La obra maestra de Charles Maturin
Recuerdo bien mi adquisición de Melmoth, el errabundo, de Charles Maturin. Fue, como de casi todo hace más de veinte años, en una librería de restos de ediciones que había a la entrada del parque Arias Navarro. Curioseando entre sus saldos, adquirí con la natural avidez varios crisoles de Aguilar y algunos de mis mejores números de Libro Amigo de Bruguera, una de las colecciones que más amo. Entre los crisoles, he de dar noticia de una edición conjunta de Las noches blancas y Pobres gentes de Dostoyevski; entre los Libro Amigo, del Balzac de Carlos Pujol -una de mis guías en la lectura de La comedia humana- y de Escritos sobre literatura, de Baudelaire. Pero sobre todo de Melmoth el errabundo.
En los más de veinte años transcurridos desde entonces, el local de aquella queridísima librería ha sido ocupado por un salón de belleza como prueba irrefutable de la insoportable levedad de nuestro tiempo. Sin embargo, cada vez que paso por su puerta, me repito que allí nunca ha habido más belleza que la guardan estas páginas del gran Maturin, que leí totalmente fascinado en junio de 1997. He aquí las notas que tomé después:
Melmoth es un joven irlandés que asiste a la agonía de su tío, un viejo avaro que corrió con su educación al morir su padre, a quien se dispone a heredar. Hasta ahí una estampa que bien podría haber sido de Dickens, quien también escribió con maestría varias ficciones de miedo. Pero estamos ante una de las cimas indiscutibles del género y ya se destaca como tal desde sus primeros párrafos.
En un momento dado, entre quienes lloran al agonizante, Melmoth cree ver a un extraño sujeto. Su presencia es inquietante ya que parece ser el mismo tipo inmortalizado en un retrato, realizado 150 años antes, y proscrito a la sazón en el desván.
Cuando se dispone a entregar el alma, su tío le pondrá en antecedentes sobre el siniestro personaje. Guarda estrecha relación con un manuscrito escondido en el mismo lugar que la singular pintura.
Entregado a su lectura, el joven Melmoth tendrá noticia de la historia de Stanton, un inglés que, obedeciendo a oscuros intereses familiares, será acusado de locura y encerrado en un siniestro manicomio. Una suerte parecida a la de Nell Bowen (Ana Lee) en Bedlam (Mark Robson, 1946), una de grandes producciones de Val Lewton para la RKO. Cabe deducir por tanto que, el mítico productor de terror de serie B fue un lector de Maturin. Pero también que, encerrar a los cuerdos entre los locos para someterles a las crueles terapias practicadas con los alucinados, hasta hacerles perder en verdad la razón, ha sido una práctica frecuente desde las primeras casas de salud.
Volvamos a Stanton. Cuando sus sufrimientos dentro de la espeluznante institución -uno de los pasajes más bellos y logrados de este gran texto- alcanzan sus mayores cotas, recibe la visita de un alma en pena que le hace una proposición. Aunque dicha propuesta no se nos especifica, se nos pinta tan tremenda que Stanton no dudara en rechazarla, aunque aceptándola pueda lograr su inmediata liberación.
Terminada la lectura de este manuscrito, ya convertido en dueño y señor de la mansión de su tío, se produce un naufragio en la costa cercana. El joven Melmoth se pone a la cabeza de las labores de salvamento. Entre los náufragos que rescata del buque siniestrado, se encuentra un español, Moncada, que no puede evitar sobresaltarse al saber que su benefactor y anfitrión se apellida Melmoth. Esto le da pie para contar la historia de sus padecimientos y a Maturin para desarrollar la tradicional animadversión del terror anglosajón contra la iglesia española. Inquina que a mí, aunque ateo -e incluso blasfemo si tropiezo y me caigo- puede a llegar a cargarme tanto como el puritanismo luterano. Si cabe, en Maturin, irlandés como tantos grandes novelistas y cineastas, esta animosidad puede resultar más chocante ya que se le supone católico como al común de los irlandeses. Muy por el contrario, descendiente de una familia hugonote francesa, el escritor fue un predicador protestante.
Siendo hijo ilegítimo de una dama de rancio abolengo, Moncada fue entregado de niño al cuidado de unos frailes. Cuando, angustiado por el ambiente del monasterio en que ha sido educado, suplica a sus padres que le saquen de él, no sólo son desoídas sus peticiones, sino que se le anuncia que está obligado a convertirse en fraile él mismo.
Oficiados los votos, la vida monástica se le hace un infierno. Con la ayuda de su hermano -quien anteriormente le ha repudiado- inicia un proceso para abandonar el clero que le valdrá la enemistad de sus compañeros y no conseguirá librarle de su clausura, dado que el tribunal es consciente de que, si libera a Moncada de su compromiso, se sentaría un precedente que vaciaría los monasterios de media España.
