del canon gótico, que tiene a Italia y a España, como los países papistas por antonomasia que son, como los principales escenarios de mal.
Cada uno de los capítulos que integran este primer cuento, también supone un paso más en el avance de von Achimmelmann hacía Pisa. No obstante su independencia, al final, todos obedecen a una misma peripecia. Se llega así al buen fin de los amores de Rosina, que repudió a su marido cuando éste no consumó el matrimonio y fue al encuentro de su primo, su verdadera pasión. Encajado el drama, da la impresión de que nuestro conde, el danés, también comprende su situación con su esposa, esa a la que abandonó antes de iniciar el viaje.
Lo que está claro es que la miniatura que le entrega la vieja condesa, en prueba de amistad cuando llega el momento de la separación, reproduce el castillo de von Achimmelmann en la lejana Dinamarca. En efecto, la condesa di Gampocorta fue la amiga con la que la tía del danés, en el pasado, se intercambió la miniatura que ha llevado al conde a Pisa. Dato, este último, que ha venido a recordarme otra feliz coincidencia. Es aquella que hace que, en El festín de Babette, la Babette que prepara el banquete sea la misma jefa de cocina que hacía las codornices en sarcófago en el café inglés de París a la que alude el general, uno de los invitados.
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Esa guerra franco-prusiana, que en 1871 llevó a Babette al remoto pueblo de Jutlandia, donde la cocinera halló refugio en casa de las hijas del pastor, también es aludida en El anciano. El protagonista del segundo de los cuentos encontró el amor en el París inmediatamente posterior, el de 1874. Pero no hay duda de que el fin del Segundo Imperio francés es un tema recurrente en "la frágil baronesa de Rungstedlund", que llamó Mario Vargas Llosa a la autora. Puede que también obedezca a esa nostalgia del esplendor de la antigua aristocracia, que más o menos resurgió en el Segundo Imperio, a cuya caída sucedieron "unos meses de desastre en los que se estaba tambaleando todo un mundo" (pág. 84).
En cualquier caso, aplaudo este relato sin paliativos porque esa nostalgia por las mujeres de su época, que inspira a su protagonista, es uno de los asuntos que -hoy por hoy- más me interesan en un texto.
La historia es un recuerdo de la juventud del barón Von Brackel, en ese París de 1874, que le es contado por su protagonista, ya anciano, al narrador. Tras un reciente viaje a la capital francesa, el barón ha vuelto a ver en un palco de la ópera a una dama del gran mundo -no se nos dice su nombre-, la más bella y coqueta de la alta sociedad de aquellos días. Él la galanteó en sus tiempos y ha vuelto a encontrarla convertida en abuela. La noche que partió con ella, después de que la dama le intentara envenenar, languidecía en un banco cuando se le acercó una joven borracha: Nathalie.
"Paseábamos por las calles durante el mal tiempo, con el solo objeto de echar una mirada a algún tobillo; ahora la vista de un tobillo es para vosotros, jóvenes de hoy, tan familiar y corriente como eran los pies de las copas de vino en mis tiempos" (pág. 76), comenta el barón para dar idea de lo que suponía para ellos desnudar a una mujer.
Entre nostálgicas evocaciones de los usos amorosos de antaño, Von Brackel refiere a su joven amigo la magia de la velada que pasó junto a ella. Bebieron, cenaron, ella cantó y finalmente se entregó a él. La espontaneidad de Nathalie ya había calado en el barón cuando la joven, antes de despedirse, le pidió veinte francos. Una amiga de ella, Marie, le dijo que se los daría. Se nos descubre así que el barón encontró en una prostituta el amor que no le dio la gran dama. Cuando se despidió, un gesto de la misma Nathalie, que había comprendido la sensación causada en su cliente, le invitó a ser fuerte. Nunca más se volvieron a ver.
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El mono, tercero de los cuentos, demasiado extenso para una anécdota que no merece tantas páginas, me ha hecho recordar que Blixen también es una referencia fundamental en la literatura feminista. Pero antes de reparar en ello, su ambientación en "uno de esos países luteranos del norte de Europa" donde en el siglo XIX había lugares con nombre religioso y estaban regidos por una priora aunque no eran conventos (pág. 89), me ha ratificado en mi idea de ese puritanismo escandinavo. Estos prioratos estaban destinados al otoño de las viudas y solteras de la aristocracia. El que nos ocupa fue conocido como Closter Seven y su priora, Cathinka, tiene un mono que recibe todas las atenciones de las damas de que conviven en el lugar.
