La misteriosa dama del cerro de Garabitas
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La extraña dama del Cerro de Garabitas
(Esta ficción, sobre un supuesto Francisco de Goya cineasta, apareció originalmente en el número 699 del Magazine de El Mundo. Fechado el pasado 19 de febrero, fue un monográfico dedicado al artista aragonés con motivo de los premios Goya que otorga anualmente la academia de cine).
Considerando que el Goya que pintó a los reyes, las duquesas y demás grandes de España era un artista que trabajaba de encargo, puede decirse que el verdadero Goya fue aquel otro de Los caprichos, Los desastres de la guerra o las Pinturas negras, su obra culminante a decir de los expertos. El genio que desarrolló sus pesimismos y sus terribles pensamientos, aquel que aludió a los monstruos que engendra en sueño de la razón en el título del más célebre de sus Caprichos.
Sentado esto, si aquel Goya hubiese sido un cineasta de nuestros días, no hay duda de que habría cultivado el cine de terror. Ese fantaterror español que de antiguo es uno de los géneros más sobresalientes de nuestra cinematografía. Así las cosas, junto a otro aragonés, Luis Buñuel, sería el segundo gran sordo de la pantalla española. Esta noche podría optar al premio a la mejor película por una cinta en la línea de algunos de los grandes títulos del género de Alejandro Amenábar, Juan Antonio Bayona, Paco Plaza o Jaume Balgueró.
Almas en pena
Tan afecto al costumbrismo madrileño como el verdadero Goya, unos meses antes emplazaría su cámara en la Casa de Campo de la capital para rodar La misteriosa dama de cerro de Garabitas, ultima entrega de una trilogía dedicada a los misterios de Madrid. Pondría así fin a un ciclo iniciado en 2006 con La extraña noche del capitán, un acercamiento a la leyenda del capitán de la guardia de Corps que amó a un espectro de la calle Sacramento. Ya en 2008 hubiese llegado La mujer alta, adaptación de la más hermosa de la Narraciones inverosímiles de Pedro Antonio de Alarcón, en la que un súcubo de descomunal estatura y vestido a la usanza del Lavapies decimonónico fuera el heraldo de las muertes de los seres queridos del protagonista, vecino de la calle Peligros. Para acabar ahora con La misteriosa dama del cerro de Garabitas.
Esa última entrega del tríptico sería la transposición a nuestros días de esa conseja que reza que en esa altura de la Casa de Campo -tan cercana a la Quita del Sordo, la montaña del Príncipe Pío y tantos lugares del Goya verdadero- se haya el limbo donde moran las almas en pena de los madrileños; ese "agujerito" del cielo desde donde, ya en la eternidad, siguen observando su amado Foro. Más aún, a decir de los expertos, han de ser de ser algún paisaje El Pardo o la Casa de Campo ese lugar sobre el que se desarrolla El destino, la décimo primera de las Pinturas negras, antaño titulada Las Parcas por lo tenebrosas que resultan las cuatro mujeres que protagonizan la escena.
Corona en la actualidad el Cerro de Garabitas una torre de vigilancia para los guardas del parque. Uno de ellos hubiese sido Simón Sanjuán, el protagonista de nuestro Goya cineasta. En la primera secuencia de la posible película, el realizador nos lo mostraría escrutando con sus prismáticos el parque al anochecer. Un escorzo inquietante irrumpiría fugazmente en su visión. Estaríamos en esa hora mágica en la que la tarde y la noche se confunden. Entonces, el cielo de la capital se vuelve rojo, como si quisiera recordar que Madrid, con su Ángel caído de El Retiro, es la única ciudad del mundo que alza un monumento a Lucifer.
Una marquesa italiana
Los vigilantes de la Casa de Campo saben que en esos momentos el parque deja de ser ese entorno apacible, animado por paseantes, ciclistas y familias que disfrutan del aire libre. Porque cuando caen sobre él las sombras, dan paso a los espectros de los que se ahorcaron en sus árboles, los que hallaron la muerte en los navajazos de sus asaltantes y los miles de soldados que allí cayeron en la Batalla de Madrid, prácticamente prolongada durante toda la Guerra Civil. Fue en esta contienda precisamente cuando el Cerro de Garabitas, al ser una de las cotas más elevadas de la Casa de Campo con sus 667 metros, fue elegido por las tropas franquistas para colocar las baterías artilleras con las que bombardearon la ciudad.
