Apuntes para unas estampas madrileñas (X)
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La Corredera baja, una calle de Malasaña.
Malasaña, hoy igual que ayer
Pese a que nunca he permanecido más de tres semanas seguidas fuera de Madrid, hay zonas de mi ciudad, de las que en otro tiempo fui habitual, por las que hace años -muchos años- no he vuelto a pasar. Con posterioridad a los días en que las frecuenté, mi vida discurrió por otros derroteros, sitos en otras calles y distritos, que me han llevado a este 2013 en que, salvo la asistencia a las proyecciones en la bienamada Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre-, me perturba todo lo que me separe de mis libros, mis películas, mis fotos, mi ordenador... Todo, en fin, lo que signifique traspasar la puerta de mi casa.
Ante este panorama, aunque me molesta salir, cuando acabo por hacerlo y ocasionalmente visitó algunas de esas zonas de Madrid que han quedado más lejos en el tiempo que en la distancia, me maravillo como si viajara al lugar más remoto de mi horizonte. Calculo que ha de deberse a que se trata de un viaje en el tiempo, al limbo del pasado, que por quimérico siempre es más seductor que un viaje en el espacio.
A excepción del Argüelles profundo -el que se extiende entre la calle de la Princesa y el paseo de Rosales- que permanece prácticamente igual al de los años 60, inmutable al devenir de los días, aunque sin sus viejos cines; a excepción de la Gran Vía y sus aledaños, que tengo la necesidad imperante de visitar semanalmente, experimento esa fascinación en casi todos los lugares de mi ciudad a los que vuelvo al cabo de los años. No en vano puedo jactarme de conocer todas las calles de Madrid, donde llevo viviendo desde que nací en la de Cartagena en el año 59.
Pero hoy, ya concretando, me refiero a ese tramo de la de Fuencarral que va de la glorieta de Quevedo a la de Bilbao. ¡Cuánto ha cambiado desde que han reducido el tráfico y ampliado las aceras! Aunque la mitad de sus cines aún se mantienen, los nuevos establecimientos comerciales, la nueva disposición del mobiliario urbano, ha conseguido que me cueste reconocerme en ella como lo hago en tantos otros sitios de mi ciudad.
Ese tramo de Fuencarral me fue muy familiar en los años 70 y en los 80. En aquellos, lo frecuenté para asistir a sus cines; en éstos, era un lugar de paso para mi empleo como auxiliar de montaje cinematográfico y mis citas con mi buen amigo Juan Luis Abad, compañero en tantas madrugadas de nuestra juventud. Pero ahora me cuesta reconocerlo. Es como uno de esos rostros que se saben conocidos aunque su nombre no se acaba de recordar.
Por el contrario, hay otras calles donde, aunque cambiadas en la misma medida, aún puedo reconocerme como lo hago en una foto de la juventud. La de la Palma, San Vicente Ferrer, el Espíritu Santo... Malasaña en general.
Conocí la zona que habría de estar más estrechamente ligada a mi alegre juventud cuando aún era el barrio de Maravillas. Mi primer recuerdo allí es el de una dirección en la plaza del Dos de Mayo. Todo es muy vago e impreciso. Sé que acudía al sitio en busca de unas bolsas de basura que, muy fugazmente, vendí puerta a puerta en mi adolescencia.
Mucho más precisa es la imagen que guardo de los primeros pisos de freaks que visité en la zona. Ya hablamos del año 77. Los jóvenes que a la sazón se emancipaban del hogar paterno, acuciados por la falta de dinero, se veían obligados a alquilar entre varios una vivienda en las zonas más populares y destartaladas del centro de Madrid. Así fue como a finales de los años 70, los vecinos, que habían residido en ellas durante toda la vida, ya ancianos empezaron a dar paso a los jóvenes en las buhardillas y demás pisos de alquileres bajos de Lavapies, La Latina y algún que otro distrito.
Aquellos nuevos vecinos conformaron una nueva bohemia y fueron ellos quienes empezaron a llamar Malasaña al barrio de Maravillas de Rosa Chacel. Entre aquella gente viví fiestas inolvidables en la plaza del Dos de Mayo. Toda la calle bailaba al compás de la Orquesta Platería, creo recordar. Apenas unos meses antes, el 23 de febrero del 81, me tomé una cerveza en la Sastrería de la calle de San Andrés. Mis amigos y yo decidimos abandonar Malasaña en la creencia de que, si el golpe triunfaba, uno de los primeros lugares en sufrir los rigores del nuevo orden sería aquel reducto de la sedición que los jóvenes venían fraguando allí, desde finales de los 70, en torno a los bares de rock & roll.
Y después las camareras que sucedieron a los barbudos que atendían las primeras barras como lo hicieron los freaks con los vecinos originales del barrio. Fui a verlas, más atraído por sus encantos que por el ron, en tantos bares que hubo entre la calle Ruiz y la de la Palma. Frecuenté Malasaña hasta mediados los años 90. Después sacié mi sed en otros sitios.
Hace unos días volví ocasionalmente a tan queridas calles. Huelga decir que ya no queda casi ninguno de los garitos que las animaron en mi juventud. Los establecimientos comerciales también han cambiado. Ya no son aquellos últimos reductos del viejo barrio de Maravillas. Ahora son esas tiendas -en su mayoría de atuendos juveniles e imaginería pop- que uno espera encontrar en zonas eminentemente bohemias y de juventud. Las estéticas de las nuevas tribus urbanas y sus músicas son diferentes a las que yo conocí. Pero, a la larga, sigue siendo el mismo ese espíritu de organizarlo todo en torno a la tribu, la música, la noche y la ebriedad, esencia misma de la bohemia. Como si la vida adulta no aguardara apenas se sale a las calles de San Bernardo o Fuencarral, los vecinos actuales de Malasaña son tan rabiosamente jóvenes como lo fui yo.
De modo que, pese a los nuevos usos y costumbres, aún me reconozco en esas calles como en una foto de la juventud. Más aún, experto como soy en descubrir las sombras de quienes conocí en los lugares que ocuparon sus cuerpos, aún creo ver en Malasaña a aquellas camareras, cuando corrían por San Andrés para cenar. Y aún me parece reírme con los viejos compañeros de tantas borracheras y demás placeres de la juventud que dejé de ver con las mismas que se pasaban las resacas. Después, cuando el nefasto presente vuelve a atraparme apenas llegó a San Bernardo o Fuencarral, una vez más convengo con Agnés Varda que la verdadera dicha es el recuerdo y no la experiencia que lo inspira. Dicha que es doble porque la memoria que guardamos de ello siempre dura más -infinitamente más- que el hecho que la inspiró.
Publicado el 17 de marzo de 2013 a las 01:15.