La priora Cathinka también tiene un sobrino, Boris, un joven oficial de la guardia real que acude a Closter Seven con el propósito de que su tía le busque una chica para casarse con ella. La elegida resulta ser Athena Hopballehus, la hija de un conde de la comarca conocido por todos ellos que acoge con alborozo la propuesta matrimonial.
Todo parece ir a las mil maravillas hasta que Athena -una joven "que aún no ha tenido tiempo para engordar", según la describe la autora en la frase de toda la pieza que más admiró- entra en escena. Pese a sus pocos años, la muchacha ya es una auténtica virago -como las protagonistas de Carson McCullers, según Marías la Cicerone de Blixen en Estados Unidos- que propina un puñetazo a Boris cuando éste intenta darle un beso. Se inicia entonces una pelea que llama la atención de la priora.
Al cabo, la muchacha, según su deseo, vuelve junto a su padre sin casarse. Su actitud establece así -o al menos yo lo he creído entender- un paralelismo con el mono aludido en el título quien, no obstante los cuidados que le dispensa la priora y todas las damas de Closter Seven, de vez en cuando decide perderse por los bosques colindantes durante unos días.
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La inundación, la cuarta, una de las piezas que más me han interesado, está ambientada en el primer tercio del siglo XIX en la costa occidental de Holstein (Alemania). Para ser más exactos, en el balneario de Norderney, una de las islas Frisias, ya en las inmediaciones de Dinamarca. Una mañana, los alegres desahogados que, siguiendo la moda de la época pasan allí el verano de 1835, despiertan con todo el lugar inundado. Se impone entonces la evacuación y el cardenal Hamilcar von Schested -sorprendentemente de la iglesia de Roma-, un hombre que es tenido por un prodigio de inteligencia y santidad, declina su plaza en la barca que ha de llevársele cediéndosela a un lugareño. No obstante las heridas de su cabeza, que requieren unos vendajes que apenas dejan ver su rostro, el religioso abraza con estoicismo su destino.
Una anciana dama, perteneciente a una familia a la que la autora ya se ha referido en las piezas anteriores, miss Nat-og-Dag, decide imitarle y se queda con él en el tejado de una granja que se está hundiendo Sus respectivos acompañantes les imitan. Todos saben que no hay ninguna probabilidad de que vuelvan a buscarles a tiempo.
En las páginas siguientes la autora nos hace una larga exposición de la vida de los personajes. De estos apuntes me han llamado especialmente la atención los concernientes a la castidad miss Malin Nat-og-Dag. Cuenta Javier Marías que la sífilis que contagió a la escritora su marido y primo, el barón Bror Blixen-Finecke, además de ser la causa de su divorcio, acabó prematuramente con la vida sexual de la autora. Ésa podría ser la razón de que las mujeres sin trato carnal sean una figura frecuente en la obra de la danesa: las hermanas de El festín, la Cathinka de El mono... A miss Nat-og-Dag (Noche y Día), una anciana que ya ronda los sesenta años, no la ha besado ningún hombre.
La influencia de la Las mil y una noches vuelve a ser notable cuando los ocupantes de la granja, que paulatinamente se van tragando las aguas, deciden pasar la que se perfila como la última noche de su vida contando cada uno una historia. Además del cardenal y la dama, en el lugar se encuentran Jonathan Marsk y Calypso. Esta última es algo así como la señorita de compañía de miss Malin en tanto que Johnathan decidió unirse al grupo al saber que Calypso también se quedaba. Ante este panorama, miss Nat-og-Dag decide que se impone el casamiento de los jóvenes antes de que se los traguen las aguas.
