La noche de Céline
El cementerio de Pére Lachaise
Hace diecisiete años, entrevistando a José Hierro, no pude ocultar mi escándalo por su reivindicación del poeta fascista Ezra Pound. Con muy buen criterio, Hierro me dijo entonces que las obras han de juzgarse por su calidad, con independencia de la ideología de sus autores. "Si Hitler hubiera escrito un buen poema no se vería afectado por su actividad criminal" fue la frase que empleó. Desde entonces he seguido al pie de la letra dicha observación. Así me han sido dadas algunas de las mejores páginas que he tenido oportunidad de leer entre un grupo de escritores cuya ideología me repugna: los colaboracionistas franceses con el invasor alemán.
Enamorado de la cultura italiana, Pound no dudó en exaltar a Mussolini y al fascismo. Sin haber cometido ningún crimen, al acabar la guerra, dicha simpatía le llevó a ser condenado por traidor por sus compatriotas estadounidenses. Ernest Hemingway y otros reconocidos antifascistas fueron sus defensores entonces. Pierre Drieu La Rochelle, uno de los más brillantes de los autores franceses que apoyaron a esos asesinos que llenaron de cruces gamadas mi amado París, tuvo en un gaullista -y comunista- tan destacado como André Malraux a uno de sus mayores defensores tras la liberación. Louis-Ferdinand Céline, el otro de los escritores cimeros de aquel paquete, fue mi lectura en la primavera de 2000. Hecha la puntualización que un tema tan delicado como el que me ocupa requiere, reproduzco a continuación las notas que tomé tras dar cuenta de Viaje al fin de la noche, la obra maestra de Céline.
Según se desprenda de la simple lectura de la biografía del escritor, lo que aquí se nos cuenta son sus propias experiencias. Así que empezaré por decir que este impresionante texto, al que me remitieron los elogios que le dedica Jack Kerouac, es uno de los que más me han cautivado de los grandes libros del siglo XX. Compuesto por varios apuntes sobre la propia experiencia, no hay en él más hilo argumental que el narrador que protagoniza todos los pasajes. No se trata, pues, de una novela propiamente dicha.
En el comienzo, Ferdinand Bardamu, su protagonista -Céline apenas camufla su nombre-, observa un desfile en compañía de un amigo. Parece ser que este fragmento es uno de los grandes logros de la narración, pero yo no lo he apreciado. Sí que me ha llamado la atención su espíritu anticastrense. He ahí la primera sorpresa que me ha deparado el texto: adivinar en Bardamu -o en ese amigo de los nazis que fue Céline- a un anarquista visceral. Acto seguido, el narrador ya está en el frente.
Todos los apuntes referidos a la guerra -la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra-, rezuman un antimilitarismo sorprendente. Acaso sean, junto con lo leído hace unos meses en el Calvino de El vizconde demediado, las más impresionantes estampas bélicas que me ha proporcionado mi experiencia de lector. Pero los que más me han interesado son los referidos a los padecimientos de los caballos. Céline -que en modo alguno es nazi cuando escribe- como todo aquel que odia el mundo, es un gran amante de los animales. De ahí que todas las fotos que he visto de él le muestren con perros o gatos.
Quiero dejar también constancia del fragmento referido a la muerte de un coronel, y a la de un muchacho ensartado por los alemanes en una de sus lanzas. De este último episodio tenemos noticia cuando a Bardamu se le ha encomendado una misión y entra en una casa para comprar una botella de vino. Es entonces (pág. 37) cuando conoce a Robinsón, quien se dispone a desertar. Juntos intentan abandonar la guerra. Acto seguido, sin otro procedimiento que aquel que nos lleva de un párrafo a otro, no encontramos en París con Ferdinand convaleciente.