Así pues, la apertura de la causa sólo consigue poner en su contra al resto de los frailes, quienes le hacen la vida imposible. Hasta tal punto que, encabezados por el prior, no dudarán en acusar a Moncada de estar endemoniado.
Para hacer más contundente su argumento, comienzan a infligirle una tortura psicológica que va desde el desprecio absoluto hasta la privación de todos los objetos de su cuarto. Cuando el sufrimiento de Moncada alcanza el paroxismo, vuelve a recibir la visita del Tentador, el errabundo, el Melmoth del cuadro, a quien rechaza a gritos y de tal manera que da a sus enemigos de intramuros la coartada que esperan para llevarle ante el Santo Oficio.
Agotados los procedimientos legales para librar a Moncada de su suerte, su hermano compra a un fraile que acaba de ingresar en el monasterio tras cometer un asesinato para que le ayude a escapar por los subterráneos. Llegado el momento de la fuga, Moncada y el asesino, por culpa de una contrariedad, se ven obligados a pasar un día entero en una cámara de los subterráneos, naturalmente a oscuras y sin comer.
El relato de una aventura independiente, contada por el personaje de la anterior, es un recurso sobre el que Maturin construye la novela. Se trata de uno de los procedimientos narrativos más sugerentes, que probablemente se remonta a Las mil y una noches. Pero aquí se antoja ad hoc -vaya como decía mi amiga Margarita Palacios- pues cada uno de esos relatos autónomos se corresponde con la historia de uno de los infelices a quienes Melmoth quiere endosar su maldición.
Así pues, durante el tiempo que dura el encierro en los pasadizos, su siniestro acompañante refiere a Moncada la historia de una mujer que, haciéndose pasar por un hombre, se unió a su imposible prometido en ese mismo monasterio, donde también fuera obligado oficiar por amarla a ella. Aquí la influencia es de El Monje (1796), la obra maestra de Mathew G. Lewis, otra de las cubres del género.
Descubierta la trama, los dos amantes fueron encerrados por el miserable que acompaña a Moncada en una estancia tan lúgubre como la que en ese momento les alberga. Como colofón final, el temible compañero de nuestro desdichado, confiesa sin problema alguno que al ir a retirar los cadáveres de los amantes descubrió que ella era su hermana.
Nada más salir de su encierro, cuando Moncada se encuentra con su hermano, ambos son víctimas de una celada del asesino que costará la vida al segundo y llevará al primero a la prisión madrileña del Santo Oficio. De tan espeluznante lugar podrá escapar gracias a un incendio, hallando refugio en la casa de un judío converso. Dándose la casualidad de que Moncada le sorprende practicando un rito de su antigua religión, no le quedará más remedio que esconder.
Sin embargo, fascinado por la contemplación del linchamiento que las masas llevan a cabo del asesino, Moncada se deja ver en el tejado de la casa del hebreo, lo que provoca una visita de los alguaciles del Santo Oficio. El semita, que ve peligrar su vida, posibilita la huida de Moncada por los míticos subterráneos secretos de la judería de Madrid -recordemos La torre de los siete jorobados (1920) de Emilio Carrere y su adaptación a la pantalla del 44 de Edgar Neville-, que le llevan al gabinete de otro hebreo, Adonijah. No faltan comentaristas que sitúan Melmoth el errabundo en la estela de El judío errante, esa figura mítica de la literatura antisemita cristiana.
En cualquier caso, Adonijah cuenta la historia de Immalee, una muchacha perdida en una isla de la costa de la India cuya belleza le hace pasar por una diosa a través de los ojos de los nativos. Será ella la única que inspirará cierta ternura al Errabundo, al Tentador, quien, no obstante, consciente de que la maldición que pesa sobre él será fatal para la joven, rechaza su amor.
De nuevo en Madrid, una muchacha, que responde al nombre de Isidora, causa la admiración de los caballeros y de quien los españoles conocen como Melmoth, El Errabundo, cuya intensa mirada refleja su desesperación.
En efecto, Isidora no es sino Immalee, que ha vuelto a la existencia que perdió cuando un naufragio la confinó en el lugar en que por primera vez tuvimos noticia de ella. Su amor por el Tentador no ha muerto. Todo lo contrario, ahora que está convertida en una auténtica beata española, quiere que el Maldito se case con ella. Máxime teniendo en cuenta que su padre, don Francisco, un comerciante que regresa en mula a casa, y su hermano pretenden desposarla con una tercera persona.
Sin embargo, el hechizo que pese sobre él, sigue impidiendo a Melmoth amar a Isidora. En vista de lo cual, decide ir a la serranía por la que viaja el padre de la muchacha para convencerle de que se apresure en su llegada a Madrid.
Ya en los montes por los que discurre el periplo de don Francisco, éste es puesto al corriente por un ventero, en cuyo establecimiento descansa, de la maldición que pesa sobre El Errabundo, un irlandés descreído, que antaño fuera aficionado al ocultismo y que está condenado a no morir.