Siempre según la ficción elaborada por nuestro supuesto Goya, en el cuerpo sanitario del ejército asaltante habría una aristócrata italiana, la marquesa Ravendsi. La dama en cuestión encontró tan aburrida la temporada en Milán durante el otoño del 36 como imperdonable la ofensa que le hizo Fabio Malatesta, el camisa negra que amaba a la sazón. "Así pues, no se le ocurrió nada mejor que comprarse una ambulancia y venirse a la guerra de España en socorro de la rebelión", explicaba nuestro supuesto Goya en los primeros tratamientos de su argumento.
A tenor de Saturno devorando a un hijo, otra de las más célebres de las Pinturas negras, no es descabellado atribuir cierta inclinación al gore por parte del Goya ficticio e imaginar a su marquesa atendiendo a unos regulares destripados en el Cerro de Garabitas. Así las cosas, hubiera caído sobre ella uno de los obuses con que los defensores de Madrid respondían a los ataques de los franquistas y su bello cuerpo, que tanta admiración causara en los veranos de San Remo y la Costa Azul, quedaría literalmente volatilizado. La gentil marquesa de nuestra supuesta película -que al fin y al cabo murió amando y violentamente, como dicen lo hacen quienes no han de hallar el descanso eterno- pasó a engrosar la nómina de las tristes ánimas del Cerro de Garabitas. Todo esto nos sería contado en un flashback, que el realizador, ahíto de la monomanía de nuestro cine con la Guerra Civil y el pasado político español, hubiese accedido a rodar de mala gana y de forma muy etérea a instancias de su productor.
El amante de la muerta
Tras esos planos de Simón Sanjuán oteando los pinares a su cuidado, nuestro Goya nos hubiera llevado a una secuencia en la que espectro de la marquesa flotase sobre el Cerro de Garabitas como lo hace Asmodeo, el demonio que gravita junto a una figura femenina de manto rojo, sobre la escena de Visión fantástica, otra de las Pinturas negras. En su limbo, la marquesa Ravendsi hubiese creído ver en Sanjuán la reencarnación del Fabio Malatesta que amó en vida. Aferrada a dicha idea le saldría al paso en los solitarios caminos que discurren entre los encinares y pinares de la Casa de Campo para entregarse a él. En esas secuencias, ambientadas en nuestros días -o en nuestras noches por mejor decir- el Goya cineasta hubiese alcanzado su mejor registro.
Se hubieran amado, naturalmente, porque la belleza de la italiana se hubiera conservado incólume, como si no hubiera caído sobre ella aquel obús que la hizo pedazos en el 36. Si cabe, se hubiera vuelto aún más etérea y el vigilante, al ver que se le ofrecía tan singular mujer, empujaría contra ella sin reparar en lo antiguo de su atuendo o en la frialdad de su cuerpo. "La belleza pura es insípida como una gota de agua", aseguraría el Goya realizador en las entrevistas. "Por eso busqué una actriz guapa pero que irradiara cierta perversión".
Se hubieran amado como lo hacen entre los pinos y los matorrales esas parejas que no encuentran un lugar mejor para sus efusiones. O esos otros infelices que recurren a las prostitutas que se ofrecen entre los árboles. Tan dado a lo tremendo como el Goya pintor, al Goya cineasta de nuestros días no se le hubieran pasado por alto las meretrices que, como los espectros, menudean por la Casa de Campo al caer el sol para solaz de los desdichados a los que olvidó el amor correspondido. Todos ellos tan tristes como los peregrinos a la fuente de San Isidro en otra de los óleos a los que aludimos del verdadero Goya.
En esas secuencias de nuestro nefasto siglo, rodadas con el convencimiento de que no hay magia sin horror, nuestro Francisco de Goya alcanzaría su mejor registro. En ellas se nos contaría como Sanjuán, tras alcanzar ese placer breve como un suspiro, pero que si se lo da la mujer que quieres es lo mejor del mundo para un hombre, iría a menos física e intelectualmente. Al fin y al cabo, él no amaría a una mujer, la suya sería una muerta. Un espectro que desaparecería dejándole aturdido entre los pinos y las encinas. Y así, sucesivamente, Sanjuán se iría sumiendo en una degeneración que le llevaría a perder el trabajo, convirtiéndole en un morador de la Casa de Campo, siempre a la espera de que al caer las sombras volviera a bajar a amarle su marquesa. Poseído por su muerta, él mismo daría miedo a las meretrices.
Ya en la antesala de la gran noche del cine español, el Goya realizador, al volver la vista atrás pensando en largo camino recorrido, recordaría todos los esfuerzos para poner en marcha su trilogía. Aún le parecía verse asegurando a sus productores que "la fantasía es una de las formas más sublimes y elevadas del pensamiento".
(Publicado originalmente en el númerol 699 del Magazine de El Mundo)
Publicado el 24 de marzo de 2013 a las 22:15.