Una vez duermen los recién casados, el cardenal se quita las vendas y resulta ser un tal Kasparson, criado y asesino del cardenal además de actor. Preguntado por miss Malin por el motivo de su crimen, Kasparson responde que porque el verdadero cardenal nunca se hubiera sacrificado por los lugareños que prefirieron que se salvara a su ganado antes que a ellos mismos (pag. 197). Asimismo, siendo un bastardo, para Kasparson, representar tan bien su último papel ha sido una suerte de redención de sus orígenes.
Como también lo es para miss que sea Kasparson el primer hombre que la besa en su vida, después de que ella se lo pida (pág. 199). La pieza acaba cuando despunta el alba, los jóvenes aún duermen y la anciana evoca a Scherezade en el amanecer del que parece ser el último día de la vida de todos ellos.
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Cena en Elsinore, el quinto, es el único cuento genuinamente gótico de los reunidos aquí bajo ese título. Sus protagonistas, último resto de una de esas grandes familias de Blixen -los De Coninck en este caso- son dos hermanas -Fannny y Elisa- que, como las de El festín..., han marchitado aún doncellas. En gran medida no se han casado porque su hermano, Morten, dejó plantada a su prometida el día de la boda y fue un escándalo mayúsculo en el lugar.
Antes de aquello, Morten De Coninck fue el héroe local de Elsinore. Corrían entonces los días de las guerras napoleónicas. En "las guerras con Francia" que las llama la condesa di Gampocorta de la primera narración, Dinamarca formó junto al emperador. Enemiga por lo tanto de Inglaterra, para salvar Copenhague de un incendio, la flota danesa se rindió a la británica. Desposeída así de la mayor parte de su armada, Dinamarca dio patente de corso a muchos de sus mercantes. Entre ellos estaba el de Morten, cuyas hazañas le convirtieron en una leyenda.
Cuando la guerra acabó, el antiguo corsario, se hizo un temido pirata en el Caribe antes de terminar ahorcado. Sus hazañas americanas seguían llegando a oídos de sus hermanas y antiguos vecinos, que le saben ajusticiado. Esto no impide a Fanny y a Elisa, ya en su otoño y ahora instaladas en Copenhague, volver a la casa de Elsinore donde transcurrió su infancia para reunirse a cenar allí con el fantasma de Morten. Siempre conscientes de que él es un alma en pena, se preguntan cómo les fue en la vida antes de volverse a despedir.
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Las distintas analogías con Las mil y una noches tienen otro ejemplo en la estructura de Los soñadores, la sexta pieza. Organizado en base a los relatos de tres viajeros que navegan rumbo a Zanzíbar -Said Ben Ahamed, Mira Jama y el inglés Lincoln Forsner-, quienes deciden contarse historias para pasar la velada. Siendo el caso que las referidas por sus compañeros no le satisfacen, Lincoln decide contar una que será la que constituya el grueso de la narración.
Treinta años atrás -esto es en 1836 puesto que en la primera página se ha fechado la singladura a Zanzíbar en 1863-, Lincoln abandonó el hogar paterno, a instancias de su padre, para que no mantuviera "relaciones anticipadas" con una vecina, que acababa de quedarse viuda, con la que su progenitor le quería casar.
Llegado a Roma, queda prendado de Olalla, una extraña mujer con trazas de prostituta de lujo que parece estar especialmente unida a "un viejo judío". De regreso a la Ciudad Eterna, tras un viaje a Nápoles para entregar una carta a su hermano -marino en un mercante atracado allí- , Olalla se ha marchado con el hebreo. El destinatario de la misiva era su padre, a quien anunciaba que no se casará con la viuda.
Siguiendo los pasos de Olalla en Basilea, el inglés se encuentra con Piloto, un joven alemán al que conoce. Y Piloto refiere entonces su experiencia mediante el relato que hace de ella Lincoln a Mira Jama y Said Ben Ahamed. Asistimos así a una historia dentro de otra historia, el procedimiento inequívoco de Las mil y una noches. De esta manera se nos cuenta la participación de Piloto en una revolución en Lucerna, en cuyas barricadas mató a un capellán. Una tal madame Lola, una costurera de sombreros exquisitos, le escondió en su taller mientras el revolucionario se recuperaba de sus heridas. Una vez estuvo repuesto, también fue ella quien le ayudó a abandonar la ciudad. Ella y el judío que la acompañaba. Luego de aquello, Piloto perdió la pista a madame y desde entonces la busca infructuosamente.