Sin tomar mucho en consideración lo que acaba de oír, don Francisco es abordado por un desconocido que le cuenta la historia de Walberg, un puritano alemán que está casado con Inés, una joven sevillana. El hermano de ésta, Guzmán, es un próspero comerciante. Consciente de que su hermana está pasando estrecheces, aunque no la perdona su matrimonio con un hereje, la invita a trasladarse a la capital andaluza, en donde les proporcionara una existencia regalada.
Mientras Guzmán aún vive, todo marcha bien. Tanto es así que Walberg incluso manda a buscar a sus padres. Pero cuando el comerciante espira, pese a que su hermana y los suyos contaban con heredarle, todas las riquezas de Guzmán han ido a parar a la Iglesia. La miseria no tarda en cernirse sobre la familia. Siendo unos herejes, nadie se apiada de ellos.
Viendo que uno de sus hijos vende su sangre a un cirujano y que su hija está a punto de prostituirse, Walberg, enloquecido, quita la comida a su anciano padre. Cuando la adversidad arrecia con más fuerza, el Errabundo le hace su oferta, que aunque seguimos sin conocer imaginamos terrible. El alemán la rechaza pese a que tenga que matar a sus hijos antes de que se los lleve el hambre.
Don Francisco, sin dejarse impresionar demasiado, continúa su viaje hacia Madrid. Abandonado por sus guías en un aterrador tramo del camino, es el mismo Melmoth, quien le refiere la historia de Elinor Mortimer.
Este nuevo relato, a la postre no será sino el de otra persona que, pese a ser presa de una desesperación inconsolable, prefiere conservar la pureza de su alma antes que entregársela al emisario de los infiernos.
En este caso se trata de una joven enamorada de su primo durante unas guerras religiosas libradas en Inglaterra. El joven Sandal, héroe de la armada, resulta ser tan piadoso como valiente en el fragor de la batalla. Precedido por su leyenda, antes de que Elinor le conozca, ya sabe que Sandal, tras colaborar decisivamente en el hundimiento de una nave enemiga, no ha dudado en tirarse al mar para salvar la vida a sus tripulantes. No es de extrañar por tanto que la joven se enamore de su primo nada más verle. El sentimiento es correspondido. No hay freno para el amor surgido entre ambos.
Llegado el día de la boda los invitados esperan, pero el novio se retrasa. Quienes temen lo peor aciertan, el héroe ha decidido no casarse con Elinor. Tras el escándalo, la muchacha va a vivir a la residencia de una familiar, donde será tentada en vano por Melmoth.
Posteriormente se sabrá que el valiente caritativo renunció al gran amor de su vida porque su madre, que antaño fuera expulsada de la posesión de su padre al casarse con un enemigo, le ha dicho que Elinor es su hermana. Motivada por la recuperación de su posición familiar, que se vería truncada por la boda, la viuda de Sandal ha mentido a su hijo sobre su parentesco con Elinor.
La que sí acabará por celebrase será la boda de Melmoth el Errabundo, el Tentador e Isidora. La ceremonia tendrá lugar en un sombrío lugar y con un difunto por testigo. En vista de lo cual, no es de extrañar que Melmoth pida a su esposa que mantenga el vínculo que les une en secreto.
Embarazada de él, la bella Isidora languidece en la mentira a la espera de que el hombre con quien su padre y su hermano han acordado su boda vaya a buscarla. Llegado el fatídico día, cuando el irlandés maldito se dispone a llevársela, es descubierto por su cuñado, quien le reta a un duelo. El resultado es fatal para el hermano de Isidora, que ante el cadáver rechaza a su marido y confiesa el vínculo existente entre ella y tan singular personaje. Así las cosas, Melmoth no redime su maldición e Isidora es entregada por sus padres a la Inquisición.
Los jueces del Santo Oficio la interrogan acerca de su inquietante marido. Viendo que ella elude las respuestas, deciden separarla de su hijo. No obstante, cuando van en busca de la criatura, ha muerto. Ese mismo será el destino de la madre tiempo después.
Cuando Maturin nos devuelve a la primera historia, Moncada termina de referir su relato al joven Melmoth. El Errabundo no tarda en dejar de ser el hombre de mirada endemoniada que hemos conocido en la novela para transformarse en el anciano que por su edad -150 años- le corresponde ser. Con la petición de que ni le sigan ni intenten detenerle, marcha al fuego oceánico del infierno.
No es de extrañar que esta novela inspirara a Balzac su Melmoth reconciliado, y a Oscar Wilde -quien al parecer era nieto de Maturin- el apodo con el que vivió a su salida de la cárcel. Considerada con toda razón la cumbre de la novela gótica, Lovecraft unas páginas de El horror en la literatura.
Publicado el 9 de octubre de 2013 a las 14:45.