En la capital francesa, nuestro hombre conocerá una americana, Lola, desplazada allí como enfermera -creo recordar-. Igualmente, visitará la antigua joyería que le empleara, de los señores Puta por mal nombre, y volverá a encontrarse con Robinsón. Enemistado con Lola porque ésta tiene una elevada idea de la guerra y del patriotismo, que choca con el cinismo de Bardamu, nuestro hombre tendrá un romance -lío, por mejor decir- con Musyne, una especie de prostituta que acabará en brazos de un argentino. Otro de los pasajes parisinos da cuenta de las visitas que Bardamu, en compañía de otro soldado, hace un adinerado matrimonio que acaba de perder a un hijo en combate. El motivo no es otro que el de contar historias de heroísmo a los viejos para que éstos, apenados, les den un dinero. El primer día en que nuestro protagonista se dispone a darse a ello, resulta que uno de los cónyuges ha muerto: el chollo se ha acabado. No obstante, es en dicha casa donde vuelve a coincidir con Robinsón.
En lo que a la parte parisina se refiere, también cabe apuntar la estancia de Bardamu en una institución donde se repone de las heridas de su cabeza -causa de que haya sido desmovilizado- y vuelve a demostrarnos con su habitual cinismo la mezquindad de cuantos se encuentran en dicha institución.
En cuanto al episodio africano, Céline no me ha parecido más racista que la mayoría de los caucásicos de su tiempo. Joseph Conrad, sin ir más lejos, tan venerado por la crítica actual, lo es mucho más. Para Céline, enemigo del mundo entero, los blancos en la selva le merecen el mismo desprecio que los negros. Este episodio africano, uno de los que más me han interesado, se inicia con una travesía en barco durante la cual, sin dar más motivo para ello que su misantropía, Bardamu se granjea la enemistad del resto del pasaje. Como la joven Marguerite Duras en la Indochina francesa por su amante chino. Cuando teme que la innegable enemistad que le profesan sus compañeros dé lugar a alguna agresión, Bardamu se los gana haciendo gala de un discurso patriotero que también viene a confirmarme mis dudas sobre el nazismo del autor.
Topo es Camerún según los biógrafos de Céline. Un país francófono próximo a Guinea, según se desprende de una nota de la traductora que sitúa al español, que posteriormente ayudará Bardamu, en Fernando Po. Una vez en Topo, Ferdinand denigrará el colonialismo en base a la inclemencia de la naturaleza y a la mentecatez de quienes allí representan los intereses de la metrópoli. Por lo demás -si bien él no lo expresa en ningún momento con estas palabras, por supuesto- reduce la presencia francesa en África a la explotación sexual -los nativos se ofrecen frecuentemente a sus señores-, económica -la ocupación que le lleva a ese confín del mundo, al fin y al cabo es la de agente colonial- y religiosa, se habla de ciertas monjas que son las que atienden a los blancos de las innumerables enfermedades que padecen.
De este episodio africano destacaré los pasajes dedicados a narrarnos cómo un militar y Bardamu, ya en el puesto al que nuestro hombre ha sido destinado, refieren su forma de mantener a raya a los nativos. Entre éstos hay uno que acude por iniciativa propia, en compañía de sus mujeres, a recibir unos azotes que cree merecer. Finalmente, ya instalado en el puesto donde deberá permanecer durante varios años, la dieta -reducida a un cordero en conserva- y esa inclemencia de la selva en general, hará que Bardamu caiga enfermo. Serán los nativos quienes le atenderán. Tras prender fuego a la cabaña donde habita, huirá a través de la jungla en compañía de sus africanos. Cuando llega a ese lugar aludido anteriormente -que la traductora sitúa en Guinea-, Bardamos es atendido por un sargento colonial español. Ya en la posesión hispana, es engañado por un sacerdote que lo embarca para América.
El episodio del Nuevo Mundo comienza cuando Bardamu escapa del barco. Tras demostrar sus habilidades como contador de pulgas, se contrata para dicha ocupación en el servicio aduanero. Una vez más vuelve a abandonar su puesto trasladándose a Nueve York, donde se encuentra con su antigua amante Lola. La mujer, tras recibirle de mala manera, le da cien dólares y le echa de su casa.
