Apuntes para unas estampas madrileñas (XI)
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Mi camino de baldosas amarillas
Siempre que los comerciantes vuelven a echar los toldos en las alturas de la calle Preciados, acabo recordando que fui el niño más feliz del mundo. Bien es cierto que la costumbre, que anuncia la inminencia de esos queridos 40 grados que todos los estíos bendicen mi ciudad, data de este nefasto siglo XXI. Pero a mí, siempre al tanto para verificar con mirada melancólica el paso del tiempo, me hace evocar la vieja calle Preciados. Un lugar que me sé de memoria porque mi paraíso perdido estuvo allí.
Aún me parece verla abierta al tráfico desde Santo Domingo hasta la Puerta del Sol. Hablamos de los años 60 del amado siglo XX. De hecho, uno de los primeros recuerdos que conservo de ella es el de un recorrido en el autobús del colegio. Más antiguo aún es el del Sanatorio de Muñecas, aún abierto al público, donde en los remotos días de mi niñez me arreglaron mi camión Payá. Avanzando en dirección a Sol, en la aneja Rompelanzas, cuando llegaba el hoy tan anhelado calor de Madrid y acompañaba a mi madre a hacer gestiones, que las llamaba ella, me invitaba a perritos calientes con horchata en Bravo's. Las hamburgueserías aún estaban por llegar y esas salchichas eran lo último en comida rápida, que siempre he preferido a la casera.
Aún me llamaba la atención que Preciados no cambiara de nombre tras el quiebro que hace en Callao, cuando decenas de jilgueros volaban libremente en el interior la Camisería Moderna. Estaba en el número 4, con anterioridad a la ocupación de casi toda la calle por parte de El Corte Inglés. Siempre que vuelvo a mi querida Lisboa voy ex profeso a la praça Rossio para ver la tienda que esta casa aún tiene abierta allí. Huelga dar cuenta de la avidez con la que busco los pájaros.
Aunque uno de mis orgullos sea no haber hecho jamás deporte, también recuerdo el escaparate de Deportes Todo con el mismo cariño que Galerías Preciados. Deben de ser las cartas que allí eché a los Reyes Magos, máxima expresión de mi primera ingenuidad, las que hacen que aún ahora siga sin blasfemar ni maldecir mi suerte, por mucho que se me tuerza cuanto se puede torcer, al pasar por esta calle.
Más allá del que llevaba a Oz, el camino de baldosas amarillas, que siempre conduce a un paraíso, es un recurso en la mitología anglosajona. Mi camino de baldosas amarillas discurre entre la Plaza de Santo Domingo y la Puerta del Sol.
Publicado el 22 de junio de 2013 a las 00:45.