Por su parte, el barón Guildestern, que acompañaba a Piloto cuando Lincoln los encontró, habla de una dama a la que conoció un amigo suyo -otra vuelta de tuerca para el recurso, otra historia dentro de la historia- una mujer fabulosa que enamoró a un amigo suyo que respondía al nombre de Waldemar y también pertenecía a la familia de los Noche y Día. Rosalía, la bella en cuestión, es una señora piadosa que ha dedicado su vida a la memoria del general Zumalacárregui, al que amó con devoción. Esta alusión al héroe de la primera guerra carlista me ha llamado la natural atención. El interés de la autora por España, sobre el que también llama la atención Soledad Puértolas, es más que notable.
Volviendo al asunto de Los soñadores, como se empieza a esperar desde la narración de Piloto, los tres resultan estar prendados de la misma mujer. Cuando abordan a Marcos Cocorza, el hebreo que la acompaña, éste les comenta que, en realidad, se trata de Pellegrina Leoni, una diva de la ópera que perdió la voz durante un incendio declarado en el teatro donde actuaba. Habida cuenta de su drama, Pellegrina decidió hacerse pasar por muerta y viajar bajo falsos nombres siempre acompañada por Cocorza, su primer admirador y el más entregado de todos ellos. Fue él, Cocorza, quien finalmente, tras haberse prestado a la mascarada de darla por muerta para su afición, estuvo a su lado en sus años bajo falsas identidades y en su verdadero lecho de muerte.
Dos últimos apuntes sobre el sexto cuento gótico de Blixen: esa exaltación de la amistad que algunos hombres profesan a las mujeres que les rechazan su amor -tan estrechamente ligado a la tortuosa vida sexual/sentimental de la autora- y el antisemitismo que puede desprenderse del hecho de que Cocorza sea judío. En realidad, el más rendido de los admiradores de Pellegrina Leoni no es un villano. Antes al contrario, es el más romántico de todos los personajes de la pieza. Pero ¿por qué es hebreo? A mi entender, se debe a ese halo de villanía que tenían los judíos en aquella novela que tenía a la aristocracia por modelo: El judío errante de Eugenio Sue, El judío Süß de Wilhelm Hauff. Con todo, como ya he tenido oportunidad de escribir en estos mismos apuntes, no corresponde enjuiciar las ideas del pasado desde las perspectivas del presente. Dejaré el asunto ahí.
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Puede que el romanticismo escabroso sea la principal característica de estos cuentos. Desde luego, lo es de El poeta, el último de la selección. Esa privación del "derecho al amor", a la que según Javier Marías se refería la autora respecto a ella misma, también late en estos párrafos. Al igual que lo hace ese "no-amante" que fue para ella el poeta danés Thorkild Bjornvig, "al que doblaba la edad y triplicaba en inteligencia" (Marías).
Estamos en una ciudad próxima a Copenhague y a Elsinore, el Hirschholm -actual Horsholm- de 1836. Allí vive su otoño el consejero Mathiesen, un viudo amante de la cultura que da empleo en la administración local y consejo en sus creaciones literarias al poeta Anders Kube.
Con ese panorama, se instala en La Liberté, una lujosa alquería del lugar, Fransine. Es la joven viuda napolitana del boticario, el anterior dueño de la casa. En un primer momento, el consejero acaricia la idea de casarla con su protegido. Pero tras verla bailar casualmente cuando su coche se estropea delante de La Liberté y admirarla en sus delicados movimientos, resuelve que lo mejor será que él mismo se case con ella para tenerles a los dos bajo su "férula".
Aunque Fransine acepte la proposición por los subterfugios del consejero, el amor que surge entre ella y Kube a escondidas es sincero y poderoso. Lo es hasta el punto de que él la jura que se matará cuando ella se case con Mathiesen. Pero la boda nunca llegará a celebrarse. Tras la última cita de la pareja, el consejero sorprende a su protegido y el poeta le pega un tiro. Agonizante se arrastra hasta La Liberté para que Fransine le cure. Ella decide rematarle machacándole la cabeza con una piedra.
Publicado el 12 de noviembre de 2013 a las 17:45.