Empleado más tarde en una fábrica conocerá a Molly, una prostituta con la que se enchulará y que llegará a ser su gran amor. Robinsón, quien se me antoja merced a esa serie de casualidades que nos lo colocan en todos los episodios un personaje ficticio -los demás tengo el convencimiento de que no lo son-, también aparece en Estados Unidos: se empleará en la fábrica que nuestro hombre ha decidido abandonar.
De nuevo en Francia, ya médico, Bardamu se instala en Rancy, un barrio a las afueras de París. Las miserias de sus vecinos son el nuevo objeto de las críticas del narrador; su principal problema: conseguir que le paguen. Aunque se dice en las sinopsis argumentales de la novela que es entonces cuando Bardamu practica los abortos, yo he creído entender que lo que sucede es que en un par de ocasiones le llaman para atender a una mujer que acaba de abortar. Una de ellas, por cierto, según se nos recuerda, sangra igual que el coronel que nuestro hombre viera morir en la guerra.
El caso es que el joven médico abandona Rancy. Instalado en París vivirá un romance con una artista de cabaret. Bardamos es un mujeriego empedernido.
Lo más destacado de este nuevo episodio parisino, cuya inventiva me merece el más encendido elogio, es lo referente al matrimonio Henrouille. Estos se quieren librar de la abuela, aparentemente loca porque les insulta y asegura que la quieren matar para heredarla. Pensando en la reclusión, solicitan a Bardamu el permiso pertinente para encerrarla en un manicomio. Nuestro hombre tiene algún reparo y es entonces cuando vuelve a aparecer Robinsón, quien se presta a intentar matar a la anciana. Para ello dispone una bomba, pero el plan falla: el artefacto explota indebidamente y el singular Robinsón se queda ciego. El simple planteamiento de este fragmento deja entrever claramente el calibre del cinismo de Céline. Cinismo al que hay que añadir la sugerencia de un cura que, al corriente del asesinato, manda al ciego y a la vieja a una provincia donde se harán cargo de unas momias que se exponen a la curiosidad de los turistas en una gruta. Allí, la anciana irá tomando afecto a Robinsón. Pero con quien éste se compromete es con Madelon, la muchacha que le atiende en su casa y le da de comer.
El noviazgo que mantiene con su amigo no impide a Ferdinand hacerse amante de Madelon cuando les visita en la provincia. Tras una temporada junto a ellos, regresará a París asqueado de la situación. De nuevo en la capital, gracias a los buenos oficios de Parapine -un antiguo mentor-, Bardamu se colocará en hospital psiquiátrico. Después de haberse ganado la confianza de su director, en buena medida debido a las clases de inglés que da a su hija, cuando el rector del establecimiento se marcha de viaje, deja la casa a cargo de nuestro médico.
Su amante de entonces responderá al nombre de Sofía. Todo parece ir bien cuando Robinsón, ya curado y habiendo asesinado finalmente a la vieja -lo que se nos cuenta diciendo que Madelon y su madre lo dan por sentado- se presenta en la institución. Aunque el reencuentro con su amigo le molesta, Ferdinand decide colocarlo en el hospital. Madelon no tarda en presentarse. Será ella quien, despechada después de haber sido abandonada por el asesino -a quien curara con tanta paciencia cuando estuvo ciego- descerraje un tiro sobre Robinsón.
"Animo, Ferdinand -me repetí para sostenerme-. A fuerza de que te den con la puerta en las narices terminarás por encontrar, seguramente, el truco que tanto miedo les da todos ellos, a todos los marranos, tantos como existen, y que debe encontrarse al fin de la noche. ¡Por lo mismo no van al fin de la noche!", leemos en el cuarto párrafo de la página 173 en alusión al título.
No hay duda, pese a haber empleado en su lectura mucho más tiempo del esperado en un principio, este ha sido el libro que más me ha impresionado en muchos meses. Una de las cumbres más altas de la literatura aciaga. Todo un ejemplo de convertir las fobias en materia literaria. Leído en una traducción de Carmen Kurtz, he vuelto a encontrarme así con la entrañable autora de Óscar, Kina y el láser, uno de los libros más entrañables de mi infancia.
Publicado el 4 de junio de 2013 a las 14:00.